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AcordeónRoland Freisler, juez supremo del autodenominado Tribunal del Pueblo de Alemania

Roland Freisler, juez supremo del autodenominado Tribunal del Pueblo de Alemania

Roland Freisler, 1942. Archivo Federal de Alemania. Fuente: Wikimedia Commons

No hay delito ni hay pena sin ley
No puede haber pena sin delito
Domicio Ulpiano (Tiro, 170 – Roma, 228)

P-. Doctor Weick, ¿cuál era la situación de la magistratura antes de que Hitler llegara al poder en Alemania?
R.- De total independencia.

P-.¿Podría describir los cambios jurídicos, si los hubo, tras la subida al poder del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán?
R.- Los jueces se vieron presionados por influencias ajenas a la justicia objetiva, sometidos totalmente a lo que era necesario “para la protección del país”. El cometido esencial de un juez pasó a ser la aplicación de actos contra el estado al margen de toda consideración objetiva. El derecho de apelación fue eliminado, el Tribunal Supremo fue reemplazado por tribunales especiales y populares… La justicia quedó en manos de la dictadura del partido nacional socialista.

P.- La magistratura protestó contra esas leyes que mermaban su independencia?
R.- Unos poco lo hicieron pero luego abandonaron o fueron obligados a dimitir, otros se adaptaron a la nueva situación.

P.- ¿Cree usted que la magistratura fue consciente de las consecuencias que se avecinaban?
R.- Al principio quizá no, pero después se hizo evidente para quien tuviera ojos y oídos.

P.- ¿Los jueces fueron obligados por el régimen a llevar algún distintivo?
R.- Sí, un brazalete con la esvástica.

P.- ¿Usted la llevó?
R.- No, dimití en 1935.

Vencedores y vencidos (Judgment at Nuremberg), Stanley Kramer, 1961

 

El movimiento La Rosa Blanca hizo su aparición en Múnich en junio de 1942 con los estudiantes Alexander Schmorell y Hans Scholl como resistencia al Partido Nacional Socialista Obrero Alemán. A ellos se unió Christoph Probst, estudiante de medicina. Su actividad fue la de distribuir pasquines en diversos lugares denunciando al partido nacional socialista. Los panfletos se dejaban en cabinas telefónicas, o bien se lanzaban en la universidad o se mandaban por correo a profesores y estudiantes de diferentes universidades, y ello con las buenas intenciones de citar en ellos aquella intelligentsia que consideraban había hecho grande a Alemania, desde Goethe hasta Schiller o Novalis. Dedujeron que ese pensamiento pudiese tener una mínima repercusión en la conciencia ciudadana. El error de juventud fue que no se dieron cuenta de que estaban enfrentándose a una sociedad alienada que miraba para otro lado –esa complicidad– frente a un estado totalitario sin límites… producto de las urnas.

Una mañana de febrero de 1943, Christoph Probst, Hans Scholl y su hermana Sophie lanzaron estos pasquines en la Universidad Maximilian Ludwig de Múnich. Un bedel les vio y les denunció (delató) a la Gestapo. Fueron detenidos el 18 de febrero y Probst y los hermanos Scholl fueron los primeros miembros de la Rosa Blanca en comparecer ante un tribunal, el 22 de febrero de 1943. Se les encontró culpables de alta traición. Roland Freisler, juez supremo del autodenominado Tribunal del Pueblo de Alemania, sustituto del que había sido Tribunal Supremo, les condenó a ser ejecutados en la guillotina ese mismo día. La decapitación de Probst y de los hermanos Scholl se llevó a cabo en los sótanos de la prisión de Stadelheim en el distrito de Giesing en Múnich. Probst tenía 20 años y tres hijos (!), uno de ellos de un mes, Hans 20, y Sophie, 19. Otros miembros del grupo, Alexander Schmorell, Willi Graf y Kurt Huber, fueron ahorcados aquel verano. Huber era un reconocido musicólogo, profesor en la Universidad de Berlín, y ante Freisler y sus cómplices, citó el “imperativo categórico” de Kant como justificación ética ante el nazismo. La Gestapo se llevó a Kurt Huber el 27 de marzo de 1943. Había redactado un manifiesto contra Hitler y su guerra. Su amigo Carl Orff –sin duda un amigo muy cercano, entre otras cosas Huber había colaborado con Orff en los Carmina Burana, fue a su casa el día siguiente de la detención. Clara, la esposa de Huber, le pidió que le ayudase. Orff tenía buenos contactos, era ya un músico de prestigio, Carmina Burana, su obra maestra, se había estrenado en Múnich en 1937 con gran éxito, cuatro años después de que el partido nacional socialista obrero alemán ya estuviese instalado en el poder.

