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Mientras tantoComo borrar del mapa un ferrocarril

Como borrar del mapa un ferrocarril


 

 

Para borrar del mapa un ferrocarril la única condición indispensable es querer borrar del mapa un ferrocarril. Pero esto pasa muy pocas veces, en la mayoría de los casos al asesino le basta con cometer el asesinato, y no se preocupa por las huellas del crimen, ni por supuesto por el cuerpo (desmembrado en muchos trocitos, porque la muerte siempre es violenta) de la víctima.

Sin embargo, que el asesino no remate su trabajo no quiere decir que aparezcan otros cómplices del delito, y aún después el tiempo y su lento pero incansable trabajo de erosión completarán el aniquilamiento total de lo que fue un ferrocarril, y del que finalmente no quedará ni el menor vestigio.

Para eso hay que empezar, porque siempre se empieza en un despacho lejano, bien amueblado, espacioso y cálido, con un papel, el papel que se pone en todas las estaciones: la sentencia de muerte. Este papel puede adoptar  muchas formas, en muchos caso no parece una sentencia de muerte, se puede hablar de una “supresión provisional del servicio”, por ejemplo. Ahora no importa, porque de un modo u otro, en cuanto dejan de pasar los trenes, el asesino ya tiene preparada el arma del crimen, y sólo espera el momento adecuado para actuar.

Desde luego, tengo que aclarar que el primer asesino (pueden existir varios, es más: suelen existir varios) actúa siempre desde la legalidad, de manera que podríamos, siendo benévolos, llamarlo “verdugo” en lugar de asesino. Bien, no voy a discutir sobre eso, para mí un asesino es un asesino y un ladrón es un ladrón. Aunque a los ladrones aún no hemos llegado, pero llegaremos pronto…

Con la tecnología actual es muy fácil desmantelar unas vías, arrancar las placas, las vigas y las planchas metálicas de los puentes o de otros elementos ferroviarios, derribar una pared o un techo, rellenar un agujero y taparlo con cemento, convertir en chatarra una máquina o un vagón, etc. Hoy en día los humanos no suelen mancharse las manos, pero en 1969, cuando se desmantelaron los Ferrocarriles Secundarios de Castilla, hicieron falta muchas manos para cometer el crimen, manos de jóvenes de los pueblos por donde pasaban esos mismos trenes. De eso quiero hablar ahora…

Era una mañana soleada de invierno. Vacaciones de Navidad. Un pueblo pequeño de la meseta, en plena “Tierra de campos”. Aparqué en la última calle, que era una calle sin salida que subía levemente hacia una minúscula colina, donde había un depósito de agua en medio de un paisaje de campos de cereal. La estación que quería fotografiar estaba a unos quinientos metros. Desde donde había dejado el coche podía ver su tejado, pues quedaba hundida en un pequeño pliegue del paisaje, entre los campos que subían y bajaban suavemente adaptándose al terreno. Sólo algunos árboles con las ramas sin hojas junto a la estación y una alta y solitaria chimenea rompían la monotonía del paisaje. Cuando estaba cogiendo la mochila con las cámaras, se abrió una puerta junto a mí y salió un perro, que inmediatamente se me acercó con curiosidad, me olisqueó brevemente y corrió hacia los campos. Detrás salió su dueño: era un anciano y muy pronto empezó a hablar conmigo.

-He oido un coche y pensaba que era el cartero.

Si no recuerdo mal esas o algunas muy parecidas fueron sus primeras palabras. Comprendí que estaba solo y salía a curiosear, a ver quién era el forastero que había aparcado junto a su casa.

-¿No molesta el coche aquí, verdad? -Le pregunté.

