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La muerte en directo. Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista

Es todo un invento. Quiero decir que tener un cuerpo en el mundo no es tener un cuerpo de verdad: es tener un cuerpo en la historia.

“¡Todo es heurístico!”, sería mi versión del Eclesiastés. Aplicamos herramienta sobre herramienta. Nada es seguro excepto lo que se encuentra entre nosotros y lo que necesitamos conocer: invención, apariencia, filtros de Instagram, formularios farragosos. Creamos estructuras en nuestra mente para entender el mundo y, aun así, nunca llegamos a hacerlo del todo.
El 14 de febrero del año 170 d. C., Arístides soñó que estaba en su ciudad natal, Esmirna, “desconfiando de todo lo evidente y visible”.[1] Escribo en mi diario: “Espero no escribir nunca nada bello si lo que estoy diciendo es incierto”. Existe la condición de ser el portador de un sufrimiento deseable. Los cristianos devotos de la Europa medieval a veces besaban a los leprosos. Metían la nariz en las llagas del leproso o echaban un sueño en su cama para dejar atrás lo que llamaban “perfume”.[2]
Existe la condición de sentarse muy quieta, de moverse menos o apenas o nada en absoluto y luego, además, la del mundo que continúa moviéndose, estar en asincronía con el mundo de modo que cada día se confunde con el siguiente, luego los meses, luego los años, luego el movimiento del mundo se te va de las manos para no alcanzarlo nunca más.

Existe la condición de sentirse como una ciudad cuyo mayor interés son las ruinas.

En La muerte en directo (Death Watch, 1980), la adaptación cinematográfica de La continua Katherine Mortenhoe, Harvey Keitel interpreta a un periodista con una cámara implantada en un ojo al que se ha encargado entablar amistad con una mujer moribunda, interpretada por Romy Schneider. La película, como el libro, está ambientada en un mundo en el que morir por una enfermedad es algo tan excepcional que la vida ha perdido la belleza que antiguamente le proporcionaba el marco de la tragedia. El personaje de Keitel, Roddy, trabaja para un programa de televisión, llamado asimismo La muerte en directo, que promete a los televidentes una experiencia de inmersión en la dulzura de la muerte prematura.
El eslogan de la película: “Ella es el blanco de todas las miradas…, incluidas las de ojos que sólo la ciencia podría crear”. Como en la novela, Katherine Mortenhoe es una escritora que pasa los días introduciendo giros inesperados en un programa de ordenador que genera novelas, pero en la película no está muriendo de información: en vez de eso, está muriendo por ella. Los productores de La muerte en directo, que han estado buscando una estrella trágica ideal, la encuentran en ella, con su rostro expresivo y su apacible resiliencia. Es lo suficientemente joven para ser hermosa, lo suficientemente madura para ser sabia, lo suficientemente normal para resultar simpática, lo suficientemente extraordinaria para la televisión. Los productores saben que está muriendo antes que ella misma, empiezan a grabarla en secreto hasta cuando recibe la noticia de su enfermedad mortal. Los productores ponen su cara en las vallas publicitarias antes de haber cerrado siquiera el trato con ella para aparecer en el programa.

Sin embargo, la enigmática heroína, que ha visto su cara en una valla, cosa que no le ha hecho ninguna gracia, no tiene ningún interés en morir ante las cámaras. Se disfraza con una peluca barata y huye con sólo un vial de los analgésicos que le han prescrito en la mano. Ha aceptado el dinero del programa de televisión, pero no para sí misma: lo deja en manos de su pareja, por lo general indiferente, a quien abandona del mismo modo que hace todo en la vida, sin previo aviso. Se marcha para morir en el austero anonimato de la miseria y sufre a solas entre la multitud de los pobres.

Roddy es el único miembro del equipo del programa de televisión que Mortenhoe no tiene la menor idea de estar protagonizando todavía. Mientras la graba con la cámara en su ojo, Roddy sigue a Mortenhoe, entabla amistad con ella y viajan a Land’s End atravesando los inhóspitos paisajes de Escocia en un futuro cercano, moviéndose entre sus manifestantes de pago, sus bloques de viviendas, sus albergues para indigentes y sus casas okupas. Mortenhoe quiere privacidad. Roddy, por su parte, necesita mantener la cámara de su ojo todo el tiempo a la luz: no hacerlo significaría quedarse ciego. Incluso cuando, en una escena, se encuentra en una celda a oscuras, está autoiluminado, al haberle suplicado a su carcelero que le diera acceso a la luz. Mortenhoe evita las insinuaciones sexuales de Roddy, cinematográficamente inevitables: ésta puede ser una película sobre un hombre y una mujer juntos en la carretera, pero Mortenhoe deja bien claro que su cuerpo está demasiado ocupado muriendo para preocuparse por el deseo de Roddy. Roddy y Mortenhoe no son amantes, pero eso no quiere decir que su relación no sea erótica. Roddy necesita ver a Mortenhoe y Mortenhoe necesita evitar que la vean. No obstante, para cuando llegan a Land’s End, Roddy ha visto demasiado. Lanza su antorcha al océano y, sin ella, no sólo pierde la vista, sino que al hacerlo se convierte en un pobre desgraciado pueril. Como evidencia el filme, el misterio es algo que un mundo que adora ver no puede soportar sin entrar en crisis. La luz, en esta película, es la mentira: la oscuridad una verdad que el mundo no tolera.

