A mi hermano Luis Xavier
y a Juliana González-Rivera,
que lo inspiraron
Un día los tiburones decidieron establecer fronteras en el mar.
Era un martes espléndido y azul en el que los delfines jugaban, más que con las olas, con las nubes que parecían guiarles en algún viaje, y los peces voladores brillaban al sol mientras llevaban mensajes importantes de un lado a otro.
Quizá fuese alguno de estos brillos lo que le molestó a un tiburón Toro. Pasado de peso de pura glotonería –y hace falta mucha para que un tiburón engorde–, fue incapaz de alcanzar un banco de trece mil sardinas que se le escaparon haciéndole burla con un baile parecido al ondear de una bandera de plata, perfeccionado hasta el virtuosismo para deslumbrarle y humillarle. De pronto y sin aviso el tiburón Toro gruñó con voz más bien baja y rencorosa:
—Ya está bien.
Sí, así suceden las cosas. De pronto, un día reluciente de mayo, y parece que porque sí.
Entonces el tiburón Toro expuso la idea que se le venía regurgitando como una agriera en el esófago ante una asamblea de tiburones, que se puede reunir a mayor velocidad que ninguna otra: se mata a alguien, se deja que corra la sangre y la asamblea ya está formada.
—¿Fron-teras? –preguntó un tiburón Martillo–. ¿Qué es eso?
El Martillo es la especie de tiburones con coeficiente de inteligencia más bajo –en realidad es esquizofrenia pues tiene el cerebro casi partido en dos–, lo que por otra parte sería muy peligroso confundir con estupidez.
—Sirven para no dejar pasar –explicó en cinco palabras un Gran Tiburón Blanco. Una notable deferencia porque rara vez hablaba más de dos palabras al tiempo y sólo lo indispensable con especies inferiores.
—¿Que no se puede pasar? –se atrevió a insistir Martillo, medio tuerto. Había perdido la vista del ojo izquierdo por la caricia de una barracuda, en una pelea por la pierna de un pescador de perlas, y su inseguridad pesaba más aquí que su respeto al Gran Tiburón Blanco.
—Sí, trazas una raya, y dices: de aquí no se puede pasar.
—Ya veo. Una raya… ¿una raya en el mar?
—Sí, en el mar –explicó el tiburón Toro padre de la idea–. Se entiende que una raya imaginaria. Como si hubiese un arrecife de coral pero sin que lo haya.
—Ya veo –volvió a decir Martillo, que veía mal–. ¿Y para qué? ¿Con qué objeto?
—El objeto –explicó Gran Blanco– es que tú decides quién puede pasar y quién no.
Se produjo un largo silencio mientras los reunidos calibraban las posibilidades de lo dicho (sólo algunas pues las posibilidades son casi infinitas). Nunca se les había ocurrido nada semejante.
Al cabo se escuchó una voz:
—¿Y quién decide? ¿Quién es el “tú” del “tú decides”?
La voz era de alguien que hablaba bajito, pero no tanto como los tiburones, que hablan más bajo que los delfines y las ballenas. Las ballenas son capaces de lanzar sus cantos y aullidos a grandes distancias, más, mucho más lejos que los leones en la sabana, por ejemplo, pues el agua lleva los sonidos más lejos que el aire. De todas formas no era una cuestión de hablar bajo o alto sino de acento.
Y en efecto: no era un tiburón quien había hablado sino una barracuda llamada Plata que se mantenía en vertical, ondeando sobre unas rocas. Los tiburones se pueden sostener en el agua quietos como tigres –en realidad dan vueltas lentas para acechar todo el mar– pero según rebote de la luz en sus cuerpos de plata las barracudas pueden dar un equivocado aspecto de caballitos de mar gigantes. Esta barracuda, Plata, tenía además una voz rasposa de cantante de boleros.
Los tiburones se giraron hacia ella. Con lentitud, como quien sabe lo que se va a encontrar, y a Martillo el único ojo sano se le cubrió con una especie de niebla. Y un ojo de tiburón cubierto de niebla es algo cuya vista se suele censurar a los cachorros de cualquier especie.
Ahí, en efecto, había un problema. Estaba claro que Gran Blanco se refería a los tiburones: ellos decidirían. Y estaba igualmente claro que Plata no terminaba de verlo así.
Se podría pensar que la barracuda plateada desplegaba una temeridad suicida al enfrentarse de ese modo a una asamblea de tiburones de color gris rata, pero eso es conocer mal a las barracudas. Si bailaba sobre las rocas era porque, más rápida que un guepardo, se podía refugiar en una grieta en un tiempo en el que parecía que faltaba un fotograma en la película. Visto y no visto. Ahora está, ahora ya no. En su grieta los tiburones se darían en los morros, y además arriesgando un mordisco de la barracuda, capaz de arrancar un brazo como quien muerde un pastel.
La imagen de los dientes de sierra de la barracuda en torno al morro de los tiburones da un corrientazo por la espalda de quien mire. Ese morro es más duro que treinta y siete suelas de zapato puestas unas sobre otras, pero está diseñado para encajar como en un acto sexual en la gran jeta de las barracudas. Cuyos dientes no son como los de los tiburones sino como los del coral, capaz de cortar la mano de quien intente robarlo.
—¿De verdad crees –dijo Plata con la voz lenta y ronca del bolero que estaba bailando– que las ballenas se van a parar en alguna parte porque lo digáis los tiburones?
Ese era un problema, en efecto, y los tiburones, que habían vuelto a dar vueltas sobre sí mismos, callaron.
—¿Y los delfines? –preguntó también–. Los delfines no van a ser capaces de comprenderlo. Los delfines –añadió no sin cierto escondido dolor– se ríen de casi todo.
Pedro Sorela pertenece a dos dispersas familias de viajeros y su abuelo encabezó una de las últimas expediciones españolas de exploración por África. En fronterad ha publicado Bibliotecas con fronteras. Sus últimos libros son la novela El sol como disfraz, sobre un periódico en Madrid en los últimos años; el libro de cuentos Historia de las despedidas; y el de ensayos Dibujando la tormenta, con ensayos sobre Faulkner, Borges, Shakespeare, Stendhal y Saint-Exupéry. En Twitter: @pedrosorela