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AcordeónCuando lo intenté por cuarta vez, nos ahogamos. La búsqueda de refugio...

Cuando lo intenté por cuarta vez, nos ahogamos. La búsqueda de refugio en la ruta migratoria más letal del mundo

Prólogo. Esta tarjeta SIM es nuestra vida 

El domingo 26 de agosto de 2018, en una habitación subalquilada en el norte de Londres, estaba buscando algo en Netflix cuando recibí un mensaje en Facebook. “Hola, hermana Sally, necesitamos tu ayuda –decía–. Vivimos en malas condiciones en una prisión de Libia. Si tienes tiempo, te contaré toda la historia”.

Obviamente, me parecía que no tenía sentido. ¿Cómo habían encontrado mi nombre si estaban a miles de kilómetros? ¿Cómo podían tener un móvil operativo si estaban encerrados? Tenía mis dudas, pero respondí rápido para ver qué pasaba.

“Lamento leer eso –escribí–. Sí, claro que tengo tiempo, aunque desgraciadamente no puedo ayudar mucho”. Nos intercambiamos los números para hablar por WhatsApp.

El remitente me explicó que su hermano conocía mi trabajo periodístico en Sudán, un país vecino del norte de África, y había buscado mis datos de contacto por internet. Los necesitaba porque estaba atrapado en el centro de detención de migrantes de Ain Zara en la capital de Libia, Trípoli, junto a cientos de refugiados. A su alrededor había estallado el conflicto. El humo se elevaba fuera de los muros exteriores. Observaban cómo la ciudad ardía y se consumía.

Los libios que se encargaban de Ain Zara, que habían abusado de ellos durante meses, habían huido cuando se acercó el estruendo de la contienda. No estaba claro si los guardias (o “policías”, como los llamaban los refugiados) habían huido para escapar de allí o para unirse a la lucha; muchos de ellos simpatizaban con quienes luchaban, mientras que otros simplemente estaban asustados o eran jóvenes arrogantes que estaban allí porque necesitaban trabajo, se sentían cómodos con un arma y habían visto el potencial de unos beneficios adicionales a través de la explotación. En el edificio aún había niños y mujeres embarazadas. Los hombres refugiados, que habían estado encerrados en una gran sala durante meses, rompieron la puerta que los separaba. Esperaban que el grupo estuviera más seguro si estaban todos juntos.

“Vemos balas pasando sobre nosotros y armas pesadas en las calles”, escribió mi contacto antes de mandarme fotos que decía que eran de ese mismo día. Una de ellas, tomada a través de una ventana, mostraba vehículos con cañones antiaéreos visibles fuera del recinto del centro. Otra era una foto de él mismo: un hombre de veintiocho años de aspecto demacrado sentado en el suelo con tres niños pequeños.

En el interior del edificio, todos estaban indefensos y desarmados; enjutos tras meses con, quizá, una comida al día, y a veces ni eso. Sus cuerpos estaban llenos de cicatrices por las torturas y las palizas, infligidas tanto por los guardias que se habían marchado como por los traficantes que los habían retenido durante meses o años antes de llegar a Ain Zara. La guerra que arrasaba en el exterior llevaba mucho tiempo fraguándose y estas personas necesitaban ayuda; cualquier tipo de ayuda, aunque viniera de una periodista de un país lejano con poco que ofrecer.

“Si tienes alguna oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados u organizaciones de derechos humanos cerca, habla con ellos. No hemos comido nada desde ayer –me escribió aquel hombre–. Si tienes una página web, publica algo sobre nuestra situación”. Me dijo que era de Eritrea, un país represivo del Cuerno de África en el que un Gobierno dictatorial obliga a los ciudadanos a hacer un servicio militar interminable. Había cruzado dos fronteras, sobrevivido al secuestro de los traficantes y recorrido casi tres mil kilómetros para llegar a Libia.

Al igual que quienes estaban con él, cuando intentó atravesar el mar Mediterráneo para llegar a Europa, lo atraparon y encarcelaron. Ahora los detenidos tenían problemas. Habían conseguido ocultar un teléfono durante meses. Me contó que ese teléfono se lo había dado un traficante para que pudiese pedir auxilio desde la lancha cuando esta, inevitablemente, empezara a hundirse y lo rescataran. La Unión Europea era responsable de la situación en la que se encontraban ahora, pues era Europa la que los había obligado a regresar.

 

Una de las primeras fotos que me enviaron los refugiados detenidos en Ain Zara en agosto de 2018.

Pasé las siguientes veinticuatro horas haciendo todo lo posible para corroborar su historia.

Le pedí fotos de los alrededores, vídeos, fotos de él, posiciones de GPS y un contacto con miembros de su familia. Yo conocía a gente en Libia, que me confirmó que había un conflicto en ese barrio que había mencionado aquel hombre.

Le llamé muchas veces.

A medida que le pedía más detalles, el hombre con el que hablaba me contó que antes de que empeorasen los enfrentamientos sacaban regularmente a los detenidos del centro de detención y los obligaban a trabajar como esclavos en las casas de los libios pudientes. Violaban a las mujeres y los cristianos sufrían abusos singulares: los golpeaban con especial violencia mientras les arrancaban el crucifijo del cuello. Algunos días, los guardias armados libios levantaban a las tres de la mañana a cientos de detenidos para “contarlos” y, cruelmente, los obligaban a pasar horas de pie bajo el frío. Seguramente no serían conscientes, pero este calvario recordaba a la Appellplatz y los recuentos de madrugada que solían hacer los nazis en los campos de concentración, un ritual descarnado que ejecutaban con el objetivo de intimidar y humillar a los prisioneros.

A pesar de que la ONU afirmaba que su personal visitaba habitualmente los centros de detención, parecía que no era cierto. Muchos de los detenidos habían huido de guerras o dictaduras y ni siquiera estaban registrados como refugiados. Eso suponía que no existía una lista con sus nombres. Les aterrorizaba que los pudieran vender de nuevo a los traficantes, quienes torturan a los migrantes hasta que sus familias pagan un importante rescate. Suplicaban que los salvaran.

Sin querer, me había topado de bruces con un atentado contra los derechos humanos de proporciones épicas.

 

*    *    *

En el grupo de Ain Zara había ocho mujeres embarazadas y unos veinte bebés y niños pequeños. Mientras el hombre y yo hablábamos por teléfono, explotaban bombas en los alrededores y los oía gritar.

Ahora todos están nerviosos, cada vez es peor…
Mira a las mujeres y los niños. Puedes publicar este vídeo para que los europeos lo sepan.

Busqué frenéticamente una solución. Contacté con la ONU y las organizaciones internacionales de ayuda humanitaria que operaban en Libia, pero me dijeron que la situación era demasiado peigrosa para que actuase su personal (“Ahora mismo en Libia todo el mundo está en peligro, así que no es una situación fácil”, me respondió alguien de una organización demostrando un pragmatismo despiadado que me iba a encontrar una y otra vez). Escribí a varios medios de comunicación para preguntarles si publicarían un reportaje, pero yo era una periodista independiente y, como suele ocurrir, tardaban en contestarme.

Me sentía desalentada e inútil, así que empecé a publicar en Twitter pantallazos de mis mensajes con los refugiados que se compartieron rápidamente y obtuvieron decenas de miles de visitas, y luego cientos de miles. En unos meses, sus palabras llegaron a millones de personas.

No hay comida ni agua. Los niños lloran. Estamos sufriendo, sobre todo los niños. Hace dos días que no dormimos. Esperamos un milagro. Cuéntales que aquí la gente está muriendo.