Habla de todo aquello Clara Huber, de la respuesta de Orff, en el excelente documental Carl Orff: A biography (Tony Palmer, 1995). “Arrestaron a mi marido el 17 de febrero y el 3 de marzo me arrestaron a mí y a las hermanas de Kurt, Paula y Dora. Fui encarcelada por la Gestapo durante siete semanas. Mi marido fue juzgado el 20 de marzo junto a Schmorell y Graf. El 13 de julio mi marido y Schmorell fueron colgados. Graf había sido torturado durante meses para intentar conseguir que traicionara a los demás, pero no lo hizo… Lo más duro del comportamiento de Orff fue que Kurt fue arrestado un sábado, y el domingo vino Orff como a menudo lo hacía para mostrar a mi marido lo que había compuesto. Fuimos arriba, a la habitación de los niños, porque era el único lugar que tenía calefacción, y le dije que la Gestapo se había llevado a mi marido el día anterior. Me preguntó si ello tenía que ver con el grupo “La Rosa Blanca”. Le contesté que así era, y exclamó: “¡Estoy arruinado, estoy arruinado!”. Carl nunca fue un miembro de la resistencia, no era conocido como un enemigo de Hitler, nunca dijo una palabra contra él. Esperé a que dijese algo, tan solo algo para salvar a mi marido, después de todo Carl Orff era un hombre importante. Pero no dijo nada, tan solo se preocupó de él; fue muy decepcionante…”.

Clara Huber en «Carl Orff: A biography», Tony Palmer, 1995.

Tiempo después del asesinato de Huber –justicia a la carta impartida por Roland Freisler y sus compañeros de mesa–, la viuda de Huber recibió una carta de Orff pidiéndole perdón, quizá ya un poco tarde ante la dificultad de resucitar la cabeza privilegiada de Kurt Huber, el daño que produce una guillotina, una soga al cuello o un tiro en la nuca –siempre por la espalda–, es “irreparable” (David Lynch dixit), no hay manera de repararlo –en ocasiones la justicia intenta una pequeña reparación en lo posible porque la “injusticia no reparada”, es una de las buenas definiciones que se han dado al término “el mal”-. Son datos que crean una cierta incomodidad ante la audición de algunas obras musicales. Evito el tópico antisemita Wagner y sobre todo el de su compañera Cósima, hija ilegítima del gran Franz Liszt y ex esposa del compositor y aclamado pianista Hans Guido von Bülow, “aplastado” por su maestro Wagner. Más cercano, y tan solo como un ejemplo, vale Richard Strauss (de bella casa en Garmisch, también Baviera), quien, en la línea de Orff, pudo sentir el vértigo de destruir todo el esfuerzo que le había costado su perfil bajo, su silencio, su adaptación, el conocido “no molestar al régimen” para seguir componiendo… en paz, e incluso para volver a estrenar con éxito. En realidad, son muchos. Es una antigua práctica que el tiempo suele recordar, y que se mantiene en nuestros días, el silencio, la justificación siempre oportunista de un cierto mundo autodenominado “de la cultura” a las dictaduras autodenominadas “progresistas”. Se da con facilidad en sociedades amorales cuyos principios han sido derrotados y les embarga la posibilidad de participar en ello. “Humano, demasiado humano”, es un buen título.

