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ArpaLas reinas del mar. Memorias de una vida aventurera

Las reinas del mar. Memorias de una vida aventurera

Quiero dedicar este libro a Violeta, mi topolina, que me acompañó con sus juegos y sus vestidos bonitos en las largas jornadas de navegación de este libro. Acuérdate siempre de que sabes jugar, y de que la tormenta es una fiesta de las luces, los perfumes de la tierra y los colores que bailan para formar el arcoíris.

Y a María Rosa, este viaje que prosigo en pura rutina hacia auroras que fueron un premio y una fiesta con ella y para ella, y volverán a serlo cuando el mar vuelva a reunirnos. Muchas veces tuve la impresión de que era éste mi último libro y, cuando le leía algunas páginas, sentía una sensación extraña y necesitaba mirar sus ojos y sentir el calor de su mano. Debo comprender que se me adelantó en su viaje de libertad y ahora –sin su voz– navego hacia la lejana isla donde estamos citados. Tengo clara su luz, aunque hoy las nubes me parecen páginas aburridas, y cuento las horas para que amanezcan de nuevo en otro viaje los días en que yo le cantaba al sol y bailaban las olas para acompañarnos. Se reía cuando le cambiaba el nombre en mis novelas y la escondía tras los disfraces de mis personajes, dándole mis vidas y mis aventuras, llevándola a paisajes y lugares fantásticos, presentándole a mis poetas muertos y a mis amigos inmortales, y llamándola, según la hora, Marita, Tatiana, Soraya (en mis novelas africanas fue la sultana de los ojos de fuego) o Sarah (I’ll be loving you always, with a love that’s true always). Fue todo, también mi “bimba de gli occhi pieni di malia” en los mil escenarios que vivimos y que yo le llenaba de decorados y le amueblaba, muchas veces en la dificultad económica o en la incertidumbre de los teatros donde dejamos la vida los actores que trabajamos juntos, enamorados y cómplices, interpretando las novelas, comedias y tragedias que la gente buena comparte y hace suyas, quizá porque el juego de las máscaras es la verdad más oculta y difícil de entender de la vida.

 

Huyendo de Ítaca

Hay dos razones importantes para que uno no quiera levantarse: estar deprimido o haber pasado una noche inolvidable. Aquella mañana no me sentía en absoluto deprimido, pero de buen grado me hubiese quedado en la cama, dejándome acariciar por el sol que entraba por las ventanas del camarote.

Medio en sueños alargué la mano para abrazar a Sarah y, al buscar su cuerpo, sólo encontré los reflejos del mar que dibujaban ondas en las sábanas vacías. Me había despertado al sentir unos tímidos golpes, y pensé que el mayordomo nos traía el desayuno. Pero era Sarah, que había salido del baño con el halo de espumas, aceites y vapores perfumados que parecían acompañarla como el oro a las estrellas.

Sentada frente al tocador, con las piernas cruzadas en una postura insinuante –estudiadamente descuidada–, había terminado de peinarse y de cepillar sus cabellos. Comenzó a pintarse los labios. No puedo olvidar aquel rojo de fuego del Revlon Fire and Ice (un carmín de labios que estaba de moda en los años sesenta), pues va unido al brillo de miel y al perfume que dejó en la primera copa de champagne que compartimos.

Cuando se maquillaba, aplicaba sobre su piel clara el color y las sombras y, con arte de miniaturista, difuminaba las luces. Dejaba secar un poco el brillo en los pómulos, suavizaba los fondos mates y, después de perfilar cuidadosamente el carmín en su boca, movía los labios con un gesto voluptuoso, como si rompiese un beso en el aire.

Fire and Ice es mi recuerdo de aquellos días de mar y de champagne. Una historia que había comenzado como un aria romántica con el frío cristal de una copa y una mancha escarlata de carmín. Y, a la media noche, la pasión de sus labios: un diamante en un brasero encendido.