A partir de ese momento sentí que el tiempo apremiaba y pasaba noches sin dormir y días estresantes con incontables momentos cargados de peligro. Apenas salía de mi habitación alquilada, excepto cuando algún taxi me recogía para entrevistarme en la radio o la televisión, a partir de que unos productores de la BBC se fijaran en mis publicaciones en Twitter. En las redes se desató una cascada de retuits, “me gusta” y publicaciones compartidas, pero en Ain Zara nada había cambiado. Los refugiados apagaban sus móviles para ahorrar batería, un silencio que repentinamente interrumpía un aluvión de mensajes con cada nueva noticia. Al final llegaron unos autobuses. ¿Eran su salvación? Al principio no sabíamos si los conductores trabajaban para las autoridades libias o para los traficantes (más tarde supe que no había mucha diferencia). Unos hombres armados y uniformados dijeron que se llevaban a los detenidos a una zona más alejada de la línea de frente, al menos en ese momento.

Luego, unas cincuenta horas después del primer mensaje, vi en WhatsApp cómo la localización GPS del teléfono del hombre iba recorriendo la ciudad. La utilicé para decir a los refugiados dónde estaban. Recuerdo que escribí: “A la izquierda tenéis la Universidad de Trípoli”, y ellos me respondieron emocionados cuando vieron su moderna fachada. Para muchos de los pasajeros de los autobuses, era la primera vez que veían la ciudad a la luz del día.

Los autobuses y sus ocupantes llegaron a otro recinto. Mi principal contacto, preocupado por si los habían trasladado a la guarida de un traficante, me preguntó si era un centro de detención bajo control del Gobierno libio de Trípoli. Entonces escribí a mis nuevas fuentes en la ONU, que me aseguraron que sí lo era. Dentro había ya unos setenta detenidos más que habían sido trasladados desde otro lugar. Unos miembros de la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU, que llevaban una chaqueta fluorescente con un logo llamativo, aparecieron para proporcionarles agua. Esos empleados también me escribirían más adelante para asegurarme que todo estaba bajo control.

Alrededor de la medianoche, dieron bizcochos y yogures a los refugiados detenidos; su primera comida en varios días. “Duerme un poco, también ha sido suficiente para ti, has estado con nosotros todo el tiempo –decían los últimos mensajes de esa noche–. Los chicos te están muy agradecidos. Me dicen: ‘Deja que descanse’. Que Dios te bendiga”.

 

*    *    *

¿Qué significa tu teléfono para ti? ¿Es una forma de hablar con tus amigos o de navegar por las aplicaciones de citas? ¿Te haces fotos, mandas mensajes de voz o usas Snapchat? ¿Es una fuente vital de información? ¿Te ha salvado la vida?

¿Qué representaría si te hubieran detenido y su pequeña pantalla fuera tu única ventana al mundo exterior? ¿Cómo sería pasar meses o años en el mismo edificio sin tener uno? ¿Te arriesgarías a sufrir torturas para conservarlo o te privarías de comer para comprar datos, aunque sepas que morirás de hambre si no comes, pero podrías desaparecer para siempre si no tuvieras la manera de pedir auxilio con una llamada?

¿Cómo es ver que disparan a personas inocentes a través del chat de Facebook? ¿Cómo te sentirías si escucharas sus voces entrecortadas irse debilitando mental y físicamente? Eso es lo que yo iba a descubrir.

Al principio creía que esos primeros contactos en Libia representaban una anomalía, víctimas aisladas de alguna negligencia accidental. Pensaba que, en cuanto estas personas recibieran ayuda, mi trabajo acabaría. Me equivocaba. En unos días, cada vez más refugiados detenidos empezaron a contactar conmigo. Habían conseguido mi número gracias a unos amigos o habían encontrado lo que yo había publicado en internet. Me enviaban mensajes a través de Twitter y WhatsApp. Sus relatos se parecían escalofriantemente.

Averigüé que aproximadamente seis mil personas se encontraban detenidas de manera indefinida en ese momento en los más de veinte centros “oficiales” de detención de migrantes en Libia. Aparentemente, esos centros los gestionaba el Departamento de Lucha contra la Migración Ilegal libio (DCIM, por sus siglas en inglés), asociado con el Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) de Trípoli respaldado por la ONU, uno de los dos Gobiernos que competían por el poder en el febril país norteafricano. En realidad, el Gobierno de Trípoli era débil y se apoyaba en una serie de milicias que actuaban con impunidad.

La mayoría de los cautivos ya habían intentado llegar a Europa, pero los habían capturado en el mar Mediterráneo. Investigué más y descubrí que, en su intento por poner fin a las travesías por mar, la Unión Europea se había comprometido a contribuir con cerca de cien millones de euros para la Guardia Costera libia.[1] Se animó a los marineros libios, muchos de los cuales eran antiguos trafican- tes, a patrullar en el Mediterráneo e interceptar los barcos de refu- giados. Esto permitió a la Unión Europea circunnavegar la ley in- ternacional que prohíbe repatriar personas a los países donde su vida corre peligro. Entre 2017 y mediados de 2022, más de cien mil hombres, mujeres y niños fueron capturados en el mar y devueltos a Libia. La mayoría de estas personas, al parecer, fueron encerradas por encontrarse ilegalmente en el país, pero no hubo acusaciones oficiales, juicios ni forma de impugnar su encarcelamiento.

Los cautivos habían visto cómo amigos suyos habían escapado de los centros de detención y habían acabado asesinados por las milicias que patrullaban las calles. A otros les habían disparado cuando intentaban huir. Me contaron que la tuberculosis había acabado con muchas vidas y la escasez de comida provocaba que la gente se quedara tumbada inmóvil en el suelo. Relataban que algunos detenidos se habían quedado sin habla porque habían perdido la razón a causa del estrés y la desesperación, y se mecían adelante y atrás abrazándose con fuerza las rodillas. Me enviaron vídeos terribles de familiares torturados retenidos por traficantes despiadados que exigían un rescate. Se sentían abandonados por la ONU y maldecían a la Unión Europea por no reconocer que los refugiados también son seres humanos.

Mientras ocurría todo esto, mis contactos escondían cuidadosamente sus teléfonos, pedían a sus amigos que les recargaran el saldo para poder conectarse a internet y cargaban en secreto las baterías en las escasas ocasiones en las que había electricidad. “Esta tarjeta SIM es nuestra vida”, me dijo un hombre. Decenas e incluso cientos de personas se agolpaban alrededor de un móvil para redactar mensajes juntas, deliberando minuciosamente la manera de describir mejor su situación. Cada palabra que enviaban era un valioso grito de ayuda. Que se tome conciencia sobre su situación quizá sea su única esperanza.

 

*    *    *

En mi investigación encontré varias maneras de confirmar lo que me contaban y se lo agradezco a todas las personas que me ayudaron, pero que no puedo nombrar. Con el tiempo, conseguí tener muchas fuentes en cada centro de detención. Este libro se basa en entrevistas a cientos de refugiados y migrantes que se han quedado atrapados en Libia desde que en 2017 la Unión Europea empezó a pagar por que los interceptaran. También conseguí una amplia red de contactos entre los trabajadores de organizaciones humanitarias internacionales y locales que querían hablar, pero necesitaban mantener el anonimato para continuar con su trabajo. Gran parte de lo que contaban no se podía publicar en ese momento por cuestiones de seguridad. Sin embargo, mi tarea consistía en transmitir información a los refugiados detenidos y las organizaciones humanitarias y agencias de la ONU que se suponía que les prestaban ayuda. Sorprendentemente, mi lejanía geográfica de Libia era precisamente la razón por la que los refugiados confiaban en mí para esa labor.