Otros fueron más explícitos en su connivencia. Es en el recordado año 1933, cuando Martin Heidegger se afilia al partido y obtiene la cátedra de filosofía de la Universidad de Friburgo tras ser despedido de la misma su maestro Edmund Husserl por ser judío. Es en ese año cuando escribe en La esencia de la verdad: “El enemigo es aquel que supone una amenaza esencial para la existencia del pueblo y sus miembros. El enemigo no es necesariamente un enemigo exterior, y el enemigo exterior no es necesariamente el más peligroso. Incluso puede parecer que no hay ningún enemigo. La exigencia fundamental es entonces encontrar al enemigo, sacarlo a la luz o incluso crearlo para que haya ese enfrentamiento con el enemigo y que la existencia no se vuelva apática. El enemigo puede haberse injertado en la raíz más íntima de la existencia de un pueblo y oponerse a la propia esencia de este, actuando en contra de ella. Entonces la lucha es tanto más aguda, más dura, más difícil, pues solo una parte muy pequeña de la lucha consiste en los golpes mutuos. A menudo es más duro y agotador llevar al enemigo como tal y llevarlo a revelarse, evitar alimentar ilusiones sobre él, permanecer listo para atacar, cultivar, alimentar y aumentar la preparación constante e iniciar el ataque a largo plazo con el objetivo de exterminación total”.

En 1951 Heidegger, ya acomodado en su cabaña en la Selva Negra con el “aquí no ha ocurrido nada”, escribe a su amante Hannah Arendt: “A principios de enero fuimos invitados en Múnich a la representación de la Antígona de Carl Orff, es la traducción hecha por Hölderlin puesta en música. Hacía tiempo que no vivía nada igual. Asistimos a dos representaciones. Un día, entre ambas, Reinhardt habló acerca de la traducción de Hölderlin de la Antígona de Sófocles: una conferencia extraordinaria; en mi opinión, Reinhardt dio por primera vez con la llave para despejar la oscuridad de las notas de Hölderlin sobre su traducción. Orff ha conseguido remontarse a aquella simbiosis originaria de gesto, danza y palabra. A través de Hölderlin, Orff ha llegado a lo griego por su propia vía. Durante un tiempo los dioses estuvieron allí. Me hubiera gustado que lo hubieras vivido”. Es de reseñar la pasión de Martin Heidegger por la poesía de Friedrich Hölderlin.

Cuando la inteligencia norteamericana, ya en 1946, pidió pruebas a Orff de que “estaba limpio”, de que en cierto modo algo habría hecho para combatir la barbarie, Orff se encontró con que no sabía qué contestar. Él, como una gran parte de la sociedad alemana y entre ella, muchos artistas e intelectuales, no había hecho nada, ni bueno ni malo. Una prueba más del viejo asunto de que los malos no son el problema, sino los buenos a los que les gusta tocar el piano entre amigos y familiares. Cuando Stalin, el de Churchill y Roosevelt, no dejó niño vivo en cada aldea arrasada en su entrada en Alemania, el silencio se hizo de nuevo. Prokofiev siguió triunfando con Romeo y Julieta hasta su muerte, casualmente el mismo día que la del propio Stalin. Digamos de paso que Dmitri Shostakóvich o Mieczysław Weinberg hacían lo que podían. Es desmoralizadora la respuesta miserable del “no-nazificado” Orff a la aterrorizada Clara, uno de esos compositores favoritos, en mi caso su nueva puesta en página (orquestación chez Orff) del Orfeo de Claudio Monteverdi, uno de los más grandes entre los más grandes. Vale la pena ir a youtube, una grabación histórica en la que está presente la propia voz de Orff adelantando las vicisitudes de Orfeo en su bajada a los infiernos.

