– Maestro – le dijo un día Sergei, mientras esperaban a que el peregrino que venía a visitarlo se asease y tomase una túnica que le habían prestado los monjes de la hospedería -, ¡qué suerte tenemos con las dádivas de los devotos! Así, la comunidad puede dedicarse a la oración.
– Mira, rana de las charcas – le respondió el anciano sin dejar de tejer una alfombra de hermosos colores -, si cada uno comiera sólo de lo que producen sus manos y lo compartiera con los que no pueden trabajar, otro gallo cantaría.
– Ya sé, Maestro, que esa era la norma cuando tú fundaste este monasterio, pero los tiempos han cambiado y ahora son muchos los jóvenes que vienen a formarse.
– Yo no fundé ningún monasterio, Sergei. Jamás me hubiera atrevido. Acepté que algunas personas me acompañasen en la meditación de la tarde y en el servicio a los más pobres, como nos enseñó el Buda. Así había sido la práctica de los Maestros del Tao. Y esa fue la práctica de los que acompañaban al Rabí de Nazareth, en vida.
– ¿Fueron sus seguidores los que complicaron las cosas? – aventuró Sergei.
– No, las cosas se complican solas, si se lo permitimos.
– ¿Por eso, le pediste al nuevo Abad, cuando «se complicaron las cosas», que te permitiera vivir en esta cabaña junto al río?
– Por eso, y porque ya no tenía edad para seguir el ejemplo de los verdaderos Maestros e irme a vagabundear por los caminos o a poner un puesto en el mercado. Mi vida es un muestrario de defectos, Sergei.
– ¿Pero no es bueno permitir que los demás hagan el bien y «dejarnos querer», como tú dices?
– Hay algo todavía más grande que hacer el bien, potro de las estepas.
– ¡No es posible!
– ¡Hacer que lo hagan los demás y nosotros pasar desapercibidos! Escucha esta historia de los bárbaros del lejano oeste: «Estaba Diógenes, el filósofo, comiéndose unas sencillas lentejas con ajito, cuando lo visitó el filósofo Aristipo – que vivía en la corte adulando al rey -, y le dijo: «Si aprendieras a hacerte agradable al Rey no tendrías que cenar estas insípidas lentejas». «¡Y si tú hubieras aprendido a prepararte tus lentejas no tendrías que poner tu boca donde termina la espalda del rey!» – le respondió con la boca llena el filósofo contestatario. ¡Vuelve a por otra, Sergei!
Prof. José Carlos Gª Fajardo