Los hospitales no permiten a los enfermos dormir lo bastante para tener sueños, Después del último tratamiento de quimioterapia, los fármacos habían provocado en mi cuerpo estragos suficientes como para haber pasado de ser una paciente oncológica a ser una paciente cardiológica. Una fría noche de enero me encuentro a solas en la unidad de cuidados intensivos. Me despierto cada hora entre intrusos y pitidos, conectada a cables y tubos, helada y preocupada entre las sábanas de color blanco hospital.
Los expertos dicen que, al escribir sus Hieroi logoi, Elio Arístides hizo un texto público de remedios privados; un texto en el que es imposible separar el panegírico a un dios de la autocelebración de un mortal; una obra en la que el cuerpo y el lenguaje se enredan de tal manera que no se pueden desenmarañar en modo alguno. En uno de sus sueños, Arístides concluye que los deseos de la mayoría de la gente son los mismos que los de un cerdo (sexo, comida y sueño), pero que sus deseos son los más humanos porque lo que ansía es la palabra. En otro sueño, Arístides se topa con un templo construido en honor a Platón que lo alarma: no deberíamos construir templos en honor de los prohombres, piensa, sino que, en vez de eso, deberíamos escribir libros, porque mientras que los dioses están hechos de todo, son las personas las que están hechas de lenguaje.

Cuando los amigos de Arístides lo acusan de cumplir las prescripciones de sus sueños demasiado al pie de la letra, les recuerda que no puede elegir entre cumplir las indicaciones de los médicos y las indicaciones de un dios. Las prescripciones que Arístides lleva a cabo por lo general implican bañarse o no bañarse y una actitud promiscua ante todo tipo de masas de agua. Estas aventuras terapéuticas nunca podrían ser copiadas, puesto que el dios Asclepio las había hecho a medida para Arístides. Lo que cura a una persona a menudo mata a otra. El dios también le dio orientación profesional a través de los sueños: por consejo de Asclepio, Arístides declamaba sus discursos a los amigos que reunía en torno a su lecho de enfermo, a veces también escribía poesía lírica para que la cantara un coro de niños.

Ninguna ruta de supervivencia es nunca un camino claramente marcado.

En enero del año 170 d. C., Arístides escribió: “cada uno de nuestros días, al igual que nuestras noches, tiene una historia”.[3] Esto también vale para nuestros minutos. Medio delirando en mis pensamientos de hospital, sujeto mi aquiescencia a la terminología disponible a un gran ganso blanco y dejo que emprenda el vuelo, lejos de mí, hacia la noche estrellada, la mando lejos junto con cualquier petulancia o vanidad y mi propia crueldad, los fallos personales que pudieran agolparse en la mayor y más justificada de las iras.
Empieza a inquietarme la posibilidad de que mi cáncer no haya existido nunca, que las paranoides páginas web sobre el cáncer estén en lo cierto, que sea todo una estafa de las grandes farmacéuticas, que el bulto no fuera nada, que todo lo que me había pasado fuera una rentable ficción que podía haberse curado a base de zumo de zanahoria o bebiendo orina. En el hospital, mientras los cardiólogos tratan de demostrar o desmentir que me falla el corazón, me inquieta estar muriendo a causa de una mentira.