Nuestro camarote en el Queen Mary olía intensamente a rosas. Era el perfume de Sarah. Me incorporé sobre la almohada, espié sus movimientos, y vi cómo perfilaba cuidadosamente la línea del carmín. Me gustaba ver cómo fruncía los labios –pues sé bien que una mujer coqueta se ama también en su reflejo y en sus fotografías–, y creo que ella nunca pudo sospechar cuántas veces robé en el aire esos besos de su boca, antes de que llegasen a la luna plateada del espejo o a la lente de mi cámara.

Había en la atmósfera algo más intenso –embrujador y misterioso– que me recordaba el olor de un bungalow en Darjeeling, en los días de nuestra luna de miel. Lo llamábamos siempre bungalow porque nos parecía así más recoleto y romántico, aunque por sus dimensiones era un viejo palacete de época colonial. Cerré los ojos y me vinieron al ensueño del despertar las imágenes del pasado: la lluvia del monzón que inundaba los patios, y el calor agobiante que entraba por las ventanas y estremecía las cortinas, mientras el viento agitaba las banderas de la plegaria. Las pinturas de los dioses hindúes que decoraban mi despacho parecían llorar con la humedad de los muros antiguos. Los pájaros de Sarah cantaban en las jaulas de las largas galerías. Y las maderas y bastidores de las ventanas, con sus arcos lobulados, sus arabescos y celosías con tallas arcaicas, despedían un olor de incienso y cuento oriental.

Abrí de nuevo los ojos para volver a la realidad. No estábamos en nuestra casa de Darjeeling. Hacía ya más de dos años que aquel bungalow mágico –verdadero palacio encantado y lleno de recuerdos– no nos pertenecía. Las plantaciones de té habían sido expropiadas por el gobierno indio, y las viejas propiedades coloniales de la familia de Sarah se habían convertido en residencias gubernamentales y oficiales de aquel país libre e independiente.

En la mesita de noche cogí el libro que estaba leyendo. Era un viejo manuscrito encuadernado en piel. Commodore Edward C. Melbourne’s Log Journal (‘Diario de bitácora del comodoro Edward C. Melbourne’), se leía en la cubierta con letras doradas que imitaban un poco la barroca tipografía india. Este tesoro contenía los diarios de navegación y de viaje de un tío de Sarah que había sido capitán mercante desde 1910, en los años heroicos de la Marina. Y su descubrimiento –lo hallé por azar en un desván de nuestra casa de Darjeeling– me inspiró este libro que ahora escribo. En sus páginas encontré las historias de los barcos más famosos, especialmente del Carpathia, del Titanic, del Queen Mary, del Andrea Doria, y de tantos otros donde él había navegado y cuya historia conocía de primera mano. Porque el Comodoro, como lo llamábamos en familia, tuvo la rara suerte de estar presente en la tragedia y en el salvamento de los náufragos del Titanic, y había vivido mil aventuras en la mar.

—Nunca he sabido –me preguntó Sarah– qué diferencia hay en la Marina mercante entre capitán, comandante y comodoro.

Era uno de los muchos detalles náuticos que explicaba perfectamente Edward C. Melbourne en su diario de bitácora:

 

“Las responsabilidades de un barco se dividen en tres departamentos: puente, máquinas y sobrecargo. ‘Capitán’ es el término jurídico que designa nuestro empleo en la Marina, cuando obtenemos el título que nos capacita para gobernar y mandar un barco. ‘Comandante’ se dice del capitán que toma el mando de un navío o de un grupo de navíos, y por eso los dos términos pueden considerarse sinónimos. Y el título honorífico de ‘comodoro’ suele atribuirse al capitán con más años de servicio o que está al mando del barco insignia de una compañía”.