Tumba de Christoph Probst y los hermanos Scholl en el cementerio Perlacher Fors de Múnich

Los restos decapitados de Probst y los hermanos Scholl se encuentran en una misma tumba, en el cementerio Perlacher Fors de Múnich. Me acerqué en una tarde fría y nublada y me llevó un buen tiempo encontrarla. No había nadie. Finalmente vi a un encargado que me indicó el lugar, a una buena distancia de la entrada del cementerio. En realidad, una tumba más de las miles que se encuentran de personas que probablemente no habrían muerto de esa manera. La diferencia con otras muchas es que, ochenta años después, la tumba continúa repleta de flores. No son flores institucionales o familiares. Sin duda no soy el único que fue allí, un cierto ambiente de tumba de Jim Morrison en el cementerio Père Lachaise, si bien tan solo en cuanto a fotos y flores se refiere. El nacional-socialismo hizo posible que tras la infamia y la barbarie el recuerdo lo señale y lo marque implacable y constantemente con el dedo, el día a día contra el silencio, esa vergüenza y esa indignidad que arrastrarán ciertas comunidades: “la injusticia no reparada”. Sin duda, hay una honra en el desprecio a los olvidadizos y a los mudos, sabedora ya de lo que implica esta enfermedad moral para la dignidad de una sociedad. También la plaza de la Universidad de Múnich los recuerda. Allí siguen sus nombres, también el recuerdo de los pasquines, incluso el inclasificable Walhalla, ese templo galería de hombres y mujeres ilustres que se encuentra junto a Ratisbona, recuerda a Sophie Scholl.

Bustos de Edith Stein (izqda.) y de Sophie Scholl, con la inscripción “En memoria de todos los que resistieron valientemente a la injusticia, la violencia y el terror del Tercer Reich” (Walhalla).

También a la carmelita Edith Stein, “gaseada” en Auschwitz, y que fue “utilizado” –cuando aún no estaban estas nuevas figuras– por el Partido Nacional-Socialista Obrero Alemán. Esa fotografía de Hitler y su corte admirando –mirando– el busto de Anton Bruckner, a falta de un osario –¿quizá algo así como el de Verdún?– ante el que posar.

El caso de Roland Freisler es uno más en este ejercicio de la “justicia” estrictamente amoral. Lo dijo Ralph Waldo Emerson: “dime cual es tu secta y te diré cual es tu argumento”. A partir de ahí todo es posible. La adecuación a un régimen dictatorial suele ser normalmente acomodaticia, obtiene buenos resultados mientras dure, si bien no fue el caso de Roland Freisler, que al igual que otros muchos, fue un nazi en estado puro. Hay también una estética, tan querida por el nacional-socialismo –socialismo en general–, esa estética que, tal que como bien sabemos, no es fácilmente distinguible de la ética. Roland Freisler consiguió uno de sus mayores momentos de gloria en lo que a la exterminación ya mencionada por Heidegger se refiere, cuando logró, tras el atentado fallido contra Hitler, juzgar a siete mil presuntos implicados, condenando a muerte y ejecutando a cuatro mil novecientos ochenta. Quizá tenía el recuerdo de las purgas de su anteriormente bien conocido –¿y alabado?– Stalin: juicios amañados, delaciones, denuncias, prevención ante cualquier posible  amenaza, condenas a muerte sin pruebas… Tan solo el motor del odio, ese hijo predilecto de la envidia, esa pasión. El dato es interesante en cuanto que las malas lenguas decían que Freisler había sido anteriormente bolchevique, a partir de la extraña circunstancia de que, tras haber luchado en la Primera Guerra Mundial y ser capturado y llevado a Rusia, no volvió a Alemania hasta dos años después de su liberación. Quizá no vio mucha diferencia al volver a su país, se adaptó bien. Hitler no le quería muy cerca, desconfiaba de él. Quizá ese pasado sospechoso fue la razón por la que no llegó a ministro de Justicia, se quedó en el equivalente a secretario de Estado. Además, Freisler tenía un hermano abogado, Oswald, que no siempre parecía ejercer su trabajo con lealtad inquebrantable al partido, y quizá su suicidio tuvo algo o mucho que ver con ello.

