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Novela por entregas12. El canto de los tiburones

12. El canto de los tiburones

 

Igual que antes, Cangrejo volvió a mirar por si podía convencer a alguien de hacer el trabajo. Que fuese por él a mirar. O a oír.

 

Y tuvo menos oportunidades que antes. Los que se encontraban más a mano eran plantas carnívoras o estrellas de mar y otros seres que se arrastraban, como él –reconoció a la mayoría, pero no a todos y no podían, por tanto, subir a escuchar.

 

Y unos pocos especímenes que acertaron a pasar por ahí –de uno en uno y había que esperar un poco le mostraban tan solo la esquina del ojo, se escapaban sin ni siquiera escuchar la pregunta o lo enfocaban con sus grandes ojos sorprendidos. Ni siquiera parecían comprender que alguien les dirigiese la palabra. Sin duda Cangrejo había entrado en un lugar más oscuro. Como si alguien le hubiese quitado la coraza para sacarle punta, la soledad, en carne viva, se le afiló todavía más.

 

Sólo en esas circunstancias se comprende que Cangrejo reparase en una gamba, y tuvo que ser por instinto: allí abajo, con la tormenta cada vez más oscura en el espacio exterior, tuvo que casi adivinarla. Un instinto de especie, más que otra cosa, pues a fin de cuentas la gamba es una prima del Cangrejo.

 

Pero una prima pobre, ése era el problema. Pobre y de pueblo, en el sentido de que las gambas nunca están donde se desarrolla lo importante. El Cangrejo estaba en cambio convencido de que él sí está en el centro, cerca del poder: el suelo.

 

Puede que no sea el suelo donde tienen lugar las grandes peleas de tiburones contra delfines, los asesinatos de leones marinos a cargo de orcas con estrategias de leonas cazando en grupo, las travesías oceánicas de las ballenas y los viajes de los salmones, que hay que ver para creer. Pero ¿no es el suelo, la tierra, el punto de referencia de todo ello y lo demás?, creían los cangrejos. ¿No es la tierra lo que sostiene el mar e incluso el más allá que está sobre el mar, el cielo y las estrellas, el universo?

 

Sin decírselo a nadie, lo que de verdad permitía al Cangrejo creer en su superioridad sobre la gamba eran sus pinzas. Algo vulgar, violento y cuya mención hubiese sido sin duda de pésimo gusto. Pero él podía sujetar y triturar enemigos… y la gamba no. La gamba tiene que limitarse a irrelevantes seres invisibles que el azar le lleva a la boca en plan limosna, como a los enfermos.

 

El problema, el gran problema por lo general insuperable era que la gamba parece una langosta. Enana, pero langosta. Y resulta que desde tiempo inmemorial ese era buena parte del conflicto con ellas– los cangrejos le tienen que ceder el paso a las langostas, y hasta los platos más exquisitos.

 

Para su gran sorpresa, la gamba aceptó. Pequeña, casi transparente e irrelevante en circunstancias normales, la gamba aceptó ir a escuchar de dónde venía el ruido. Y cuando regresó –hubo que esperarla pues, como el polen de una flor, las gambas se toman su tiempo para todo, informó:

 

Son los tiburones.

 

—¿Qué quieres decir? –preguntó Cangrejo.

 

Que el ruido viene de los tiburones… Cantan.

 

El Cangrejo se tomó a su vez algún tiempo para preguntar:

 

¿Cómo dices?

 

Que cantan. Los tiburones cantan.

 

… Y qué cantan.

 

Es que eso no me lo habías preguntado.

 

O sea que la gamba volvió a subir, y a tardar, y cuando regresó, contó:

 

Cantan

                  Azul, azul, nuestro es el azul.

 

(En realidad la gamba dijo “Tul, tul, nuevo es el tul”, y fue preciso que Cangrejo especulase hasta dar con el verso de verdad).

 

Y qué más.

 

No sé qué mas. Como me dijiste que me diese prisa, vine tan pronto escuché algo. De todas formas no es una canción conocida…

 

Hubo que esperar un tiempo a que cogiese fuerzas para un nuevo viaje y, cuando la gamba regresó –esta vez antes de lo previsto y sin aliento, con los ojos algo más saltones, reportó:

 

Ahora cantan

 

           Gambas, gambas, nuestras son las gambas.

          Y las que no quepan se tendrán que ir.

 

En eso, en cambio, la gamba no cometió errores y no fue preciso traducirla. Se la veía sin respiración. El ojo, más saltón por el exceso de luz pues la gamba vive en las profundidades oscuras, casi se le caía.

 

Ir ¿a dónde? –preguntó. Y luego, todavía más preocupada–: Y no quepan, ¿dónde? ¿Dónde, dónde podemos no caber? 

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