Lo primero que digo siempre a las personas que contactan conmigo es que no puedo ayudarles directamente. Solo soy periodista y no puedo hacer nada más que informar. Me sorprende el gran número de respuestas positivas. Las nuevas fuentes dicen que lo entienden, pero a pesar de ello quieren que cuente sus experiencias. Esas personas confían en que el resto del mundo se dé cuenta de que existen, de que siguen vivas y merecen ser salvadas.

Durante años, después de recibir aquel primer mensaje en agosto de 2018, estuve escribiendo a refugiados y detenidos de distintos centros de detención libios cada día.[2] Imaginé la red de teléfonos ocultos, la conexión entre ellos y yo, entre ellos y sus familias o amigos, como cuerdas de seguridad, arterias que bombean sangre. No era capaz de visualizar completamente la valentía de las personas con quienes hablaba. Debatíamos sobre el peligro de revelar su identidad; pero si una fuente quería asumir ese riesgo, yo respetaba su decisión. Algunos fueron apaleados y torturados porque se sospechó que enviaban información. Habitualmente, les confiscaban el teléfono.

Aún ahora recibo a menudo vídeos, fotos y mensajes de voz que no puedo publicar. Las personas desaparecidas y las pruebas de atrocidades se acumulan en la galería de fotos de mi móvil entre imágenes otoñales de hojas y fotos de los bebés de mis amistades. Configuré WhatsApp para que guardase automáticamente el contenido multimedia, porque los refugiados detenidos me mandan vídeos que no pueden conservar por motivos de seguridad y no quiero arriesgarme a que no se descarguen después. Durante una época concreta recibía tantos mensajes que casi me era imposible leerlos todos.

Estas imágenes son un crudo recordatorio de las crecientes desigualdades del mundo. Las personas pueden comunicarse mejor que nunca, pero los caminos hacia la salvación están cortados. Los ciudadanos de Occidente pueden mirar hacia otro lado, a pesar de que hay ventanas en todas partes (ya sean la pantalla del móvil, programas de televisión o vídeos publicados en internet) que proporcionan muestras de nuestra enorme desigualdad. Cualquiera que abra los ojos puede ser testigo de vulneraciones de los derechos humanos a miles de kilómetros de distancia, pero sin ninguna capacidad para intervenir.

Esta no es mi historia, pero lo cierto es que cuando recibí aquellos primeros mensajes no podía anticipar las repercusiones personales que supondría informar sobre esta crisis. Los años siguientes vi mi vida amenazada en el norte de África y mi libertad en peligro en Europa. Viajé a través de tres continentes siguiendo pistas, pasé semanas en un barco en el mar Mediterráneo y me enfrenté a traficantes acusados de torturar a personas hasta la muerte. Destapé casos de corrupción, mentiras y repugnante negligencia, y me denunciaron en los canales de propaganda gubernamental. Mi investigación se mencionó en informes sobre derechos humanos, impugnaciones jurídicas y en una petición ante el Tribunal Penal Internacional en la que se exigía que oficiales de la Unión Europea fueran acusados de crímenes contra la humanidad.

He escrito este libro porque quería documentar las consecuencias de las políticas europeas de migración desde el momento en que Europa se convierte, innegablemente, en culpable desde un punto de vista ético: cuando los refugiados son expulsados por la fuerza. Hasta que no empecé a escribirlo, no he sido consciente de lo pequeño que puede ser un libro. He tenido que descartar mucho, pero espero que lo recogido aquí sirva para mostrar todo de lo que somos responsables. Rechacé la sugerencia inicial que me hizo un agente literario de que evitara nombrar los centros de detención, porque podría ser confuso para los lectores. Me parece importante que se identifiquen los lugares donde han sufrido tantas personas. Por cuestiones de espacio no he podido incluir todos los centros donde había detenidos con los que he hablado, pero cada uno de ellos constituía una versión particular del infierno.

Setenta años después de que se iniciara el sistema global de refugiados estamos encerrando a personas que intentan ponerse a salvo. Las expulsamos de nuestra vista y reforzamos los sistemas que nos facilitan olvidarnos de ellas. Algunas de estas personas mueren en cautividad y otras quedarán traumatizadas de por vida.

Mis fuentes en Libia me cuentan todas las formas en que son tratados como animales. Han sido azotados, vendidos, apaleados, pastoreados, amontonados en vestíbulos, en salas pequeñas e incluso en jaulas. Han llegado a despreciar el olor de los demás. Sus mentes se desvanecen al arrebatarles la capacidad de pensar con claridad durante tanto tiempo. Se vuelven maleables, olvidan sus propósitos y valores. Temen no volver a confiar jamás.

La parte oculta de un reportaje de este tipo es todo lo que conlleva. La mayor parte del tiempo tan solo hablo con personas sobre sí mismas, su vida anterior, pequeñas actualizaciones rutinarias. Al igual que las fotos de mi teléfono, sus mensajes fluctúan entre lo mundano y lo horrible.

A lo largo de este libro he reproducido algunos de los miles de mensajes que he recibido de refugiados en Libia, muchos de los cuales no aparecen identificados en el texto. Sin embargo, quería incluir sus voces sin ningún filtro.

Este libro cuenta experiencias humanas y además ofrece una imagen de problemas sistémicos que destruyen vidas: la negligencia, la corrupción, la apatía, la desigualdad. No se trata de una narración exhaustiva de todo lo que les está ocurriendo a las personas que intentan llegar a Europa, ni siquiera a todas aquellas capturadas por la guardia costera libia, pues cada día surgen nuevos abusos y humillaciones. Pero espero que contribuya en la búsqueda de responsabilidades.

 

Ruanda: una nueva ruta hacia un lugar seguro 

“¡La Unión Europea y la ONU son socios naturales!”. 

Nicola Bellomo, embajador de la Unión Europea en Ruanda, durante una visita del director de ACNUR, Filippo Grandi, en abril de 2021.[3]

Si sobrevuelas Níger, un país sin litoral que tiene frontera con Libia, te sorprenderá su paisaje marrón y seco. Más de dos tercios del territorio son desierto.

Las naciones europeas rara vez están dispuestas a acoger refugiados directamente desde Libia –en parte por lo limitado de las evaluaciones que ACNUR y sus embajadas pueden realizar dentro de los centros de detención–, así que necesitan un lugar de paso. Desde finales de diciembre de 2017, Níger era el lugar al que se trasladaba en avión a los escasos refugiados afortunados seleccionados para la evacuación, y allí su reubicación era valorada y procesada, se los interrogaba sobre sus vidas y se evaluaba su sufrimiento.[4] Vivirían allí durante meses o incluso años; en la capital, Niamey, o en remotos campamentos secos y áridos en el desierto, donde las temperaturas alcanzaban hasta cuarenta grados.

Cuando subimos al avión para Níger, el anfitrión del avión [un libio] nos dijo que olíamos mal. Nos roció con un espray.