Roland Freisler (centro) en 1944, durante uno de los juicios del «Tribunal del Pueblo de Alemania». Archivo Federal de Alemania. Fuente: Wikimedia Commons

En el juicio contra los siete mil conspiradores, altos rangos militares del ejército, los acusados fueron obligados a llevar ropa vieja, desastrados, y pantalones anchos sin cinturón para que se les cayeran durante los interrogatorios. La humillación iba unida a los gritos e insultos que profería Freisler mientras el acusado intentaba responder a sus preguntas cogiéndose los pantalones. Es un caso más entre miles, el del oficial Ulrich Wilhelm Graf Schwerin von Schwanenfeld. Durante el juicio de 1944, Freisler le gritaba tanto que los ingenieros de sonido tenían problemas con los micrófonos. Un cierto recuerdo de los micrófonos “aterrorizados” del dictador Hynkel, una escena graciosa de poca intención graciosa ideada por Chaplin. El 3 de febrero, Schwerin, que había participado en el complot del 20 de julio de 1944 para asesinar a Hitler, es arrestado, juzgado al día siguiente, condenado por Freisler a morir en la horca y ajusticiado ese mismo día en la prisión de Plötzensee en Berlín. (De nuevo youtube nos muestra hasta dónde llegaban las vejaciones de Freisler).

Roland Freisler había nacido en Celle, una pequeña y bonita ciudad de la Baja Sajonia, a escasos treinta minutos del campo de exterminio de Bergen-Belsen, lugar donde, entre otras muchas cosas, se encuentra la tumba de Ana Frank. Transcribo de la Wikipedia: “La noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 –la “noche de los cristales rotos”–, la sinagoga en Celle se salvó de la destrucción total porque habría habido un riesgo para la fábrica de cuero adyacente y otras partes del casco histórico. El 8 de abril de 1945 un bombardeo aliado fue el único ataque grave a la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente las zonas industriales y la terminal de carga ferroviaria. Un tren que transportaba cerca de cuatro mil prisioneros a Bergen-Belsen fue atacado en las inmediaciones. El ataque se cobró cientos de víctimas, pero algunos de los prisioneros lograron escapar hacia los bosques cercanos. Los guardias de las SS y ciudadanos de Celle participaron en la llamada Caza de liebres de Celle (Celler Hasenjagd). La caza tuvo lugar el 10 de abril de 1945, se cobró varios cientos de muertos y representa el capítulo más oscuro –“vergonzoso”– en la historia de Celle. El número exacto de víctimas no ha sido determinado. Varios de sus autores fueron posteriormente juzgados y condenados por este crimen de guerra –cabe recordar que en los juicios de Núremberg se evitó culpar a la ciudadanía alemana–. El 8 de abril de 1992 [¡medio siglo después!] se inauguró un memorial a las víctimas de la masacre de Celle y se plantó un haya de la especie Fagus sylvatica f. purpurea. El nombre alemán de esa especie de haya es Blutbuche, lo que significa “haya de sangre”. El 2,2% de Celle (67 casas) fue destruida en la Segunda Guerra Mundial, salvándose de una destrucción adicional al rendirse sin luchar ante el avance de las tropas aliadas el 12 de abril de 1945, de manera que el centro histórico y el palacio quedaron intactos”. Sin duda, tuvieron más suerte los “cazadores de liebres” que los de otros encantadores burgos medievales ya perfectamente “copiados” del original –no así las ciudades– y de apariencia museística.