Cuando Roddy se queda ciego, el programa de televisión La muerte en directo se queda sin transmisión. La muerte de Katherine Mortenhoe deja de estar en antena. Es entonces cuando descubrimos que Katherine Mortenhoe en realidad no se está muriendo, o al menos no lo estaba hasta que el programa de televisión se confabuló con su médico para administrarle una medicina que recrearía la experiencia de su muerte, pastilla a pastilla.
Todo es mentira: la amistad de Roddy, la enfermedad mortal de Mortenhoe, la certeza de Roddy de que la luz prevalecerá, la certeza de Mortenhoe de haber huido a la oscuridad. Mortenhoe no se siente aliviada ante la noticia de que la han hecho creer que estaba muriendo. No se siente agradecida por una vida prolongada en el mismo mundo que la habría matado lentamente con ayuda de la medicina para regodearse en la tristeza de verla morir. Se toma todas las pastillas letales, pero no se nos muestra su muerte ni llegamos a tener nunca la seguridad de que haya muerto. Al negarnos la escena de su muerte, la película le ofrece a Mortenhoe el misterio que el mundo de ficción trataba de arrebatarle.
Dos años después de filmar La muerte en directo, Romy Schneider, la actriz que interpretó a Mortenhoe, murió de una sobredosis de pastillas en una habitación de hotel en París.

Puede que el año 1321 sea el único de la historia en el que los enfermos, infectados y desfigurados se organizaron colectivamente para tomar el poder de su mundo. O al menos eso se rumoreaba. Se creía que los leprosos lo habían estado planeando durante dos años: no sólo su sublevación, sino también el mundo que resultaría de la misma. Habían planeado quién se haría con qué y cómo. Los pozos, los manantiales y las fuentes se envenenarían con una mezcla de su orina, su sangre, cuatro hierbas diferentes y un cuerpo santificado. Toda Francia (todos los que no eran leprosos) moriría o sería leprosa. Las personas sanas que sobrevivieran a la rebelión de los leprosos y enfermaran serían ciudadanos naturalizados del reino de los enfermos.[4]
Los leprosos nunca llegaron a gobernar el mundo: el complot salió a la luz, los leprosos fueron acorralados y violentados, quemados, torturados, encarcelados. Una ola de terror se extendió por toda Europa. Pero las consecuencias de la conspiración de los leprosos no son lo que me interesa (la represión es el pan nuestro de cada día): lo que me interesa es que el sueño de una rebelión de leprosos tenga cabida en la historia.

“La enfermedad”, escribió el grupo radical alemán Colectivo Socialista de Pacientes, “se convierte en el innegable desafío de revolucionarlo todo (¡sí, todo!) por primera vez de verdad y de la forma correcta…”.[5]

Como me dijo una vez una enfermera en la sala de quimioterapia: “Hace falta un lobo para atrapar a otro lobo”.

Los cardiólogos no han llegado a ninguna conclusión sobre mi corazón. Dado que las semanas de baja no remunerada por enfermedad seria que garantiza la ley resultan insuficientes para cualquiera con un cáncer grave, que le complica la vida a los pacientes con tratamientos que duran un año o más y que los dejan al final discapacitados, no me quedan días de permiso, no para problemas cardíacos y, sin duda alguna, tampoco para todas las intervenciones quirúrgicas que están por llegar en el transcurso de mi tratamiento. Me esté muriendo o no, todavía tengo facturas que pagar, una hija que mantener, estudiantes a los que dar clase, un trabajo que conservar: tengo que ir a trabajar. Finjo un aspecto saludable con la bolsa de maquillaje que Cara me trae al hospital. El nuevo médico de turno en la unidad de cuidados intensivos entra en mi habitación. Me he alejado todo lo posible de la cama. Estoy erguida, leyendo en una silla. El médico me pregunta adónde ha ido la paciente. Llevo meses en esta movida del cáncer y estoy muy harta de la medicina y preferiría decir que la paciente ha desaparecido. En vez de eso, hago la confesión, médicamente necesaria, de que la paciente soy yo y el médico dice, confundido por la contradicción entre mi apariencia y mi historial: “Pero si no pareces enferma”.

Este médico, incapaz de conciliar mi astuto disfraz de salud con la realidad de la enfermedad, se deja convencer de que puedo recibir el alta a pesar de que los problemas por los que se me ha ingresado en la unidad de cuidados intensivos no han desaparecido. Salgo en silla de ruedas y, como ha empezado el semestre de primavera, me llevan en coche directamente desde el hospital hasta mi lugar de trabajo. Apenas puedo dar los treinta pasos que me separan de mi clase, no puedo mantenerme en pie, pero recién salida del hospital, sin aliento y con el corazón desbocado, imparto mi clase. A la mañana siguiente acudo a un cuarto cardiólogo que, nada más verme, dice, como el otro, que no tengo el aspecto de ser la persona con el corazón cuyo historial está leyendo.