Pronto surgieron los problemas. No muchos evacuados cumplían los requisitos de los países occidentales (por ejemplo, que fueran mujeres solteras, familias o que nunca hubieran servido en el Ejército, aunque esa no era una opción en Eritrea). Algunos se quedaron atrapados en Níger indefinidamente. Hubo un atasco. Escaseaban nuevas plazas. Las protestas aumentaron, pero los refugiados que vivían en los campamentos contrajeron malaria y otras enfermedades potencialmente mortales. Para mayo de 2019 se había evacuado a 2.782 personas desde Libia a Níger, pero solo 1.378 fueron reubicadas después.[5]

Era necesario que la ONU encontrase otro país que ayudase con las evacuaciones. Miles de kilómetros al sureste, Ruanda –un país pequeño de apenas doce millones de habitantes tristemente célebre por el genocidio de 1994, en el que fueron asesinados ochocientos mil tutsis y hutus moderados en tan solo cien días– se ofreció.[6]

En noviembre de 2017, como consecuencia de una protesta internacional contra los mercados de esclavos en Libia provocada por un reportaje de investigación de la CNN, el Gobierno de Ruanda propuso acoger hasta treinta mil refugiados.[7] Su ministro de Asuntos Exteriores declaró que le había “horrorizado” ver que “hombres, mujeres y niños africanos que se exiliaban eran capturados y convertidos en esclavos… Puede que no podamos recibir a todos, pero nuestras puertas están abiertas”.[8]

“La situación desesperada de Libia es preocupante y estamos preparados para ofrecer apoyo y refugio a nuestros hermanos africanos que estén atrapados en la debacle de la inmigración en Libia y quieran ir a Ruanda”, repitió el presidente Paul Kagame el año siguiente.[9] El 10 de septiembre de 2019, el Gobierno de Ruanda firmó un acuerdo con ACNUR y la Unión Africana en el que confirmaba que aceptaría un grupo inicial de quinientas personas.[10] La Unión Europea aceptó proporcionar 10,3 millones de euros de financiación.[11]

Los refugiados de Libia se mostraban preocupados. Algunos de ellos incluso se negaron a viajar, a pesar de que les habían ofrecido ir en avión. Creían que tenían más posibilidades si intentaban cruzar el mar de nuevo. “La gente quiere irse. Queremos irnos”, dijo un detenido algo desesperado, y enseguida me preguntó si Ruanda era un buen lugar para vivir. “Por favor, si sabes algo de Ruanda, cuéntamelo”.

“Hemos oído hablar del plan de evacuación a Ruanda, pero tenemos muchas preguntas”, me escribió otro detenido en Zintan. “Quizá allí se olviden de nosotros”, añadía preocupado.

Anteriormente, Ruanda había sido acusada de estar implicada en un sistema para sacar refugiados de Israel. En 2017, una investigación de un año de duración de la revista Foreign Policy descubrió que los eritreos que habían seguido rutas migratorias peligrosas hacia Israel y habían sido encerrados en centros de detención gestionados por el Gobierno más tarde habían sido enviados a Ruanda.[12] Los funcionarios prometían visados y permisos de trabajo, pero, en cambio, a quienes accedían a la evacuación los engañaban para que entraran ilegalmente en la vecina Uganda, donde se rechazaban sus peticiones de asilo, si es que tenían la oportunidad de presentarlas.

Había más ejemplos de países en vías de desarrollo que aceptaban solicitantes de asilo o apátridas a cambio de dinero de los países más ricos. En 2008, Kuwait y Emiratos Árabes Unidos negociaron que las Comoras –un empobrecido archipiélago del océano Índico cerca de la costa de África– concedieran pasaporte a su población bidún –apátridas, sobre todo grupos nómadas que rechazaban la ciudadanía–. Se dice que las Comoras, cuyo ingreso anual medio en 2021 fue de 1.402 dólares por persona,[13] habría obtenido 200 millones de euros gracias a este acuerdo.([14] En 2014, Australia ofreció cuarenta millones de dólares a Camboya a cambio de enviar refugiados (solo diez personas aceptaron la oferta).[15]

Los empleados que trabajaban en el nuevo acuerdo entre Libia y Ruanda me contaron que se estaba negociando con buenas intenciones e intentaban asegurarse de que no se abandonaría a los refugiados que fueran. El programa costaría diez millones de dólares solo los primeros cuatro meses, lo que incluía alojamiento, asistencia básica y servicios para las personas evacuadas.[16]

Tenemos miedo, sobre todo por el tiempo. Hemos estado en Libia casi dos años y estamos registrados en ACNUR desde hace casi dos años. ¿Se tardará un tiempo parecido en Ruanda? Es difícil para los solicitantes de asilo.

Ruanda ya acogía a cerca de 150.000 refugiados más, sobre todo del vecino Burundi y de la República Democrática del Congo.[17] Para Kagame, la iniciativa de evacuación de Libia era una oportunidad de mostrar al mundo el progreso de su país. En un discurso en la Asamblea General de la ONU en Nueva York, dijo que Ruanda estaba preparada para “recibir y proteger” a los refugiados y afirmó que el acuerdo era “una demostración clara de que podemos colaborar en la resolución de problemas complejos”.

“África es, en sí misma, una fuente de soluciones”, declaró Kagame –un hombre delgado y austero, cuya mirada fría reflejaba su pasado como comandante de los rebeldes– ante los delegados de la asamblea.[18]

A finales de septiembre de 2019 viajó el primer grupo de sesenta y seis recién llegados en avión; un fotógrafo de la ONU retrató sus rostros sonrientes y nerviosos.[19] Entre ellos había un bebé de dos meses que había nacido en un centro de detención y otros veinticinco niños, muchos de ellos no acompañados. Todos eran sudaneses, eritreos o somalíes.

Creo que están contentos.

Aceptaron ir a Ruanda porque todos necesitan salir de Libia hacia otro país para salvar sus vidas. Ahora la vida en Libia está empeorando.

El mes siguiente otro grupo de ciento veintitrés personas hizo el mismo recorrido.[20] A bordo estaban muchos de mis contactos, incluido Samuel, de Triq al Sikka, el detenido que me había informado sobre el brote de tuberculosis, había tomado parte en las protestas y le habían amenazado con hacerle desaparecer. Nos escribimos cuando viajaba y decidí que tenía que conocerle en persona en cuanto pudiera.

 

*    *    *

No era la primera vez que visitaba este pequeño país de los Grandes Lagos de África. En 2014, poco después de empezar a trabajar como periodista, cubrí el vigésimo aniversario del genocidio: un mes de actividades que homenajeaban algunos de los peores crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra que ha conocido el mundo.

Ruanda había cambiado radicalmente en las décadas posteriores a ese horrible periodo. Las calles están limpias, las bolsas de plástico están prohibidas a nivel nacional y hay una creciente industria tecnológica.[21] Se ha convertido en un lugar apreciado para los inversores internacionales y Kigali, la capital, se promociona mucho como destino para conferencias internacionales.

Durante ese primer viaje, pasé un tiempo cerca del presidente Kagame, el antiguo líder del grupo rebelde Frente Patriótico Ruandés (FPR), que luchó por el control del país y al final logró acabar con el derramamiento de sangre. En Village Urugwiro, la residencia de Kagame, fotografié al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y al presidente estrechándose la mano antes de mantener una reunión privada. A la entrada confiscaron mi teléfono móvil y me dijeron que, por motivos de seguridad, no se permitían teléfonos cerca de Kagame. El mayor acto de las conmemoraciones del genocidio se celebró en un estadio con capacidad para treinta mil personas.[22] En los asientos VIP, Kagame estaba flanqueado por el antiguo primer ministro británico Tony Blair y la antigua comisionada de Derechos Humanos de la ONU Mary Robinson, junto con el secretario general de la ONU. Yoweri Museveni, el veterano dictador de la vecina Uganda, pronunció un discurso sobre los peligros de confiar en Occidente y el legado del colonialismo. Ante nosotros, los actores representaron a los mediadores de la ONU abandonando a los tutsis a su suerte, la consiguiente violencia y el derramamiento de sangre donde amigos y vecinos se asesinaban unos a otros metódicamente con machetes y azadas hasta que otros actores vestidos como soldados del FPR corrían por el césped y devolvían la vida a las víctimas. Por todo el estadio, los supervivientes se derrumbaban y lloraban, invadidos por los recuerdos. Pensé en el trauma, en cómo los poderosos deciden la manera en que se presenta la historia y se recuerdan las atrocidades, en lo duro que podría ser para los supervivientes y cómo esa también era una manera de controlar a las personas.

