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Mientras tantoPiscinita nomás

Piscinita nomás


Piscina grande de Rinconada Country Club en Lima (2022) Foto oficial del club Rinconada.

Sucedió en Lima, la horrible.

La academia de natación Aurelio Fernández-Concha era un edificio frente a la Avenida Javier Prado. Pasando la recepción había dos piscinas. Ahí, a los siete años, yo aprendí a nadar.

Para ir a la piscina olímpica había que pasar un túnel. Si hubiera sido un buen nadador, supongo que recordaría esa piscina. Pero aquella es una imagen borrosa. Sólo recuerdo la piscina de los chicos. El agua goteando desde mi ropa de baño y el olor a cloro.

Las otras piscinas de mi infancia son las de la Rinconada Country Club. Había dos: la grande, con parte honda y trampolín; y la chica, de los niños, con resbaladera. Lo único bueno de esa piscina era la resbaladera. Me acuerdo del sonido que hacía la ropa de baño cuando se deslizaba sobre el plástico, camino al agua.

También recuerdo cuando mis amigos, de nueve años, asaltaron el baño de niñas y salió Patty Chávarri desafiante, calata de la cintura para arriba, envuelta en una toalla. Se le veía hermosa.

De la piscina grande lo que mejor recuerdo es el trampolín.

Siempre había una fila de niños esperando. Uno se subía y hacía siempre el mismo sonido: taca-ta-taca-ta y pomm. La breve caminata sobre la tabla y el golpe final con los pies antes de saltar al agua.

Algunas veces buceaba y sacaba una tapa de metal del fondo de la piscina. Parecía una ficha para jugar al sapo pero diez veces más grande y pesada. Había que jalarla mientras se nadaba a la superficie. Me gustaba lanzarla al agua y mirar como se hundía, hasta posarse con lentitud sobre el fondo azul.

En mis veranos de Lima yo pasaba muchas horas en la piscina grande. La mayor parte de la tarde estaba libre, sin embargo en las mañanas, entre enero y febrero, tenía las clases de natación de los Juegos Recreativos. Detestaba las clases de natación: nadar de espalda, de pecho, estilo mariposa. Qué pereza mirar el trampolín sin poder subirse a él.

Matriculados en ese programa que iba desde muy temprano en la mañana y duraba casi todo el día, estaban los primos Vítor. Eran dos: Fernando y Giancarlo. Los Vítor odiaban la natación. Tal vez por eso un día nos fugamos hacia la zona de las parrillas.

Había que hacerlo escondiéndose de los coordinadores. Sobre todo de Humberto Jara que paseaba por el club vestido con un pantalón de buzo y un pito colgado del cuello. Si encontraba a desertores del programa, tocaba el pito de una manera escandalosa y los llevaba a su clase gritando: ¡Piscinita nomás, haragán!

En la zona de las parrillas, después de algunas horas jugando golf en miniatura y trepándonos a los paltos, como quien está aburrido y no sabe qué más hacer, uno de los primos Vítor lanzó un fósforo sobre una montaña de maleza.

Después regresamos a nuestra clase de fútbol. O fue tal vez a la clase de karate. O a la de básquet.

Me hubiera olvidado de aquel día poco memorable, si es que los jardineros de Rinconada no hubieran encontrado aquella tarde una fogata de proporciones apocalípticas en la zona de las parrillas.

Me suspendieron por una semana. Como escarmiento. A los principales acusados, los Vítor, la Directiva les aplicó un castigo ejemplar. Los suspendieron por el resto del verano.

No hubo incendio ese verano pero sí hubo una tragedia.

Recuerdo haber estado caminando una tarde, desde la piscina de niños hacia una milanesa de pollo con papas fritas que me esperaba sobre la mesa del comedor principal. Vi gente amontonada al borde de la piscina grande. Alguien dijo que un niño se había ahogado. Nunca había visto a un ahogado antes. ¿Dónde estaban los salvavidas?

(¿Había salvavidas en los años 80s en esa piscina con una parte honda de varios metros de profundidad? Es probable que no)

¿Quién era el ahogado? Recuerdo haber sentido mucha ansiedad.

Había un cerco de curiosos, autoridades, trabajadores del club y bomberos entre el ahogado y yo. Entre las piernas de los demás, bajo la sombra de una palmera, me pareció ver los pies del ahogado. Alguien me dijo que tenía nueve años. Que no era un socio sino un invitado. Que no sabía nadar. Que no sabía que una parte de la piscina tenía piso y que la otra era honda. Que en ese momento su mamá estaba jugando tenis.

Asentí y aprobé cuando escuché que se iban a tomar medidas preventivas. Todos querían evitar otra desgracia. Pensé que pondrían salvavidas y carteles por todos lados: «Cuidado. Piscina profunda». Pero no. Pronto supe el acuerdo de la Junta Directiva: era el fin de la parte honda de la piscina.

Lo hicieron en el invierno. Durante aquellos meses en que Lima es fría, gris y neblinosa.

Mientras estaba en el colegio, recordando el mejor verano de mi infancia –y mirando a Patty Chávarri con ojos distintos–echaron concreto sobre la piscina.

Semanas después anunciaron en el pizarrón de la entrada de Rinconada que el próximo verano se podría caminar de un lado al otro de la piscina grande. Que nadie más se iba a ahogar.

Y desaparecieron el trampolín.

 

 

 

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