 

Mientras hojeaba el manuscrito, pensando en el libro que quería escribir sobre las “reinas del mar”, se oyó en el altavoz el parte del comandante: navegábamos a la altura de Ponta Delgada con el mar en calma y una temperatura de diecinueve grados centígrados. Era la brisa suave del Atlántico la que agitaba las cortinas por barlovento. El aroma de sándalo y maderas orientales no venía de tierra, sino del perfume de Sarah. Yo mismo le había pedido al perfumista que añadiera un sutil toque de incienso a las rosas. Es una nota dulce de fondo que aporta ensueño a los perfumes florales de Oriente, como la maravilla que creó Laroche en J’ai Osé uniendo el jazmín, los aceites cítricos y las maderas. Fue mi homenaje a la pasión de fuego y brasas que nos había unido, y era también un recuerdo de nuestra luna de miel en las montañas de Bengala, en un nido de águilas frente al Himalaya donde sus antepasados tuvieron su residencia y sus plantaciones.

Nunca quise llegar a Ítaca, porque me he pasado la vida huyendo de ella. Escapar fue el estímulo y el horizonte de mi existencia: salvarme de la tribu, de los caciques y costumbres locales, y de todo eso que llaman “dulce hogar”. Lo mejor de la vida es el camino y, si queremos que el viaje sea maravilloso, debemos navegar mar adentro y no andar con prisa.

Quizá debo comenzar explicando que mi vida de escritor ha sido bastante aventurera, más divertida y laboriosa que segura, y mucho más arriesgada y tormentosa que rentable. Tampoco es raro, si pensamos que el oficio de escribir es quehacer de horizonte y quesoñar de cielo, como lo son las navegaciones. En principio pensé escribir este libro como un “diario de a bordo”, y deseché la idea cuando comprendí que, a mis años, ya los días se me hacen apretados y cortos para un diario. Sé que no volveré a Ítaca, y que venceré en mi empeño por huir de ella. Moriré feliz al no dejar herencias ni rencores en mi epopeya y, sin embargo, siento el resquemor de que no me queden ya alientos para acabar estas páginas noveladas de mis memorias. Sé bien que escribo un libro que parece de memorias y podría ser también de presentimientos. Hay muchos nombres cambiados, muchos escenarios y, al final, el recuerdo de un muelle largo con un barco que está muy lejos.

Cuando evoco los mejores días de mi juventud me veo a bordo de un barco. Me vienen a la memoria los instantes mágicos de la arribada a los puertos. Siempre asomado a la borda, en la bruma ligera del amanecer, sintiendo en la frente el helado rocío de la mañana y con los labios cubiertos de sal. Guardo junto a mi mesita de noche las novelas de Emilio Salgari, de Robert Stevenson, de Julio Verne y de Jack London que leía en mi juventud, y que todavía acompañan mis sueños: voces de hombres y mujeres que narran historias. Conservo las memorias y relatos de aventuras que escribí en mis viajes por África y recuerdo bien los amaneceres en las misiones de Costa de Marfil cuando iba a buscar a los niños bajo la lluvia para vacunarles o para enseñarles a leer y a escribir. Puedo rememorar con detalle mis vuelos sobre el Zambeze y novelé con fantasía romántica en mis años jóvenes las batallas que libramos con mi compañero Theo Odendaal combatiendo al miserable Sultán de los Esclavos, cuando destruimos su maldito mercado negrero y liberamos a sus víctimas y prisioneros. Perdí la cuenta de cuántas páginas escribí con los diarios de mis travesías por todos los mares, pero me emociono al evocar las noches de copal y luna en las pirámides mayas, los ojos de leopardo de Soraya –la mujer más bella y feroz de la selva–, y los campamentos a orillas de un río en Tanzania donde al llegar la noche oía el lamento de los animales que luchaban y se devoraban entre ellos, acechándose en los lamederos de sal; sueños y ensueños de literatura y vida que se funden ya con mis libros y mis lecturas de infancia; días de lluvia en islas lejanas donde mis barcos cargaban especias orientales, y hermosas naves en las que bailé cien temporales en los fríos paralelos del sur, entre los vientos rugientes y aulladores que aterrorizaron a Magallanes en el siglo XVI. Leyendo la Relación del primer viaje alrededor del mundo, como la escribió Antonio de Pigafetta, aprendí a salvar los pasajes angostos de la vida, encontré pasos en las esquinas, ensenadas en los estrechos, y vados en los ríos. Descubrí islas donde soplan vientos bramadores en las horas de oscuridad. Igual que los días cortos de octubre en la Antártida –noches de tres horas no más– fueron muchos momentos de mi vida, hasta que la mañana se abría paso en las tinieblas, iluminando un rosario de islas que bauticé en mis mapas y en mis relaciones como islas de la Virgen María o del Espíritu Santo, con nombres de descubrimiento o de revelación. Mi padre recibía unos boletines de la Unesco –me parece recordar que procedían de esta institución–donde se ofertaban empleos en los países más exóticos y alejados. No sé cuántas cartas escribí para que me aceptasen en Gabón, en Tahití, en Saigón y en todos los pueblos y aldeas donde soñaba con ser empleado, maestro o misionero. Nunca sentí envidia de un triunfo ajeno, porque bastante tuve con mis horizontes y los retos casi imposibles de mis anhelos. Mis sueños me llevaban a viajar, a aprender cosas difíciles, a vivir aventuras, a descubrir mundos radiantes, a buscarme un hueco en escenarios interesantes y a trabajar en mil teatros, representando a personajes valientes que desempeñaban trabajos sin futuro, y bregaban en mil tareas esforzadas, desprendidas y libres.