Sabía que Ruanda tenía mala reputación en lo que se refiere a la libertad de prensa: estaba dentro del listado de los peores dieciocho países para la libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras.[23] Esa noche Cassien Ntamuhanga, un importante periodista, desapareció cuando volvía a casa desde el estadio y los servicios de seguridad no admitieron que lo habían detenido hasta una semana después.[24] También fue arrestado Kizito Mihigo, un cantante de góspel superviviente del genocidio tutsi que grabó una canción en la que se interpretó que acusaba a las fuerzas de Kagame de cometer asesinatos por venganza; años después, tras jugar al ratón y al gato con las autoridades durante un periodo en el que fue absuelto, liberado y capturado de nuevo, Mihigo murió en la celda de una comisaría de policía en circunstancias aún sin esclarecer.[25]

Aunque el país, sin lugar a dudas, vivía en paz, esos arrestos eran una pequeña muestra de los problemas a los que se enfrentan sus ciudadanos. Kagame se había instaurado como un dictador autoritario, acusado de golpear físicamente a sus mismos subordinados, de aplastar a la oposición y de ordenar el asesinato de sus oponentes en el extranjero.[26] Contrataba a empresas de relaciones internacionales occidentales para reafirmar tanto su imagen personal como la del país que había reconstruido según su voluntad.[27] Ruanda era un lugar tranquilo, pero también un Estado policial; desde luego, no era un sitio donde se pudiera hablar libremente.

 

*    *    *

Aunque viajar a Ruanda era fácil, conseguir un permiso para visitar el campamento de Gashora, donde residían los evacuados libios, era imposible. Primero acudí al Consejo Superior de Medios en Kigali para recoger mi acreditación de prensa, que ya había sido aprobada por internet y estaba pagada.

Después solicité el permiso necesario en el Ministerio de Gestión de Crisis. Era viernes y el personal administrativo de la recepción de la planta baja me dijo que regresara el lunes siguiente. El lunes por la mañana me dijeron que regresara el martes por la tarde. El martes me dijeron que el miércoles por la mañana. El miércoles estuve cuatro horas esperando en un pasillo antes de rendirme.

El jueves al menos me dijeron que no me permitirían ir a Gashora. Un hombre llamado Claude Twishime, que estaba a cargo de las comunicaciones, dijo que en ningún caso me tendría que haber imaginado que me permitirían visitar ese lugar sola.

Twishime dijo que había estado de vacaciones hasta ese mismo día, aunque lo que a mí me habían dicho a lo largo de toda la semana era que la persona que tenía que conceder el acceso estaba en una reunión. “Te han dado la acreditación porque creen que escribirás buenos artículos para nosotros –declaró tras observar mi acreditación de prensa–. A algunas personas les negamos esta acreditación, creo que deberías saberlo”.

Twishime me recomendó que me fuera de Ruanda de momento, pero me dijo que podría unirme a un grupo de al menos doce periodistas que irían juntos el mes siguiente, acompañados por empleados de ACNUR y el Gobierno. ¿Se trataba de una elaborada maniobra de distracción? “Están dejando pasar el tiempo”, dijo uno de los eritreos cuando se lo conté.

¿Acaso la invitación de Twishime era también una estratagema para evitar que mientras tanto publicase material poco favorable? Ya había experimentado esas tácticas en otros viajes para hacer reportajes: funcionarios que retrasaban el rechazo para que no pensaras en un plan alternativo cuando se te negara el acceso, o que prometían un mayor acceso la vez siguiente, justo cuando te marchabas (estaba implícito que cualquier cosa que escribieras en ese tiempo intermedio tenía que ser halagadora).

Por supuesto, a pesar de esto, me reuní con muchos refugiados fuera del campamento. Habíamos estado escribiéndonos y hablando por teléfono desde mucho antes de que se marcharan de Libia y me sugirieron que fuera allí, pues nadie podía impedir que salieran para encontrarse conmigo. Fueron necesarios dos autobuses y dos viajes en moto para llegar a Gashora desde Kigali, pero mereció la pena. En un restaurante recién abierto por un hombre de negocios eritreo que vivía en Ruanda y que vio la oportunidad de vender comida tradicional, estuve rodeada de antiguos prisioneros de los centros de detención de Zintan, Ain Zara, Abu Salim y Triq al Sikka. Fue abrumador poner caras a tantos nombres a la vez mientras recordaba lo que había vivido cada persona.

 

El exterior del campamento de tránsito de Gashora, en Ruanda, donde están alojados los evacuados de Libia.

Nos hicimos fotos; las mujeres hacían muecas y los hombres exhibían amplias sonrisas. Comimos injera y carne, y bebimos cerveza. Hablamos de todo y de nada. Me alegraba mucho que por fin hubieran salido de Libia.

 

*    *    *

Todo el mundo sabe que hay informadores del Gobierno a lo largo de toda Ruanda.[28] Por motivos de seguridad y para hablar con libertad, concerté otras reuniones con algunos de mis contactos más cercanos. En Nyamata, una localidad a unos treinta minutos en coche, me senté junto a una mesa de madera apartada, al lado de una carretera polvorienta en el centro de la ciudad. Conmigo estaban Samuel y Eyob, que habían estado detenidos en Triq al Sikka, y Milion, que había estado en Suq al Khamis, en Khoms, y en otro centro de detención llamado Sabaa, donde la dirección lanzaba misiles desde la periferia y hacía pasar hambre a propósito a los detenidos para castigarlos.[29] Tras más de un año de contacto telefónico secreto con cada uno de ellos por separado, no me podía creer que estuviéramos allí sentados juntos, que estuvieran vivos y pareciera que estaban bien. Había mucho que contar.

Primero pedimos té y hablamos de Ruanda. Les fascinaba que los locales comieran bananas (plátanos, matoke) con la cena o la comida con los platos salados. Pensaban que los ruandeses eran educados, “civilizados”, acogedores y “humildes”. Sin embargo, les preocupaba que los hubieran atraído aquí engañados para alejarlos más de Europa y no tener ninguna garantía de futuras oportunidades. Tenían motivos para sentirse inseguros. Esa semana el enviado especial de ACNUR para el Mediterráneo central, Vincent Cochetel, publicó un tuit en el que sugería que deberían estar agradecidos. “Los refugiados africanos de Ruanda no quieren quedarse –escribió–, [pero] las expectativas de algunos de estos refugiados son erróneas; no tenemos obligación de reubicar a todos los refugiados que entran y salen de Libia. Esta es solo una solución entre otras muchas para las personas evacuadas de Libia”.[30] Esto contradecía las garantías que habían dado a los refugiados antes de viajar, pues los funcionarios de la ONU les prometieron que Ruanda sería solo un lugar de paso. Las comunicaciones oficiales de ACNUR habían sido un poco más ambiguas y decían que, aunque los evacuados podían ser trasladados a países más desarrollados, también podrían quedarse en Ruanda a largo plazo, volver a los lugares donde ya se les había proporcionado asilo previamente o ser devueltos a sus países de origen si estos eran seguros.