Me respondió que no y nos pusimos a hablar. Fue una conversación muy natural, que surgió espontáneamente porque, al contrario que en otras ocasiones, no percibí ninguna hostilidad o inquietud por su parte. Las personas mayores que viven en estos pueblos pequeños a veces no reciben bien a los extraños que aparecen en la puerta de su casa, cosa que entiendo perfectamente. Tienen miedo y su miedo, por desgracia, muchas veces está justificado. Sin embargo, no sé bien porque, en este caso no percibí ningún recelo ni prevención ni en sus palabras ni en sus gestos. Le expliqué que iba a hacer fotos a la estación y él me contó algunas cosas. Estuvimos unos minutos conversando (ahora sé que fueron pocos, que debí haber preguntado más) y luego llamó a su perro (que acudió fielmente a su llamada) y desapareció en el interior de su casa. Yo empecé a andar hacia la estación, pensando en lo que me había contado.

Podía clasificar su información de dos modos, por un lado estaba la información práctica: la estación la compró o la alquiló un vecino, que quería hacer una casa rural o algo así (no podía precisar más), pero la obra se quedó parada al poco de empezar. De hecho, la valla que cerraba el recinto (por suerte había un hueco por donde se podía entrar), la había mandado hacer este vecino, que había empezado a reformar el interior del edificio principal (y por suerte sin tocar su estructura ni su fachada), pero luego, no sé sabía bien porqué, había desistido de continuar su proyecto. La estación estaba, por tanto, nuevamente abandonada. Era una estación doblemente abandonada. Esa información me preparaba para lo que iba a ver y a fotografiar.

Además de esto tenía otra información, una información que no era práctica, porque no se refería a esta estación que tenía delante, pero que era importante, importante e inesperada: me había contado que cuando él era joven trabajó desmantelando el ferrocarril. Y que de hecho trabajó de una manera que yo no conocía, porque en realidad no sabía cómo se desmantelaba un ferrocarril, y que no había ni imaginado: junto con otros muchos jóvenes de la comarca, campesinos reclutados de los pueblos por donde pasaba en tren que iban a destruir, estuvo viviendo en un vagón que iba avanzado a medida que las vías se iban levantando, que las iban levantando ellos. Es decir, el último tren que había circulado por ahí, la última locomotora de vapor que pitaba y lanzaba humo, era el tren en el que dormían y vivían los trabajadores contratados para desmontar las vías, para quitar los railes y las traviesas, para dejar sólo una larga fila de piedras grises (el balasto) que señalaría la herida infringida al paisaje.

El sistema era aparentemente sencillo, el tren avanzaba, los jóvenes se ponían manos a la obra. Viniendo del campo, aquel trabajo no les parecería complicado. Cuando llegaban a la altura del tren, se montaban en su vagón (donde dormían, donde comían, donde descansaban) y esperaban que el tren recorriera algunos quilómetros más y luego volviera a detenerse, y se bajaban, andaban de regreso por la vía y llegaban al lugar exacto donde debían reanudar su labor de desmembrado, de destripado, de depellejo del cadáver, y así cada día de trabajo, y así bajo un cielo inmenso e indiferente, con calor y sin sombra, o con frío y lluvia. Luego tocaba almacenar todos esos railes, tornillos, traviesas, y supongo que alguien se tendría que hacer cargo también de la logística, de la intendencia. El ferrocarril que iban a desmantelar tenía más de doscientos kilómetros, eso era mucho trabajo, sin máquinas que aplanaran el terreno (eso llevaría años después), que levantaran fácilmente los pesados hierros, todo trabajo manual. Me contó que un día llegaron a un río y ya habían quitado el puente. Así que tuvieron que volver a construir un puente provisional para que el tren de las obras de destrucción pudiera cruzar el río. Construir para volver a destruir, qué trabajo más ingrato.