En cuadernos de colegio ya muy otoñados y amarillentos conservo los dibujos que hice de los grandes transatlánticos de mi tiempo y los diarios que escribía cuando viajaba en ellos, acompañado todavía por mis padres. Mi juego preferido era inventar islas, poblarlas de gentes muy diversas, crearles una vegetación y animales exóticos, construir una espléndida capital dibujando sus palacios, jardines, casas y fábricas, y detallar su geografía: arrecifes, acantilados, radas, golfos y puertos. Luego fundaba una compañía naviera, ideaba los barcos más bellos y comenzaba a jugar, a comerciar –y a veces a combatir en guerras y conflictos– con un compañero que se inventaba un país enemigo para competir con mis fantasías. Sé reconocer todas las “reinas del mar” en las que he viajado. Las observé tan detalladamente que aprendí a identificar sus siluetas, el número y el color de sus chimeneas, el dibujo de las anclas en los escobenes, las verandas acristaladas –algunas tan bellas como las del París, las del Constitution, el France, el Cabo San Vicente, o el Galileo Galilei, la disposición de los botes salvavidas en las cubiertas superiores, sin olvidar las ventanas y los ojos de buey, la línea de su casco, la altura y la inclinación de los mástiles, los alerones del puente, la forma de la roda y el espejo, y el contorno más o menos tajado, redondo o elíptico de la popa. Sabía dibujar de memoria –con la atenta precisión con que un submarinista identifica a una presa desde el periscopio– la silueta de mis “reinas del mar”: fina y elegante en el President Cleveland, sólida y poderosa en el Aragon, majestuosa en el Queen Mary, ligera y marinera en el Atlantis y en el Amerikanis, alegre y blanca como una isla mediterránea en el Cabo San Vicente, y con verandas abiertas en el Arcadia y en el Himalaya, barcos construidos para las rutas en mares tropicales y cálidos.

En las hojas cuadriculadas de mis cuadernos conservo los dibujos de los camarotes que eran, en los años de mi infancia, refinados y palaciegos, pues tenían en el interior puertas de madera con pomos dorados, esculturas firmadas por buenos diseñadores, sillones de cuero capitoné y refinadas tapicerías art déco. Fueron cambiando hacia estilos funcionales y modernos desde la década de 1950 hasta nuestros días.

A quien viaja en avión le faltará siempre el olor a mar abierto que difunde la brisa en los puertos; el murmullo de la vida que llega hasta la borda en cuanto el barco enfila la costa y aproa alegremente hacia tierra. Desde un avión a gran altura no se ven los pueblos ni las casas. Cuando un barco se acerca a tierra, el viajero puede contemplar a los hombres, observar sus rasgos y estudiar sus gestos.