Hay varias películas sobre el caso Scholl: La Rosa Blanca, de Michael Verhoeven (1981) y Sophie Scholl (los últimos días), de Marc Rothemund (2005), son dos de ellas. La captura, juicio y asesinato de los tres jóvenes. Son buenas películas, didácticas. Cuentan lo que ocurrió desde lo que ocurrió, una difícil tarea sin haber estado allí frente a Freisler, sin haber sido el verdugo de la guillotina. Faltan los matices de lo que pudo haber ocurrido. Así son las películas “basadas en hechos reales”. Es una representación, hacen como que la actriz sea en realidad Sophie Scholl, esa ilusión, una crónica adaptada normalmente por necesidades dramáticas. Le decía Petrarca a Bocaccio, tras apropiarse de una de sus historias: “La historia es tuya, pero las palabras son mías”. Porque quizá hay otras opciones de un cine que claramente imagina imágenes. Esa calidad de Petrarca en decir las cosas de otra manera, pudieran plantearse otras imágenes para penetrar en ciertas realidades. Se trataría de no recrear historias, digamos que entre la crónica y la fotografía “que documentan” las cosas se cuentan bien sin recurrir a la poética. Ello no implica verdad, pero al menos como ocurrieron, sin esa poética documental de Truman Capote en su A sangre fría, ese documento siempre “estetizado”, quizá fue así como ocurrieron los hechos, o en realidad fueron “tal como los cuento”. Es la manera de “cercar” la realidad lo que “expresa” la historia, lo que la proyecta, lo que la que la inyecta en la conciencia, lo que garantiza su comprensión. Me ocurre con textos como Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot, o Bajo el bosque lácteo, de Dylan Thomas. También con otras muchas “narraciones”, es una opción en mi opinión realmente adecuada, de decir lo que “de verdad se quería decir sobre ello”: los hechos existen, pero ya veremos en qué manera decimos sobre ello. Todo se puede construir incluso desde una imagen, tan solo una cámara que recorre una amplia calle de un Berlín en blanco y negro totalmente destruido. Un Roland Freisler herido de muerte, tambaleante, yendo a ninguna parte. La cámara le sigue. Va aferrado a los documentos que porta y acusan a quien hubiese sido su próximo colgado o decapitado: el teniente Fabian von Schlabrendorff, si una bomba norteamericana no hubiese desplomado el edificio del tribunal sobre su cabeza. Es la bomba que salvó la vida a Von Schlabrendorff. Ese 3 de febrero de 1945 se encontraba Freisler en Berlín, juzgándole. Le señaló que “le mandaría directo al infierno”, a lo que von Schlabrendorff le respondió: “Con gusto le permito ir delante”. Es curioso ver cómo la ideología y el odio de la secta nubla la razón incluso a hombres inteligentes como Freisler, no supo prever que ocurriría tan solo tres meses después.

