Así pasaban los días del otoño y el anciano, acompañado de Sergei y del novicio que a veces los acompañaba para atender a las personas necesitadas del pueblo, contestaba a su pregunta de por qué se ocupaba tanto de las personas mayores que se habían quedado solas.
-Primero, porque yo ya soy como ellos y experimento en mi vida las limitaciones que impone el paso de los años. Pero también porque no todo consiste en la renuncia y en el desapego sino en comprender en sus términos el derecho a disfrutar de una vida digna durante toda la existencia. Escuchad lo que les ocurrió a unos ancianos que quisieron vivir la renuncia hasta el límite:
Un matrimonio había trabajado durante toda su vida para fundar un hogar, crear una empresa y establecerse con holgura. Tenían hijos casados y nietos ya crecidos. Cuando alcanzaron la edad de la madurez, siguiendo una tradición india, entregaron sus bienes a sus hijos y decidieron dedicar el resto de sus días a la contemplación y a peregrinar a los templos sagrados.
Cierto amanecer, cuando se dirigían al santo monte Khailasa, el marido vio sobre el camino un precioso diamante. Por temor a que su esposa lo desease, deteniendo así su evolución espiritual, colocó la planta de su pie sobre la gema preciosa.
Pero la mujer, que lo había seguido en este peregrinar por el inmenso amor que le tenía, posó su mano sobre el brazo del marido y con infinita ternura le dijo sonriendo:
– Marido mío y compañero de búsqueda, me pregunto por qué has renunciado a la vida serena en medio del mundo si todavía eres capaz de distinguir entre un diamante y el polvo del camino.
Sergei se quedó mirando al Maestro y le dijo:
– Es bonita la historia. Me estaba acordando de mi abuela cuando siguió a su marido a las estepas mongolas. ¡Cómo si no les bastaran las de Siberia!
– Por eso tú, en cuanto pudiste, te pusiste en marcha hacia los templos chinos en busca de la sabiduría.
– Vine a China camino de India, aunque tanta renuncia de yoguis, sadhus y sanyasin me parece excesiva.
– A algunos les ayuda. Sakiamuni siguió esa senda durante años hasta que oyó a un barquero que remaba río arriba y le decía a su hijo que sostenía un violín «La cuerda ni tan tensa que se rompa ni tan floja que no suene». Y Shidarta se levantó y siguió buscando su camino.
– ¿Maestro, ¿qué hicieron después los ancianos del cuento?
– El anciano pasó su brazo sobre los hombros de su esposa y ella lo estrechó por la cintura mientras regresaban sonrientes a su hogar. Pero ¿por qué estamos hablando tan bajo, Sergei?
– ¡Para que no nos oigan los doctores de la ley!
José Carlos G» Fajardo. Emérito U.C.M.