Llovía a mares. Habían llegado las lluvias monzónicas rompiendo la pesadez del ambiente y la tortura de los sentidos. El anciano disfrutaba del maravilloso espectáculo sentado en el porche de las chozas cuando vio a Sergei corriendo con el azadón en la mano para protegerse de las aguas torrenciales.
– ¡Ah, perezoso e inconsciente Sergei! Cualquier pretexto es bueno para abandonar tu trabajo. Ya pueden los alcorques desbordarse mientras tú desperdicias la generosidad del Cielo. ¿Esa es la actitud de un aspirante espiritual? ¿Cómo desprecias la bendición que cae del Cielo?
Sergei se sintió desconcertado y profundamente avergonzado. Volvió sobre sus pasos y se fue empapando mientras se dirigía a la orilla del río. Con las ropas caladas se metió en el agua y se sintió profundamente liberado.
Pero, al cabo de unos días, el anciano maestro tenía que ir al pueblo vecino y, de nuevo, el cielo se rompió en una lluvia torrencial que hizo que él también corriera saltando para evitar los charcos. Sergei que lo vio no pudo contenerse y le dijo:
– ¡Venerable señor, Rostro impasible! ¿Cómo huyes de las bendiciones del Cielo? ¿Acaso no eres tú quién desprecia las bendiciones divinas?
Y el anciano le respondió con cierta arrogancia:
– ¡Oh, insensato Sergei, nunca cambiarás! ¿No ves que lo que yo hago es tratar de no profanar el agua divina con mis pies?
– Maestro, recuérdame mañana, cuando prepare el té, que te cuente una historia que sucedió en mi pueblo.
– ¡Pues estamos bien! Ya croa el renacuajo.
José Carlos Gª Fajardo, rdm. Emérito U.C.M.