Más de cuatrocientas treinta personas habían sido interceptadas por la guardia costera libia la semana anterior, pero algunos de los amigos de Eyob habían conseguido subir a barcos de rescate del Mediterráneo que iban a Europa; él lo sabía por sus alegres mensajes en Instagram. Esas noticias hacían que se cuestionase de nuevo su situación. Se preguntaba por qué estaba en Ruanda, cuando podría haber ido con ellos. Empezó a repetir que tenía “la opción” de no haber venido aquí, que también él podría haber intentado otra vez ir al mar.

“Estuvimos en los centros de detención durante más de dos años porque queríamos ir de manera legal –dijo–. Vine a Ruanda porque me dijeron que me llevarían legalmente [a Europa]. Nadie sabe ni entiende lo que hemos pasado… Resistimos todo el sufrimiento y la tortura para conseguir lo que queremos. Lo resistimos todo para lograr nuestras metas”.

Para Eyob, la cuestión no era solo llegar a Europa, sino tener la libertad y seguridad de un ciudadano europeo. “África es África –dijo pensativo–. Ahora está bien, pero cuando pase un tiempo dejará de estarlo”.

Al igual que los demás, tenía muchas deudas. Debía dieciséis mil dólares a seis familiares, incluidos unos diez mil dólares a su hermana mayor. “Nuestras familias han vendido oro, sus casas, han vendido todo lo que tenían por nosotros –me dijo–. Es una carga que llevamos siempre”.

En Trípoli se convirtió en un soldado esclavo. “Era uno de ellos. Solían llevarme con el ejército. Cargábamos armas –explicó–. No asesiné ni nada de eso, pero nos hacían trabajar limpiando y cosas así. Nos llevaron a la guerra para trabajar. Nos llevaron a la fuerza… Eso me hizo entender que en este mundo no hay una auténtica humanidad”. Extendió una mano para mostrarme por dónde se le había roto la uña cuando levantaba armas pesadas bajo la vigilancia de los guardias de Triq al Sikka.

“Cuando estábamos en Libia éramos una pieza en el juego político –continuó Eyob–, por eso sufríamos”.

Venir a Ruanda no significa que hayamos abandonado nuestros sueños. ¿Y nuestras metas a largo plazo?… Nuestros hermanos están en Europa y nos dicen siempre que Europa tiene los países más seguros, los Gobiernos, que te conceden derechos humanos. Pero no sabemos nada de Ruanda, no tenemos seguro.

[Los funcionarios] nos dicen que si queremos quedarnos aquí lo harán como en Europa, que nos darán todo lo que conseguiríamos en Europa. Pero si ves la realidad, esos Gobiernos, ellos ni siquiera han hecho eso para su gente… Hemos visto a la gente en el pueblo, cómo vive, así que no espero que nos den nada parecido a Europa. A este Gobierno simplemente le gusta la diplomacia, solo quieren quedar como los buenos.

Eyob quería terminar su carrera de Ingeniería Electrónica. Milion quería ser profesor y Samuel, enfermero. Estaban enfadados por estar atrapados en un sistema donde todo el mundo parecía aprovecharse de ellos: los países huéspedes, las agencias de la ONU y las ONG. “Cuando llegamos a un país, Europa firma un acuerdo con el Gobierno, le dan dinero y el Gobierno se queda algo de eso –dijo Eyob–. Somos como propiedades… Sentimos que en cada país al que vamos el gobierno se beneficia de tenernos… ACNUR, todas las organizaciones, todas están involucradas en las estrategias políticas. Por eso sufrimos tanto”. Los demás asintieron.

Los tres eritreos llevaban una cruz alrededor del cuello, bajo la camiseta. Milion talló la suya en el centro de detención con un trozo de madera de color arena. La de Samuel provenía de Eritrea; la había conservado durante esos cuatro largos años.

“Quiero tener mi propia casa, quiero privacidad”, dijo Eyob. En los centros de detención y en los almacenes de los traficantes nunca había privacidad. “Seré un hombre libre… Podemos empezar una nueva vida, es como si fuéramos a nacer de nuevo. El sufrimiento y la tortura solo nos hacen más fuertes”.

Cuando les pregunté cómo se sentían ante la posibilidad de acabar reubicados en distintos destinos a pesar de su amistad, Milion me dijo que era la maldición de ser eritreo. Había visto las reuniones de antiguos alumnos en las películas, donde los adultos

se juntan con sus compañeros de clase años después, y sabía que eso era algo que jamás viviría. Sus amigos del colegio estaban repartidos por el mundo, sus vidas se veían entorpecidas en campamentos de refugiados en expansión sin oportunidades, o sus cuerpos estaban dañados por tener las agallas de intentar alejarse de la pena que los había marcado. No echaron la cuenta de cuántos habían muerto.

No podemos fiarnos de nadie.

Pasamos horas en esa mesa de Nyamata bebiendo té y hablando. Me contaron que Albert Einstein era un refugiado, que los políticos de Occidente deberían entender que, como Einstein, ellos también podían contribuir de forma significativa a la sociedad si no se les hacía perder el tiempo y se destruía su espíritu. “La mayoría tiene la mente destrozada –dijo Milion–. Nos dan miedo las motos. Los helicópteros. Tu mente se vuelve creativa cuando te sientes a salvo”.

Nuestro destino era obtener la serenidad. En nuestro país no hay serenidad, miedo a la cárcel, nuestros hermanos y hermanas nos cuentan que en Europa hay seguridad y derechos humanos. Si tienes seguridad y derechos humanos, obtienes serenidad. Eso es lo que pienso.

Seguimos sin saber cómo conseguir paz… Es un tipo de colonización diferente.

Con rodeos, hablamos del paso del tiempo, de los años que ellos creían perdidos y de cómo recuperarse de eso. Eyob había pasado alrededor de un año en Triq al Sikka, además de las dos veces que lo mandaron a trabajar con municiones o a trabajos de construcción para las milicias. Dentro del centro de detención consiguió ver Más allá del tiempo, una película sobre la relación entre un hombre que viaja en el tiempo involuntariamente y la mujer que, enamorada (algo improbable), lo espera. De noche, bajo una manta, Eyob vio el vídeo descargado que parpadeaba en el teléfono compartido con los demás.

Milion mencionó la ecuación de E = mc2 y la hipótesis de que podrías estar moviéndote a la velocidad de la luz, precipitándote por el espacio, y tu cuerpo seguiría teniendo la misma edad mientras la Tierra avanzaba. Aunque reconoció que nunca podrías regresar al lugar del que te fuiste.

Les conté una de las leyendas con las que crecemos en Irlanda: la de Tír na nÓg. Habla de que un guerrero, Oisín, conoció a una mujer preciosa de otro mundo, Niamh, y huyó con ella a una tierra de juventud eterna. Cuando él empezó a añorar su hogar natal comenzaron los problemas. Oisín regresó a Irlanda, pero allí se dio cuenta de que todas las personas que conocía y quería habían muerto hacía cientos de años. Cuando se bajó de su caballo blanco mágico y pisó el suelo, él también envejeció rápido, condenado por su anhelo de volver a su país.

Para los refugiados, el tiempo, el hogar y la familia son temas con los que tendrán que lidiar el resto de sus vidas.

