Suena The fireside, de Yo La Tengo
Cuando en la pasada Mostra de Venecia con motivo del estreno de Se levanta el viento (Kaze tachinu, 2013), el presidente del Ghibli Studio, Koji Hoshino, anunciaba la retirada del cine de su director, el maestro Hayao Miyazaki, la tristeza se apoderó de muchos. Ahí está el adiós definitivo de uno de los grandes cineastas contemporáneos. El responsable de títulos como Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) se retira, con todos los honores, dejándonos una filmografía llena de títulos memorables y ofreciéndonos una obra maravillosa como Se levanta el viento que se halla lejos de erigirse en una película testamentaria o de estar concebida como una síntesis de toda una trayectoria. Ausente esa afectada autoconsciencia de ser una obra de despedida, Se levanta el viento se desvincula, incluso, de algunos de los rasgos que han caracterizado el cine de Miyazaki sin por ello dejar de preservar la esencia de su mirada.
Después de ofrecernos una de sus películas más infantiles –aunque capaz de emocionar seguramente en la misma medida a niños y no tan niños-, como era Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, 2008), esa revisión del clásico cuento tradicional de “La sirenita”, Se levanta el viento se nos ofrece como una película más adulta, una obra desarrollada en un contexto histórico determinado –tres décadas previas a la II Guerra Mundial– y que narra la historia protagonizada por una figura nacional, Jirô Horikoshi, ingeniero de aviación que diseñó los modernos caza A6M, que situaron a Japón en la vanguardia militar y terminaron convirtiendo Pearl Harbour en un infierno. Curiosamente, Miyazaki, cineasta de imaginación deslumbrante, creador de mundos maravillosos, cuyas historias siempre emprenden altos vuelos, deposita sus pies, y los de sus protagonistas, en el suelo, los sujeta a la realidad, a pesar de esas imágenes oníricas que reproducen los sueños de su protagonista –donde, por cierto aparece Giovanni Caproni, pionero italiano de la aviación, mentor en la distancia de Horikoshi y que protagonizaba, transmutado en un cerdo aviador, esa obra maestra de Miyazaki que es Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992)–. Así pues, la historia de Horikoshi es la historia de un niño que persigue sus ilusiones, convierte sus sueños en realidades, mientras su país padece un terrible terremoto –espectacular la secuencia en la que se reproduce el seísmo ocurrido en Kanto en 1923– atraviesa una Gran Depresión y acaba participando en la II Guerra Mundial.
Pero los sueños muchas veces se convierten en pesadillas y la belleza de las imágenes creadas por Miyazaki, bajos su espléndido cromatismo y ese naturalismo que parece otorgar “vida” a sus dibujos, están recorridas por la amargura y la resignación. Miyazaki no convierte, desde luego, su relato en una hagiografía dedicada a convertir en hazaña lo logrado por Horikoshi, y esa postura le ha situado en el centro de la controversia. Los sectores más patrióticos de su país le han acusado de haber convertido a un héroe en un personaje perseguido por dilemas morales, atrapado entre la posibilidad de llevar a cabo sus ilusiones y ver como estas, puestas al servicio de su país, se convierten en un paisaje apocalíptico, lleno de dolor y destrucción. Miyazaki tampoco, por supuesto, responsabiliza a Horikoshi de la tragedia, sino que sabe mantenerse equidistante , lo que tampoco le han liberado de críticas por parte de los sectores más pacifistas y reacios a que se le dedique una película a Horikoshi. Despojado de cualquier elemento ideológico, aborda tan solo el único aspecto que le interesa de ese conflicto, el aspecto humano. De nuevo, Miyazaki, de forma admirable, de la misma manera que parece saber reproducir el movimiento de la hierba meciéndose cuando el viento sopla, los destellos de la luz sobre el caudal de un río, a través de la animación, a través del más artificioso de los géneros cinematográficos, desvela las complejidades de la naturaleza humana, ya sean morales o sentimentales.
Porque la historia de Horikoshi no es tan solo la de ese niño que aspira primero a volar a los mandos de un avión y después decide construirlos, sin atender tal vez a las indirectas consecuencias fatales de sus actos, sino que es además la de ese hombre que protagoniza una trágica historia de amor junto a Naoko. Una trama secundaria, dentro de este aparente biopic al uso, que es en sí misma la trama principal de un melodrama que recorre la tradición de otros maestros japoneses –de Miko Naruse a Yasujiro Ozu–. Una historia marcada por el fatal destino, que se presenta en forma de una irreversible tuberculosis, enfermedad que afecta a la esposa del protagonista –y que asoló al país nipón en la década de los 30 del siglo pasado–. Historia, pues, de amor imposible, la de Horikoshi y su esposa, quienes apenas conviven unas semanas, y que tiñe, todavía más, de tristeza y resignación la belleza de esas imágenes, como es habitual en el maestro, trazadas con lápiz, pincel y papel –después de abandonar los titubeos con la animación digital–.
El protagonista de Se levanta el viento es alguien marcado doblemente por la tragedia, la moral y la sentimental, la causada por la destrucción que han provocado los que han usado sus sueños y la que conlleva la pérdida del ser querido. Y sin embargo, si Miyazaki se aleja escrupulosamente, y con la integridad que le define, de las ideologizaciones por lo que respecta a la actividad profesional de Horikoshi, impide que los sentimentalismos afecten a la mirada con la que dibuja la relación entre su Horikoshi y Naoko. La tremenda delicadeza y el profundo respecto con el que nos cuenta Miyazaki esta historia de devoción hacia el ser querido y sublimación del amor de nuevo nos revelan a un cineasta profundamente humanista.
“Se levanta el viento. ¡Debemos intentar vivir!” es la cita de Paul Valéry que aparece al inicio de la película de Miyazaki, y que inspiró el título de la novela de Hori Tatsuo de la que parte el film. La cita no solo encierra una de las claves de la obra de Miyazaki, donde sus personajes se dejan llevar por sus sueños, y por el espíritu aventurero que perseguirlos imprime en sus vidas, a pesar de que, como aquí, terminen convertidos en monstruos, también pone de manifiesto una reflexión que lleva a convertir a Horikoshi en un trasunto del propio Miyazaki. Al citar a Valéry –y hacer que el personaje de Caproni recite los versos en una de las secuencias oníricas del filme– el cineasta rememora la figura de un artista, el poeta francés, cuya integridad ética como individual se puso de manifiesto al oponerse, como Presidente de la Academia durante la Francia ocupada, a que esta felicitara al mariscal Pétain por su encuentro con Hitler en Montoire. Hasta el momento de su muerte, apenas una semana después de la Liberación, Valéry sufrió el desprecio por parte de aquellos que se vendieron a los nazis. El compromiso y la integridad de Valéry funcionan como el reverso triunfador de la figura del artista que impone su compromiso personal al de las circunstancias históricas. Miyazaki se despide, y nos deja para la reflexión cuestiones relacionadas con cuáles son las responsabilidades del artista cuando su creación es instrumentalizada, qué tipo de compromiso debe adquirir este con su sociedad y cómo resolver la dicotomía que se establece para/con uno mismo en tanto que individuos políticos e individuos con sueños e ilusiones. Miyazaki ha sabido dibujar lo que hay en medio de esa distancia.