Se me ocurrió, asistiendo a los ensayos del Hänsel und Gretel de Humperdinck dirigido por Mariame Clément para la Opéra National de Paris, que quizás la ópera fuese aquello a lo que quería dedicar mi vida. Era la primavera de 2013. El viaje había servido para cerciorarme de muchas cosas, para adquirir algunas certezas; pero también para empezar a intuir lo poco que sabía del terreno en el que estaba a punto de meterme y para iniciar, con una mezcla de miedo y entusiasmo, el trayecto que media entre admirar o contemplar y realizar o hacer. El viaje sirvió para plantar muchas inseguridades que iban a florecer, a encorsetarme y, en último término, a hacerme estar tan poco a gusto como lo he estado con este blog en los últimos meses. De ahí el silencio.
A los periodistas nos cuesta mucho escribir en primera persona; a los traductores nos incomoda aparecer en las portadas; y a los envenenados por el teatro nos resulta casi imposible contar con fidelidad lo que ocurre de puertas adentro. El choque de estas tres facetas ha supuesto el naufragio del proyecto de escritura que era este blog en su concepción, inicialmente titulado con un sosísimo «Noche de ópera» de hechuras divulgativas.
En las entradas de estos dos años queda bastante material, bastantes anclajes para impedir que la memoria deforme lo vivido; pero también es cierto que hay muchísimas omisiones —algunas impuestas por la prudencia; otras, por pura incapacidad— que han aguado el relato que yo quería escribir. Yo quería contar qué sucede desde que alguien, en España, entrado el siglo XXI, decide dedicarse a dirigir ópera y efectivamente lo consigue.
Los motivos para hacerlo eran, son y serán los mismos que mueven el periodismo, la traducción o la dirección de escena: primero, la obsesión por documentar y mostrar lo que sucede para no olvidarlo y para que otros puedan, así, aprender de los propios errores; segundo, aprender mediante la extracción y observación de la propia experiencia; y tercero, abrir una reflexión más o menos amplia sobre la enorme y apasionante tarea que tiene por delante esta generación de directores de escena de ópera, de músicos, de técnicos y de creadores. Llamémosnos opereros. Porque a la ópera, otra vez, le toca refundarse sobre sus cimientos, en un panorama inédito para las artes: Y adeás, ¿hay renovación más difícil que la que arrastra cuatrocientos años de tradición, polémica y cambio?
Esas tres motivaciones, intuidas con el Peter Grimes de Oviedo aquí relatado, enunciadas en París y confirmadas durante estos dos últimos años eran completamente ciertas: valía la pena hablar de ópera en estos términos y valía la pena buscarle a esta cosa emocional y monstruosa un lenguaje propio, uno que solo se suele escuchar hablar en las impenetrables salas de ensayos o en la soledad de la creación.
Existen tantos relatos —musicológicos, históricos, novelescos, teóricos, místicos— sobre el hecho operístico como fascinación por parte de los espectadores. Y siempre me ha resultado muy frustrante observar que, en general, se escribe desde el patio de butacas o desde la teoría, y no desde el sudor del escenario. En el mejor de los casos, se filman documentales o se vuelcan memorias que tienen más de espectáculo en sí mismos que de transmisión de experiencias (que no de conocimientos): será porque es casi imposible reducir a una sola expresión un arte —la ópera— que contiene todas las formas de expresión conocidas.
Quizás solo haya dos relatos de carne y hueso posibles, que son el arte en sí —las obras, los compositores, los temas, etc.— y las entrañas y las tripas y los cotilleos y ese «entre bambalinas» recurrente que se suele disolver en una meta ópera (o sea, una escenificación, de puertas afuera, de lo que en realidad ocurre de puertas adentro). Pero ninguno de los dos relatos es del todo posible: el primero, porque sin entender cómo respiran, sienten y se relacionan los habitantes de este mundillo es difícil describir el trayecto de la partitura a la función; y el segundo, porque es muy difícil contar con fidelidad todo lo que sucede en un teatro, con tantas sensibilidades y puntos de vista como hay ahí reunidos.
Un primer ejercicio para conseguir contar lo que quería contar, bastante sano, fue escribir Cuestión de oficio. Unas memorias artísticas de Emilio Sagi, que fue publicado por TREA en septiembre de 2014. Allí me enfundaba en la voz de Emilio Sagi durante doscientas páginas, y creo que entre su experiencia y su voz y mis ganas por contar cómo se hace ópera llegamos al objetivo que los dos teníamos al emprenderlo: ese libro no es ni definitivo ni inamovible, pero quiero creer que sí deja un testimonio suficiente para que espectadores, estudiantes, creadores, aficionados, historiadores y, de nuevo, opereros, puedan acceder a un patrimonio que se desvanece cada vez que termina un ensayo o concluye una función. No obstante, el precio, a efectos de este blog, fue enorme, porque de tanto vivir y hablar a través de una voz que no era la mía casi me quedo atrapado en ella.
Ha pasado más de un año desde que terminó aquella experiencia. Han seguido varios meses de reflexión sobre cómo encauzar esta suerte de diario desde cierta solidez y conocimiento adquirido en el mundo de la ópera y, sobre todo, desde una liberación total de las inseguridades que atenazan al que está empezando.
No sé cuántas veces he repetido, en voz alta y en voz baja, aquel mantra de Peter Brook que dice que el director de escena no lo es cuando otros se lo dicen, sino cuando se lo dice a sí mismo y se lo cree. Esa obstinación, muy ardua, muy desagradecida a corto plazo y tan gratificante a medio y largo, ha sido crucial para que hace unos meses mi equipo y yo quedásemos semifinalistas del 8th European Opera-directing Prize, el concurso para jóvenes directores de escena auspiciado por Opera Europa, la asociación europea de teatros de ópera. De algún modo, ese reconocimiento, unido al empuje de gente a la que admiro y respeto y a cierta prosperidad profesional, han sido como confirmar todas las intuiciones: esto ya no es un salto de fe, esto se ha hecho real. Ya no tengo que repetírmelo, porque poco a poco otros lo van haciendo por mí.
Haber completado esta primera etapa de muchas, haber entrenado la escritura y haber quemado fórmulas que no funcionaban debería ser suficiente para poder transmitir lo vivido hasta ahora y moldear lo que está por venir, que es mucho, muy apasionante y sin duda vertiginoso. Debería ser suficiente para que el relato tome cuerpo: ahora, ya sé que hay un qué para contar y un cómo contarlo. Y también, y sobre todo, sé que hay un por qué.
Nos leemos los miércoles.