Hay dos versiones sobre la muerte de Freisler. Una propone que murió bajo el derrumbe del edificio, y otra que en su huida fue abatido por metralla. Partamos de esta segunda opción para la primera escena de nuestra película: en realidad actúa como una fotografía. Una fotografía provoca infinidad de historias, como también lo hace una frase. Después ya no es complicado seguir con ello, unas imágenes llaman a otras, tan solo hay que comprender la narrativa, pensar en su lógica. Quizá hay algún primer plano de Freisler mientras corre, no parece que busque ningún refugio, simplemente no para de correr. Su rostro está fuera de sí. Recuerda al que mostraba en sus juicios. Es interesante, porque a pesar de ser un hombre de buena apariencia, su gorro de magistrado, sus grandes orejas y el que no podamos evitar saber quién fue, lo acercan a Nosferatu. De hecho, lo seguimos en un blanco y negro Murnau. Incluso una cartela en su viejo estilo, siempre poética: “El blanco es el color de la Inmaculada Concepción y el negro es el color del Pecado”, fue Goethe quien dijo que el blanco y el negro no eran colores, sí representaciones del mal. Los hechos transcurren en blanco y negro, si bien hay ciertos grises que los envuelven para que el contraste no sea tan acusado. En un momento dado entrará una cierta música, no para decorar la imagen –ese cansino maquillaje musical detestado por Andrei Tarkovski–, sino como parte funcional del texto: quizá los sonidos de Vladimír Godár con la voz y el violín de Iva Bittová –dejemos descansar por el momento a Henryk Gorecki, a Krzysztof Penderecki, a Arvo Pärt y a otros que también entendieron lo que había ocurrido, sin duda excelentes para la ocasión–. Es una suposición, pero es como si un cierto Béla Tarr hubiese cogido las riendas de la película, como si el caballo que galopaba desde Turín lo hubiese hecho por las ruinas de Berlín. Es una cámara que no cesa de caminar –es cámara en mano–, de husmear en su andar. Insiste en hacerlo, es reiterativa, también en el cementerio de Múnich, esa tarde oscura impregnada de niebla. Imágenes que generan palabras y palabras que generan imágenes. De nuevo Eliot: “Among the smoke and fog of a December afternoon You have the scene arrange itself –as it will seem to do–”. ¿Qué palabras decir, cómo decirlas, la exacta voz en off –la correcta, la importancia del tono-, esos silencios impecablemente administrados, quizá en el buen alemán de Orff, en su Orfeo? La dificultad de encontrar la tumba de Freisler en el mausoleo de la familia de su esposa Marion Russegger en el cementerio Waldfriedhof Dahlem de Berlín. Su nombre no aparece en la lápida. No hay olvido, al menos por parte de sus hijos.

Vencedores y vencidos se centra en el tercer juicio de Núremberg, llevado a cabo por Estados Unidos a diez jueces y un fiscal colaboradores del nazismo, y concretamente en la figura de uno de ellos, el denominado ficticiamente Ernst Janning. En realidad se trata de la figura de Franz Schlegelberger, un juez cuya práctica no tuvo mucho que envidiar a la de Roland Freisler, quien, sin duda, de haber vivido hubiese estado en ese banquillo. Todos ellos fueron condenados a cadena perpetua por su aplicación de las Leyes de Núremberg, leyes que la sociedad alemana en su silencio ya conocía desde 1938. Para 1950, los once magistrados ya estaban llevando una “vida normal”, todo fuera por una supuesta “reconciliación” La última escena de la película confronta a Jennigs ya en su celda (Burt Lancaster) y al juez estadounidense Dan Haywood que llevó el proceso (Spencer Tracy).

Ernst Janning: “Juez Haywood… la razón por la que le pedí que viniera: Esa gente, esos millones de personas… Nunca pensé que llegaría a esto. ¡Usted debe creerlo, debe creerlo!”.

Dan Haywood: “Herr Janning, ello llegó a esto la primera vez que condenó a muerte a un hombre que sabía que era inocente”.

 

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Carmina Burana es el título en latín de una colección de cantos de los siglos XII y XIII que se han conservado en un único códice, encontrado en 1803 por Johann Christoph von Aretin. O Fortuna es uno de los 24 cantos elegidos por Carl Orff para su personal interpretación de este códice, una adaptación musical. O Fortuna es un texto a indagar. No es alegre. La fortuna es sin duda tan cambiante como la luna. Lo bueno y lo malo no lo es. La rueda da vueltas, es de hecho la ruleta, la llamada rueda de la fortuna. Son textos, se dice que, de un latín medieval, salvaje, extraño: “O Fortuna, como la luna cambiante, siempre creciendo y decreciendo; detestable vida, primero oprimes y luego alivias a tu antojo; pobreza y poder derrites como el hielo. Destino monstruoso y vacío, tu rueda da vueltas, perverso, vano es el bienestar y siempre se disuelve en nada, sombrío y velado me mortificas a mí también; ahora por el juego traigo mi espalda desnuda para tu villanía. El Destino está contra mí en la salud y la virtud, empujado y lastrado, siempre esclavizado. A esta hora sin demora toca las cuerdas vibrantes; ¡puesto que el Destino derrota al más fuerte, llorad todos conmigo!”.

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