En mis Memorias de México dejé el relato de mis navegaciones por el Caribe, el mar de Cortés, Veracruz y Campeche, Acapulco y las costas del Pacífico. Nos asomábamos a la borda para disfrutar el calor de las húmedas noches californianas, escuchando el golpe que dan las enormes rayas cuando se lanzan fuera del agua y se dejan caer, pesadamente, sobre las olas oscuras. En casi todos mis libros hay rastros de mis viajes en barco, memorias de mar en calma, arribadas forzosas con frío viento de bora a los puertos de Istria, noches de niebla en Cornualles, encuentros alegres con manadas de ballenas en Buenaventura, amaneceres de nieve frente a la isla de Jan Mayen, mercados de flores en la isla Marigalante (¡qué nombre de galeón encallado!), y horas de tormenta en Hong Kong, cuando nuestro barco se movía como una pintura de Hokusai, en un tobogán de espuma, rizos blancos y la mar que tenía el color verdoso de las porcelanas chinas.

El olor de los pueblos y los países se percibe cuando uno se acerca lentamente por el mar, ya sea salvando las tres olas fatales de la brava costa mexicana del Pacífico o llegando con el cierzo a Veracruz; lo mismo cuando se divisa la silueta del Vesubio y las islas que escoltan la bahía de Nápoles, y también dejándose llevar por los olores de Oriente en el delta del Mekong, o cuando, guiado por el campanilleo de las boyas, se remonta el Hudson en el amanecer de Manhattan.

Fue para mí maravilloso ser profesor de culturas perdidas, viajar por el mundo para no tener que regresar a Ítaca, navegar de ceñida contra el viento huyendo de la nostalgia, vivir en un circo que recorría los pueblos del Danubio, escribir historias en las hojas que me soplaba el viento, hacer de extra en el cine, cantar en los cafés y en los barcos, y trabajar de galán romántico representando historias rosas en las fotonovelas populares que compraban las muchachas en flor, y que leían las abuelas olvidadas de Gorki. También me gusta pensar que mis historias románticas pudieron acompañar en horas solitarias a algunas hijas maltratadas que tenían miedo de no encontrar perdón en las iglesias y se confesaban a otras pobres gentes en las tabernas de Dostoievski.

No tuve otra patria que mis amores y el reino de los sueños, ni codicié más fortuna que la de vivir libre. Como pude escribí mis libros en la provincia del desamparo. No sé si se puede ser gaucho sin ganado, pero yo lo fui, porque tuve por hacienda mi libertad, y por pampa el cielo con todas sus estrellas. Para cabalgar me dio lo mismo jamelgo patrio que yegua matrera o potro cimarrón; igual altivo flete que buen pingo corredor, siempre que no fuese animalito ranchero ni tuviese querencia de hogar.

Me hice escritor en los cafés de París, de Viena y de Madrid, en los bares de Estocolmo, en las universidades y bibliotecas de Europa, en los trenes de la emigración, en las pensiones y en las casas de alquiler sin calefacción. Siento enorme desprecio y hasta resquemor por los que piensan que el mundo se divide en clases económicas y en compartimentos nacionales, tribales, ideológicos, religiosos o raciales. Aprendí tanto en los puertos como en los salones de aquellos barcos –las reinas del mar– que me acogieron y me adoptaron como a un hijo ciego de las sirenas: el último cantor sin isla que ha guardado la memoria de todos los mares en los que han navegado las balsas de los emigrantes. En esas navegaciones y en esos caminos de gitano –¡a la rueda, rueda, a la nanita, nana, deja que mi verso cante y que yo te quiera!– encontré el espíritu de luz y de libertad que es, para mí, el único destino de la vida.