No le pregunté por los detalles, cuántos vagones tenía el tren, cuántos trabajadores eran, si eran todos de la zona o había gente de fuera, si les pagaron bien. En aquel momento tenía prisa porque aquel día quería fotografiar varias estaciones, separadas por anchas extensiones de campos vacíos, de montículos raquíticos, de desolados arroyos, de pequeños pueblos apretados junto a sus robustas iglesias, con sus altos campanarios como faros en la meseta. Si perdía mucho tiempo en una estación, luego tendría menos tiempo para las otras. Y en invierno la tarde es corta y por la noche no se puede hacer otra cosa más que volver al hotel y esperar que llegue un nuevo día. Por eso no hablé tanto como debía. Y ahora me arrepiento, por supuesto. Porque aquel hombre tenía recuerdos que no sé si se perderán cuando muera. ¿Tenía hijos? ¿Vivía solo? Finales de los años sesenta. España en blanco y negro (y Castilla, Castilla profunda y recia), un montón de jóvenes viviendo juntos varias semanas. Cada noche en un sitio distinto, entre los páramos, entre los campos, entre los bosques, cada noche, si podían, acercándose al bar de un pueblo diferente. Pueblos con viejos amigos, pueblos desconocidos donde eran recibidos con sorpresa, pueblos donde encontrar una novia o donde encontrarse con una pelea. ¿Cuántas historias se quedarán sin contar?

Ahora escribo esto y pienso que si yo fuera un escritor disciplinado, metódico, tozudo, buscaría información de la época, consultaría libros y revistas, visitaría bibliotecas y archivos, y volvería a aquel pueblo, aparcaría en aquella calle y preguntaría por aquel anciano cuyo nombre nunca llegue a saber. Han pasado tres años. Espero que siga vivo. Es duro decirlo, pero espero que siga vivo y conserve la memoria. Es duro decirlo pero es la vida misma: un día estás bien y al otro día no estás, o estás pero ya no estás, porque no está tu mente, no está tu capacidad de razonar, de reconocer, de recordar. Y eso es terrible pero no tiene remedio, y al no tener remedio es preciso que alguien antes de que esto pase, alguien que pueda y quiera hacerlo, se dediqué a salvar todo lo que pueda ser salvado, los sentimientos, los afectos, los recuerdos, los datos prácticos y la sabiduría adquirida a lo largo de toda una vida. Los datos que no son prácticos pero son importantes: cómo se vivía antes, cómo ha cambiado todo, quién quedará como testigo, todas esas preguntas y todas esas respuestas que nunca se acaban de preguntar y nunca se pueden contestar.

Ahora escribo esto y busco las fotos que hice a la estación. Me pregunto si el techo estará en su sitio o había caído ya (al final todos caerán, más pronto o más tarde, se hundirá el techo y luego las paredes). Al mismo tiempo que muchas manos se esforzaban por quitar las vías, otras manos vaciaban las estaciones. Se llevaban todo lo que valía. Lo que no valía (o valía poco) se dejaba sin protección, para que lo saquearan o rompieran los visitantes nocturnos, aquellos que remataban el trabajo de los destructores oficiales, los que no tenían que esconderse porque la ley estaba de su lado. Me pregunto qué pensaban los vecinos de los pueblos cuando veían como se cerraba su estación. Me preguntó porqué no le pregunté a mi inesperado informador si él mismo había montado alguna vez en el tren que ayudó a borrar del mapa. En aquel entonces no todo el mundo viajaba en tren, a veces ni siquiera viajaba ni en tren ni de ninguna otra manera. Ir a la capital de la provincia ya era todo un acontecimiento. Ir más lejos era casi una temeridad, una aventura que uno no emprendía si no tenía un buen motivo para hacerlo. Me preguntó porque no hice más preguntas.

Y mientras los caminos que antes fueron la vía del tren se llenan de barro con las últimas lluvias, los terraplenes y las trincheras se llenan de matorrales, las pilastras de los puentes se agrietan y las estaciones son derribadas por el viento en los días en que sopla con una fuerza feroz, sin barreras que lo detengan. Y al final, se quiera o no, un ferrocarril se borra del mapa. Y me preguntó qué piensan los testigos, los que lo usaron, los que lo vieron pasar. Si es que aún pueden pensar algo.

 

 

 

 

 

 

 

(Artículo publicado en la revista JD versión digital, 27 de enero de 2024)

https://www.jotdown.es/2024/01/como-borrar-del-mapa-un-ferrocarril/

 

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