 

*    *    *

Nunca se lo dije a los eritreos, pero Nyamata, además de ser el lugar más conveniente entre Gashora y Kigali, también era el hogar de uno de los más temibles monumentos al genocidio de Ruanda. Unas cincuenta mil personas fueron enterradas aquí.

Un día, después de quedar con otra fuente, fui a visitarla sola.

Entré en lo que había sido una iglesia católica donde había tenido lugar una masacre: los asesinos lanzaron granadas antes de llegar para rematar a los supervivientes con machetes. Dentro había cajas de plástico con las ropas mohosas de los fallecidos. Había un vestido blanco de volantes de una niña pequeña extendido, como si su madre lo hubiera dejado preparado para el siguiente día de clase. En otro banco estaba la sudadera de un niño que decía “Skate actor”, con un personaje de dibujos animados. Había mantas tejidas con cariño. Los colores (rosa pastel, verde lima, azul oscuro, naranja brillante) se habían oscurecido por la podredumbre y estaban cubiertos de polvo marrón.

En la parte delantera, en el altar, había muletas que pertenecieron a personas con minusvalías junto a un montón de cuentas de rosario. Pipas, pulseras, pañuelos; todo lo vigilaba una estatua de la Virgen María con las manos unidas en una plegaria.

Una guía ruandesa, Rachel, se quedó esperando fuera y me llevó a las fosas comunes que había detrás, donde aún se veían los restos de algunas de las decenas de miles de víctimas. Me contó que la primera vez que fue allí no pudo dormir por la noche, pero que creía que era importante mantener ese lugar abierto y accesible al público. “Es reparador”, me explicó. Como nos ha demostrado la historia, también es importante recordar las atrocidades que se han cometido, porque es muy fácil que ocurran de nuevo.

 

*    *    *

En Gashora, los menores no acompañados que habían sido evacuados no se comportaban bien. Empezaron a acostarse con prostitutas ruandesas, que parecían haberse trasladado a esa zona con la esperanza de hacer negocios. A Samuel le preocupaba que contrajeran VIH u otras enfermedades de transmisión sexual. Eran chicos jóvenes muy traumatizados que habían estado años sin estudiar y era complicado razonar con ellos. “Esos jóvenes están muy tensos”, dijo.

Vivir en el campamento se volvió más complicado. Los refugiados se recordaban unos a otros que tenían el deber de comportarse para que otros potenciales evacuados que seguían sufriendo en Libia tuvieran la oportunidad de ir a Ruanda. Era agotador. Se respiraba la depresión y una sensación de inercia, cuando todos se dieron cuenta de que volvían a estar esperando indefinidamente. También creían que se estaban violando sus derechos. En los centros de detención libios los refugiados se habían organizado en “congregaciones”, en las que todos se reunían para tomar decisiones comunes y escuchar a cualquiera que quisiera opinar, pero en Ruanda estas reuniones estaban prohibidas.

Cuando la epidemia de coronavirus se extendió por Ruanda en marzo de 2020, se instauró un toque de queda. Poco después, un menor que regresaba al campamento después de la hora establecida acusó a un agente de policía veterano de haber intentado violarle. Nunca se trasladó al agente de allí, ni siquiera cuando las autoridades dijeron que lo estaban investigando. En las redes, la policía de Ruanda acusó al chico de mentiroso y ACNUR declaró a los medios que los refugiados protestaban contra las restricciones de la pandemia, y no por la falta de respuesta tras la acusación de intento de violación.[31] Cuando, más tarde, informé sobre estas protestas en un periódico británico, la portavoz del Gobierno de Ruanda Yolande Makolo me acusó de escribir “porno de refugiados” en unas declaraciones que publicó el periódico afín The New Times.[32] “No [hay] puta justicia en esta sociedad –se lamentó una persona que había visto al menor angustiado la noche del supuesto ataque–. Quieren acallar por completo nuestras voces. Ocultarán este incidente y no podremos hacer nada al respecto, porque somos refugiados”.

 

*    *    *

Todavía pasarían casi dos años antes de que Samuel fuera trasladado a Canadá. Para entonces, Eyob ya había llegado a Noruega y Milion a Suecia, donde empezó a escribir un libro sobre su larga lucha por escapar de una dictadura, sobrevivir a los centros de detención de Libia y encontrar la serenidad. Eran afortunados, porque muchos de sus amigos aún no tenían un país asignado. La estancia en Ruanda se convirtió en otro limbo, otro purgatorio.

 

Estos fragmentos pertenecen al libro que, con traducción de Lidia Pelayo Alonso, ha publicado la editorial Capitán Swing.

Notas:

[1] ‘El apoyo a la gestión integrada de fronteras y migración en Libia’ de la Ficha de Acción T05-EUTF-NOA-LY-04 para la primera fase era de 46,3 millones de euros: Unión Europea, ‘Action fiche of the EU Trust Fund to be used for the decisions of the Operational Committee’, anexo IV del acuerdo que establece el Fondo Fiduciario de Emergencia de la Unión Europea para la estabilidad y el trato de las causas originales de la migración irregular y las personas desplazadas en África y sus normas internas, p. 1, y T05-EUTF-NOA-LY-07 para la segunda fase. En 2020, la segunda fase se estructuró de nuevo y se revisó para pasar de 15 millones a 45 millones de euros (este dato fue confirmado a la autora por un portavoz de la UE: Unión Europea, ‘Acuerdo: Fondo Fiduciario de Emergencia de la Unión Europea para la estabilidad y el trato de las causas originales de la migración irregular y las personas desplazadas en África y sus normas internas’).

[2] Sally Hayden, publicación en Twitter, 27 de Agosto de 2018, 14:31h, https://twitter. com/sallyhayd/status/1034070998734331904.

[3] Nicola Bellomo, publicación en Twitter, 27 de abril de 2021, 7:36h, https://twit- ter.com/nicolabellomo/status/1386932311208480768.

[4] ACNUR, ‘Niger: Emergency Transit Mechanism (ETM)’, 2019, consultado el 18 de agosto de 2021, https://reporting.unhcr.org/sites/default/files/UNHCR%20 Niger%20ETM%20Factsheet%20-%20December%202019.pdf.

[5] Arnold Bergstraesser Institute(ABI), ‘The political economy of migration governance in Niger’, de Leonie Jegen, financiado por la Fundación Mercator, Friburgo, 2019, p. 35, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.medam-migration.eu/ fileadmin/Dateiverwaltung/MEDAM-Webseite/Publications/Research_Papers/WA- MiG_country_reports/WAMiG_Niger_country_report/WAMiG_Niger_country_ report.pdf; Delphine Rodrik, «Evacuated from Libya, “indefinite transit” is keeping refugees stuck in limbo», New Arab, 30 de abril de 2021, consultado el 18 de agosto de 2021, https://english.alaraby.co.uk/english/comment/2021/4/29/how-indefinite- transit-is-keeping-refugees-stuck-in-limbo.

[6] Más información sobre el genocidio de Ruanda en: Romeo Dallaire, Shake hands with the devil: The failure of humanity in Rwanda, Arrow, 2005; Mahmood Mamdani, When victims become killers: Colonialism, nativism, and the genocide in Rwanda, Nueva Jersey: Princeton University Press, 2001; Philip Gourevitch, Queremos informarle de que mañana seremos asesinados junto con nuestra familia, Debate, 2009, trad. de María Asunción Osés Serdá; Jean Hatzfeld, Una temporada de machetes, Anagrama, 2006, trad. de María Teresa Gallego Urrutia.