Cuando era niño, un día que paseaba con mi padre por las calles de Antibes, conocí a Nikos Kazantzakis. “Quiero que conozcas al poeta griego”, me dijo mi padre. Yo le seguía siempre como un corderito, incluso cuando con mano fuerte me enseñaba a andar por caminos difíciles. Le obedecía también cuando me obligaba a dar un rodeo por un prado para que no pisase unas flores; me aleccionaba a aprender sus nombres, a dibujarlas y distinguir su perfume, aunque a veces me hubiese gustado más cortarlas en un capricho infantil, acariciarlas e incluso probar a qué sabían. Enseñar y guiar era la vocación de mi padre, y sin duda me quería con amor natural, pero me había elegido como alumno, y yo le respondía con la devoción que tiene para un discípulo la voz sagrada del maestro. Era hijo de un ingeniero alemán que había llegado a España como emigrante. Mi abuelo tenía como pasaporte la única nacionalidad que los siglos de intolerancia dejaron a los judíos: la fe en la ilustración, el conocimiento, la justicia social y la enseñanza. Nunca oí hablar a mi padre de diferencias de razas, géneros ni clases, pues esas ignominias resultaban ajenas a su carácter civilizado, a su espíritu desinteresado y valiente, y a su condición humana. Me educó en la idea de que la libertad sólo es un tesoro para quien obra y trabaja con conciencia responsable. No hay porvenir más tenebroso que el de los hombres y mujeres que –en una sociedad civilizada– menosprecian la luz de la escuela, la guía de los libros y la humildad del estudio. He realizado muchos oficios modestos para mantener mi espíritu de escritor libre, y he trabajado en condiciones muy humildes en la periferia de la literatura. He pasado muchas horas de servicio en las labores de corrector tipográfico, maquetista y director de revistas culturales que sobrevivían en la precariedad de un mercado caprichoso e incierto, sin subvenciones de ninguna clase. Recuerdo que aprovechábamos las cintas de las máquinas de escribir por uno y otro lado, hasta que no quedaba rastro de tinta y nos veíamos obligados a repasar por encima con un lápiz las páginas ilegibles. Cuando me cansaba de respirar el olor de papel carbón me asomaba a la ventana en cualquier oficina de un barrio horrendo y las nubes me parecían reinas del mar navegando en aguas azules entre islas ignotas. Siempre tuve el don sencillo de encontrar la belleza y la fábula en las páginas blancas donde la literatura nos abre espacio para escribir una versión coloreada, aderezada, distinta y desconocida de la realidad. A veces creo que el poderoso Dios de los volcanes nos dio la fantasía para que –en pequeñas palabras que él no puede pronunciar– corrigiésemos filialmente sus excesos y le relatásemos cómo es el mundo de los más pequeños. También las madres y los padres sienten admiración y asombro cuando sus hijos balbucean las primeras palabras. Tartamudos y nerviosos miran al cielo, transportados por el arrobo, hablando sólo con los ojos porque ven en la vida prodigios tan grandes que únicamente podrían nombrarse con voces que todavía ellos no conocen. Así, en esa ansia de encontrar una palabra para nombrar la luz nació la literatura.

To fós, la llamó en Grecia un poeta. Debía de parecer un loco con los ojos abiertos en el delirio, y agitaba las manos intentando atrapar las chispas en el aire blanco, porque no estaba seguro de si la palabra ajustada era ésta, o hubiese sido mejor borrar todos los demás significados y llamarle a la luz “espíritu”, “abeja” o “limón”. Quizá leukós (‘blanco’, ‘alegre’), y aún mejor en femenino leuké, porque la luz debía de ser diosa.

Aquel día en Antibes, cuando mi padre me habló del “escritor griego”, pensé que iba a presentarme a Homero, el cantor de los acantilados y las rocas, el ciego errante y sin isla que había despertado en mi corazón la idea de que los poetas no deben olvidar a Ítaca, pero han de vivir siempre huyendo, por cuanto tienen prohibido regresar a ella.

