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Mientras tanto#10 El último grito

#10 El último grito


 

I.

 

 

Qué párrafo:

 

 

En la noche del 9 de octubre de 1985, [Orson] Welles habló por teléfono con Roger Hill, su mentor en tiempos de instituto. Le leyó en voz alta una carta que había recibido de un empresario teatral cincuenta y tres años antes y que hacía referencia a Marching Song, que había coescrito con Hill. La carta decía: «Es un espectáculo estupendo. Es una lectura agradable. […] Pero eso no importa. No va a ganar dinero. No es una pieza comercial.» Welles le dijo a Hill: «Las desilusiones siguen afectando a mi confianza, pero nunca a mi determinación».

 

 

Esta anécdota está extraída de un texto de Alex Ross sobre Orson Welles, disponible en su integridad (en inglés: la traducción del fragmento es mía) aquí.

 

 

Llamarlo anécdota quizás sea algo osado, porque reúne toda una filosofía vital que, como amplía y explica Ross, le valió a Welles una fama inmerecida de gastizo y derrochador en sus proyectos; y, quizás, un injusto lugar en la Historia que tiene que ver con un talento desmedido y cierta torpeza para gestionarlo.

 

 

Welles murió a las pocas horas de mantener esa conversación. De hecho, parece ser que es la última que mantuvo en vida, y dan ganas de devorar un par de biografías para atisbar qué pudo remover, en sus últimos momentos, una inseguridad juvenil que a todas luces le acompañó y vertebró su existencia creativa.

 

 

O sea que la potencia del creador no reside en librarse de esa inseguridad, o sea que no deja de haber amargura ni fracaso en el futuro. O sea que eso te acompaña siempre, pero te pincha antes que hundirte. Te azuza. «Las desilusiones siguen afectando a mi confianza, pero nunca a mi determinación».

 

 

Desde luego, como actitud vital ante la creación artística multitudinaria —cine, radio, ganarse la vida, enormes equipos, cimas creativas— tiene el punto justo de agridulce y de picante como para que cualquier corredor —de fondo o de velocidad— en esto de la ópera se la tatúe, se la repita una y mil veces y aprenda a convivir con la experiencia de fallar: «Las desilusiones siguen afectando a mi confianza, pero nunca a mi determinación».

 

 

 

II.

 

 

Sin salir del New Yorker, que sigue siendo uno de los pocos lugares en los que se puede leer sobre artes de verdad (sobre las entrañas, lo que no se ve, eso que por estos lares aún cuesta orear: ¿a qué hay miedo?), y también en el número del 7 de diciembre de 2015, Rebecca Mead acompaña a la soprando Marlis Petersen en su última intepretación del rol titular de Lulu, de Alban Berg.

 

 

 

La última en el Metropolitan, pero también la última de su carrera: en la primavera del año pasado, dice Mead, Petersen se partió la nariz haciendo Lulu en Munich, y se lo tomó como una señal. Una señal de que se acercaba el momento de sacar de su repertorio, con cuarenta y siete años, «soltera y sin hijos» a la dama de Berg por excelencia, que la había abducido durante chorrocientas funciones y había marcado y condicionado, inevitablemente, su vida artística. Y su vida.

 

 

Lulu acaba con un grito en un agudo criminal, que Petersen no canta. De hacerlo, «la siguiente función peligra», con que es una mezzo soprano de la compañía de la casa la que, durante el periodo de funciones, lo estaba dando por ella. Un interno (una voz en off, para entendernos) super comprometido que, en la última función de la fantástica producción de William Kentridge, decidió dar ella misma. Solían estar su «doble» y ella juntas, y agarradas del brazo.

 

 

Aquella última noche para tantas otras cosas, sin embargo, Petersen estaba sola para dar su último grito: era el momento de dejarla marchar. Y nadie supo que así había sido hasta que la historia se publicó, cuatro días después.

 

 

 

III.

 

 

Entre otros vicios, tengo el de los documentales de gastronomía. Veía Canal Cocina cuando lo tenía y, ahora que en España se han puesto de moda los documentales, programas de telerrealidad y concursos sobre cocina disfruto enormemente con ellos. En parte por el gusto de comer con los ojos, pero en parte, también y sobre todo, por la curiosidad que me produce la construcción de la imagen de la cocina española como plaza heroica en el olimpo de las Bellas Artes.

 

 

Somos de una cultura sacrificial y sufridora, y probablemente eso explique que la alta cocina goce de una popularidad muchísimo mayor que muchas de las demás artes. La alta ópera (?) o el alto teatro (??) o la alta literatura (!) no venden tanto, porque sus autores se nos muestran como unos tipos que fuman mucho, de vidas aburridas y distantes de la realidad.

 

 

Los cocineros, sin embargo, tal y como nos volvieron a vender por enésima vez el domingo pasado en el primer capítulo de El xef (un chow sobre David Muñoz, multiestrellado y jovencísimo autor de DiberXO) son una gente sencilla que trabaja dieciocho horas al día y ha sufrido lo indecible para dar con el escalope en salsa perfecto. Ellos siempre trabajan dieciocho horas, se gritan y lo pasan muy mal.

 

 

Supongo que eso vende, y de alguna forma conecta al común de los mortales con el mundo de la cocina. Los opereros, en cambio, siguen ahogando ese último grito, ese que contiene todas las dificultades, en la soledad del camerino, en una mezcla de prurito profesional —el público no paga para que le cuentes tus problemas— y de vergüenza pura.

 

 

No obstante, y después de lo visto hasta ahora, personajes tan dispares como Welles y Petersen adquieren una textura nueva, más interesante a la luz de estas pinceladas de intimidad: porque ellos también son de carne y hueso. Sufren, dudan, empiezan y acaban.

 

 

Quizás sea el momento de abrir las ventanas y empezar a contar todo eso.

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