[7] ‘Rwanda agrees to take in hundreds of refugees stuck in Libya’, Al Jazeera, 10 de septiembre de 2019, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.aljazeera.com/ news/2019/9/10/rwanda-agrees-to-take-in-hundreds-of-refugees-stuck-in-libya.

[8] ‘Rwanda offers to host African migrants stranded in Libya’, The New York Times, 23 de noviembre de 2017, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www. nytimes.com/2017/11/23/world/africa/rwanda-libya-migrants.html.

[9] Ivan G. Mugisha y Allan Olingo, ‘Rwanda offers migrants stuck in Libya, Niger a safe haven’, East African News, 10 de agosto de 2019, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.theeastafrican.co.ke/news/ea/Rwanda-offers-migrants-stuck-in- libya-niger-a-safe-haven/4552908-5230986-dyvo6vz/index.html.

[10] ‘Joint statement: Government of Rwanda, UNHCR and African Union agree to evacuate refugees out of Libya’, ACNUR, última modificación el 10 de septiembre de 2019, https://www.unhcr.org/uk/news/press/2019/9/5d5d1c9a4/joint-statement- government-rwanda-unhcr-african-union-agree-evacuate-refugees.html.

[11] ‘Rwanda: the EU provides €10.3 million for life-saving refugee support measures’, Comisión Europea, última modificación el 19 de noviembre de 2019, https:// ec.europa.eu/commission/presscorner/detail/en/ip_19_6301.

[12] Andrew Green, ‘Inside Israel’s secret program to get rid of African refugees’, Foreign Policy, 27 de junio de 2017, consultado el 18 de agosto de 2021, https://foreign- policy.com/2017/06/27/inside-israels-secret-program-to-get-rid-of-african_refugees_ uganda_rwanda/.

[13]  Cifras del Banco Mundial, consultado el 30 de agosto de 2021, https://data. worldbank.org/indicator/NY.GDP.PCAP.CD?locations=KM.

[14]  Atossa Araxia Abrahamian, The cosmopolites: The coming of the global citizen, Columbia Global Reports, 2015.

[15]  Yaara Bou Melhem y Helen Davidson, ‘From Nauru to limbo: the anguish of Australia’s last asylum seeker in Cambodia’, The Guardian, 28 de diciembre de 2019, https://www.theguardian.com/australia-news/2019/dec/29/from-nauru-to-limbo-the- anguish-of-australias-last-asylum-seeker-in-cambodia.

[16]  ‘First group of vulnerable refugees evacuated from Libya to Rwanda’, ACNUR, última modificación 27 de septiembre de 2019, https://www.unhcr.org/uk/ news/briefing/2019/9/5d8dc6e64/first-group-vulnerable-refugees-evacuated-libya- rwanda.html.

[17]  ‘Rwanda’, ACNUR, consultado el 18 de agosto de 2021, https://reporting. unhcr.org/node/12530?y=2019#year.

[18]  ‘President Kagame addresses 74th UN General Assembly—General Debate| New York, 24 September 2019’, Paul Kagame, última modificación el 24 de septiembre de 2019, https://www.paulkagame.com/president-kagame-addresses-74th-un- general-assembly-general-debate-new-york-24-september-2019/.

[19]  ‘First group of vulnerable refugees evacuated from Libya to Rwanda’, ACNUR, última modificación el 27 de septiembre de 2019, https://www.unhcr.org/news/briefing/ 2019/9/5d8dc6e64/first-group-vulnerable-refugees-evacuated-libya-rwanda.html.

[20] ACNUR, «UNHCR update: Libya 11 October 2019», 2019, consultado el 18 de agosto de 2021, https://reliefweb.int/sites/reliefweb.int/files/resources/UNHCR%20 Libya%20Update%2011%20October_2019.pdf.

[21] Richard Morgan, ‘Rwanda is bringing tech buzz to Africa’, Fortune, 30 de diciembre de 2019, consultado el 18 de agosto de 2021, https://fortune.com/2019/12/30/ rwanda-kigali-tech-africa/.

[22] Sally Hayden, ‘Rwanda remembers: «Itsimplyshouldneverhavehappened»’, The Irish Times, 8 de abril de 2014, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www. irishtimes.com/news/world/africa/rwanda-remembers-it-simply-should-never-have- happened-1.1753505.

[23] ‘World press freedom index 2014’, Reporteros Sin Fronteras, consultado el 1 de septiembre de 2021, https://rsf.org/en/node/79154.

[24] ‘Radio station manager missing since genocide anniversary event’, Reporteros Sin Fronteras, 9 de abril de 2014, consultado el 18 de agosto de 2021, https://rsf. org/en/news/radio-station-manager-missing-genocide-anniversary-event.

[25] ‘Kizito Mihigo: The Rwandan gospel singer who died in a police cell’, BBC News, 29 de febrero de 2020, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.bbc. com/news/world-africa-51667168; ‘Rwanda’s Kizito Mihigo and Cassien Ntamuhanga arrested’, BBC News, 14 de abril de 2014, https://www.bbc.com/news/world-africa- 27028206.

[26] Véase: Michela Wrong, Do not disturb: The story of a political murder and an African regime gone bad, Nueva York: Public Affairs, 2021.

[27] Robert Booth, ‘Does this picture make you think of Rwanda?’, TheGuardian, 3 de agosto de 2010, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.theguardian. com/media/2010/aug/03/london-pr-rwanda-saudi-arabia.

[28] Véase: Andrea Purdeková, ‘Even if I am no there, there are so many eyes: Surveilance and state reach in Rwanda’, The Journal of Modern African Studies 49, n.o 3 , 2011, pp. 475-497, consultado el 18 de agosto de 2021, http://www.jstor.org/stable/23018902.

[29] Véase: ‘Libya:Alarming rates of malnutrition and inhumane conditions in Tripoli detention centre’, Médicos Sin Fronteras (MSF), última modificación el 20 de marzo de 2019, https://www.msf.org/alarming-rates-malnutrition-and-inhumane-conditions- tripoli-detention-centre-libya; Mario Malie, ‘As a refugee in one of Libya’s dangerous detention centres, I know what it feels like when the world leaves you behind’, Independent, 15 de julio de 2019, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.independent. co.uk/voices/libya-strike-refugee-unhcr-tripoli-triq-al-sikka-italy-a9004961.html.

[30] Vincent Cochetel, publicación en Twitter, 27 de noviembre de 2019, 11:20 h, https://twitter.com/cochetel/status/1199649233726558208.

[31] Policía Nacional  de Ruanda, publicación enTwitter, 18 de abril de 2020,12:13h, consultado el 1 de septiembre de 2021, https://twitter.com/Rwandapolice/status/125 1287660070666246?s=20; ‘Refugees protest under coronavirus lockdown in Rwanda’, Associated Press a través de Voice of America, 17 de abril de 2020, consultado el 30 de agosto de 2021, https://www.voanews.com/covid-19-pandemic/refugees-protest- under-coronavirus-lockdown-rwanda.

[32] Sally Hayden, ‘Rwandan police chief accused of sexual assault of children fugee at UN centre’, The Guardian, 27 de abril de 2020, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.theguardian.com/global-development/2020/apr/27/rwandan-police-chief- accused-of-sexual-assault-of-child-refugee-at-un-centre; Albert Rudatsimburwa, ‘The Guardian feeds its readers with refugee porn’, The New Times, 1 de mayo de 2020, consultado el 18 de agosto de 2021, https://www.newtimes.co.rw/news/guardian- feeds-its-readers-refugee-porn.

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