También Kazantzakis vivía exiliado lejos de su isla de Creta, la que parece una hoja de viña. Tenía mirada de miope detrás de sus gafas de pasta, y había escrito poemas épicos, historias de raptos y batallas, novelas maravillosas. El sol humeaba aquella mañana sobre las colinas de Antibes, y las sombras largas dibujaban altivas figuras de guerreros entre los cipreses, armadías de velas blancas con mujeres que descargaban ánforas de aceite, un ciego llamado Teseo que pedía limosna junto a una barca de velas negras, y muchas siluetas de barcos cóncavos en las escolleras. En el canto de las jarcias, en el mugido de las velas, y en el gemir de las amarras, el pueblo entero olía a pesca de roca, a flor de romero, a higos maduros y a odres de vino.

Tenía apenas doce años y –antes de saber qué me depararía la vida– tuve la suerte de aprender que, para escribir un poema, hay que abandonarse, como las abejas, al olor del romero. Y aprendí también que el mundo entero se encontraba en las enseñanzas de los maestros, en la compañía tierna de los libros mil veces leídos y anotados, en los recuerdos sagrados que mis padres habían recibido de mis abuelos, y ellos de sus mayores, de generación en generación, pasando por hombres y mujeres que –en el llanto y en el trabajo, pero también en la esperanza– habían sido esclavos y soñaban con la libertad y la redención. Navegando por mares lejanos y espacios de cantos y sueños podía llegar hasta un tiempo en el que vivieron las madres de manto celeste y voz suave que me habían enseñado a rezar cuando era niño: tiempo que ya ni siquiera pertenece a los libros, sino a la brisa y a los perfumes de las islas del Descubrimiento.

Ya no necesito ir a Antibes para recordar a los antepasados de Zorba, porque cuando los azores de mi nostalgia persiguen a las palomas de Creta o, cuando echo de menos los membrillos, los dátiles y las parras de uva dulce, me hago a la mar, y en un puerto lejano encuentro a Kazantzakis y al Greco –un bizantino loco que ve el cielo como un castillo donde se funden espacios y tiempos–, o me entretengo en un promontorio de Sorrento donde se dice que tuvo un amor Miguel de Cervantes, y para ahora aquel contador de historias que escribió una doliente memoria de las mofas y maltratos que los idealistas reciben en España. También en el Mediterráneo conocí a Pablo de Tarso, curioso judío converso que remendaba velas en los puertos. Me impresionó porque hablaba de un hombre nuevo con una voz que sonaba autorizada y verdadera. Un día os hablaré de este buen marino que vivió más tormentas que nadie entre Éfeso y Bríndisi. Pero, antes de empezar mi poema, dejadme que converse de viajes con Ibn Battuta y que, apoyado en la fuente grande, cante un fandango de gallardías y tercios difíciles con Ben Hani de Elvira. Permitidme que vea una mano escondida en las estrellas que han de acompañarnos por los mares de este libro.

He navegado muchas veces el Mediterráneo y guardo en la memoria el olor del romero. Debería decir “los olores del romero”, porque esta planta rebelde tiene un aroma diferente en cada monte, en cada isla y en cada puerto. El romero de Córcega huele a limón y a verbena, como una brisa de estío. Los campos de Provenza –cuando no está en flor la lavanda– huelen a alcanfor, porque allí el romero es rico en borneol. Y, en España, el romero huele a eucalipto y a resina. Cada vez que llego en barco a las costas de Cataluña sé reconocer este olor cuando el garbí de tierra sopla, mar adentro, más allá del Cap de Creus. Ahora, al hablar de mis navegaciones entre Hyères y Villefranche-sur-Mer, me viene el recuerdo de Saint-Exupéry y sus vuelos nocturnos, porque él desapareció en este mar durante un servicio de reconocimiento, cuando recibió la misión de señalar a los aliados los movimientos de las tropas alemanas. Los aviones pertenecen al cielo, pero a veces sienten la terrible llamada del mar. Antoine de Saint-Exupéry fue mi compañero de colegio: ambos estudiamos en el liceo que tenían los marianistas en Friburgo –aunque yo llegué treinta y cinco años más tarde a aquella inolvidable aula de la Villa Saint- Jean–. El olor del romero me trae su memoria. Quién sabe por qué las vidas de los niños se unen en algunas ocasiones en el vuelo de una mosca, en el bostezo de una clase de mediodía, en el satén de una página de lectura, en una lección de nombres difíciles que no pueden cantarse, o en el borboteo de una fuente que calma la sed después de un partido de fútbol en un recreo. Y ruego a quienes puedan leerme que acepten las nubes de mi memoria, porque tengo demasiados años y mezclo los perfumes en mis recuerdos, los nombres de las personas que he conocido, los cielos y las sombras de mis libros y las ciudades donde habité; confundo incluso las casas donde viví y donde –las veces que amé y fui afortunado– soñé vivir hasta el fin de mis días. Por eso hablo más de amar que de ser amado, porque tengo bastante con lo que quise, y dejo que otros juzguen o recuerden lo que pude darles, si quedó memoria en ellos.