Los antiguos egipcios creían que, para entrar en el inframundo, se debía pesar el corazón de la persona fallecida (para ellos, la sede de la mente y los sentimientos) con una pluma como contrapeso. El corazón da cuenta de todas las acciones de cada persona, si es buena o malvada, si ama u odia. Si el corazón del muerto pesara más que la pluma, una diosa devoradora lo estaría esperando al pie de la balanza para comérselo. Si, por el contrario, el corazón de esa persona diera testimonio de una vida tan bien vivida que el corazón pesara menos que una pluma, a esa persona se le permitiría acceder al más allá.
Una de las enfermeras de la consulta de la cirujana de mama se ha enterado de que estoy en el centro médico en una cita con el cardiólogo. Me localiza para poder administrarme
un abrazo. No sabría decir si la preocupa que me preocupe que mis problemas cardíacos me impidan completar el tratamiento (en ese momento me encuentro en las semanas entre la quimioterapia y la mastectomía) o si la preocupa que mis problemas cardíacos me impidan completar el tratamiento. Cardiología tiene que darme su aprobación para las operaciones quirúrgicas necesarias, así que vivo amarrada a un monitor portátil durante días, a la espera de un diagnóstico que los cardiólogos del hospital no pudieron darme.

Finalmente se ha solventado: mi corazón no es el problema. Son mis nervios. Los que me regulan el corazón han empezado a morir por la quimio, como se me han muerto muchos otros nervios de las manos y los pies. Se pospone la cirugía, pero no demasiado. Me prescriben que coma, que me recupere y que espere a que revivan las partes muertas de mi cuerpo. El mío es un corazón herido, pero no fallido.

Nada de lo que he escrito aquí es para los sanos e intactos y, si lo hubiera sido, no lo habría escrito jamás. Cualquiera que no esté enfermo en este momento ha estado enfermo alguna vez o lo estará pronto. Sueño, en posiciones minuciosamente desaprovechadas, con lagos y escaleras que no puedo subir, con un libro titulado Una nunca sabe y probablemente nunca lo sabrá. Su contenido es el valor de cada vida.
Sé que todo ha sido confuso, o al menos lo fue para mí, pero se trata de la misma confusión que cuando estoy segura de que todo bicho viviente sabe exactamente lo que quiero decir cuando describo el sentirme como una serpiente en el claroscuro del camino que resulta no ser, tras examinarla mejor, más que la piel que ha mudado una serpiente.
Ver una serpiente también es pensar en la manera en que una serpiente se desnuda de su piel, la manera en que restriega su piel contra algo duro para que la piel empiece a soltarse y también la manera en que la serpiente debe generar suficiente piel nueva para poder dejar atrás la vieja. Ver una serpiente es pensar en la manera en que se le velan los ojos a la serpiente y en que tal vez no pueda ver durante un rato porque ahí está, echando piel nueva, deshaciéndose de la vieja, perdida en el proceso de convertirse en otra cosa. Decido que la cuestión planteada en este libro es: “¿Vas a ser la serpiente o vas a ser la piel desechada por la serpiente?”.

De la misma forma que nadie nace fuera de la historia, nadie muere de muerte natural. La muerte nunca descansa, es universal y no lo es. Se distribuye de forma desproporcionada, llega con el ataque de un dron y con pistolas y a manos de los maridos, viaja a las diminutas espaldas de los microbios que proliferan en los hospitales, circula en las tormentas generadas por el nuevo clima capitalista, te alcanza con un susurro de radiación que ordena la mutación de una célula. Le importa quiénes somos y no le importa. Una ardilla que ha muerto, indemne, sin motivo aparente, ha quedado encajada en la raíz de un árbol cerca de mi apartamento. Como cualquier criatura mortal, no debería apegarme demasiado a la vida. Escribí en mi diario: “En el choque de civilizaciones (los vivos contra los muertos) sé de qué lado estoy”, sin especificar en ningún momento cuál.

 

Este fragmento es el último capítulo del libro Desmorir. Una reflexión sobre la enfermedad en un mundo capitalista que, con traducción de Patricia Gonzalo de Jesús, ha publicado la editorial Sexto Piso.

Notas:

[1] Arístides (1969).
[2] C. Peyroux (2000), ‘The Leper’s Kiss’ en Monks & Nuns, Saints & Outcasts: Religion in Medieval Society: Essays in Honor of Lester K. Little, Cornell University Press.
[3] Arístides (1969).
[4] C. Ginzburg (2004), Ecstasies: Deciphering the Witches’ Sabbath, University of Chicago Press.
[5] SPK (Colectivo Socialista de Pacientes, 1993), Turn Illness into a Weapon:
For Agitation, KRRIM [hay edición en español: Hacer de la enfermedad un arma, PF/SPK, 1997].

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