El trigo, el olivo y la viña son las drogas de los dioses –Deméter, Atenea, Dioniso– y las plantas misteriosas que nos llevan a las mujeres y a los hombres por un mar de agonías donde nuestras barcas navegan entre la locura y la vida, entre el amor y la muerte, entre la sangre y el olvido.

Pero tenemos el romero –¿acaso no se llama rosmarinus, ‘rocío del mar’?–, que fue el regalo de bodas que nos dio Poseidón: único remedio contra la locura y el racionalismo, el perfume de los mares que nos anima a la libertad y al comercio, a la aventura y al viaje. El romero nos libra de caer en los hechizos tribales de Ítaca y en las genealogías fatales. Lo sé, lo he vivido y lo he probado. El romero bendito nos aleja de las islas donde reinan los ídolos y dioses volcánicos. El romero sagrado nos procura vientos favorables. El romero –maná de Neptuno, rocío del Mediterráneo– nos libera de los hechizos de Circe, nos protege de los monstruos y nos salva de los filtros de las diosas de ojos prudentes que castran a sus hijos.

Escribo estas páginas rodeado de los perfumes sacramentales del Mediterráneo. También me encomiendo a los santos, ante todo a san Nicolás, protector de los niños y los navegantes. Algunos impíos dicen que fue reverenciado más antiguamente como Poseidón. ¡Qué más da! La mitad de los santos que veneramos han cambiado de nombre, de origen o de sexo. Se cuenta que un tal san Josafat, que rezaba debajo de una higuera en antiguos relatos, no era otro que Buda Gautama. También hay quien sostiene que donde se rinde culto a san Demetrio se veneró primero a nuestra madre Deméter, y otros más fantasiosos pretenden haber encontrado las huellas de Artemisa –señora de los bosques y la caza– donde hoy se venera al manso y bendito mártir Artemidoro.

Éste es un libro dedicado a los mares, a sus dioses y a sus reinas. Tiene algo de música, de tormenta, de inquietud y de delirio; o sea, de literatura. Es un viaje que no lleva a Ítaca, pero por eso es también feliz, ya que sólo la odisea de la vida nos permite diferir la hora terrible de la Revelación. Y la llamo “terrible”, porque fueron muchos los que –como Empédocles, Hölderlin o Nietzsche– encontraron la locura al llegar al final. ¿Es ése el nombre oculto de Ítaca? ¿Es ésa la última aventura –el naufragio en el mar inmenso de las pasiones y del espíritu– que Poseidón reserva a los hijos protegidos de la madre Atenea?

Miro mi brazo tatuado con la señal indeleble que me he empeñado siempre en ocultar. Son cinco letras: un nombre de isla, de niña o de mujer, pues no quiero revelaros ahora mi secreto y no sé si lo adivinaréis antes de acabar este libro. El mar, la mar, la libertad, la música, el viaje,

 

Este fragmento pertenece al libro del mismo título publicado por la editorial El Acantilado.

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