Con la gamba muy preocupada y casi ciega por haber recibido demasiada luz, y al borde de la extenuación por las ascensiones hasta el techo del mar, a Cangrejo no le quedó más remedio que acudir a algunas de sus hermanas.
¿O hermanos? Es muy difícil establecer el sexo de una gamba, y también su linaje pues ellas mismas no lo saben: surgieron un día, casi translúcidas e idénticas, en mitad del mar, mirando sin curiosidad con sus ojos negros y moviendo sus bigotes, al tiempo que otras miles de miles de otros tantos huevos abandonados a la corriente. Y es muy difícil, así, reconocer lazos familiares o adhesiones al mar donde se ha nacido. ¿Se puede acaso distinguir un pedazo de mar de otro? No, no se puede. Es todo un solo pedazo y además se mueve.
De modo que otra gamba aceptó el encargo con la misma naturalidad, y al regresar –también se tomó su tiempo–, testimonió:
—Los tiburones cantan. Cantan
Azul, azul, nuestro es el azul
(En realidad dijo otra cosa pero era eso lo que quería decir).
El Cangrejo suspiró.
—Y qué más…
Y así se repitió con muy ligeras variantes la escena anterior, y con cada repetición el Cangrejo fue aprendiendo a dar instrucciones más claras y detalladas… Pronto se encontró con que había organizado un verdadero servicio de información, una suerte de ascensor permanente de gambas que ascendían por relevos a la superficie y regresaban con noticias. Y así se repitió el problema. Si una gamba regresaba y decía que los tiburones estaban cantando
De este o ese
amamos el prepucio
el suelo del mal es nuestra pata,
sólo con el envío de unas cuantas emisarias más podía terminar por comprender que no era eso lo que cantaban los tiburones. Comparando versiones averiguó que no era de este o ese amamos el prepucio, lo que cantaban, sino:
De Este a Oeste
alargamos el Crepúsculo.
El Sol del mar es nuestra patria
Porque el vocabulario de las gambas es bastante limitado. No tanto como el de los caballitos de mar pero sí un sistema de ecos más bien simple en torno a huevos, mar, subir, algas, corriente, Cabrón (el cangrejo), la montaña (la ballena)… y poco más, que se haya conseguido averiguar: aunque colaboran con facilidad, las gambas no lo hacen de forma voluntaria.
Si las gambas obedecían al Cangrejo, pese a una milmilenaria historia de diferencias familiares que habían terminado por hacer tan distintas a las ramas de la familia de los crustáceos, era porque las gambas son incapaces de desobedecer una orden, y hasta una modesta petición. Y porque desconocen la palabra miedo, por ejemplo, para comprender la cual hace falta imaginar. E imaginar es una de las muchas cosas que no pueden hacer. Si alguien les pide que se tiren por un precipicio, por ejemplo –y es fácil hacer la prueba–, van y se tiran. No piensan ni deciden: copian. Si el pescador les pide que entren en la red –no hace falta ni que se lo pida, basta con ponérsela enfrente–, entran.
No otro significado tenía la petición de Cangrejo de subir a escuchar qué cantaban los tiburones. Ellas subían. Tomándose su tiempo, como pequeños globos medio desinflados, con patas y largos bigotes, y mirándolo todo, pero ascendían. Incluso a riesgo de quedarse ciegas a causa de la deslumbrante luz de la superficie. Por lo visto la misión vital de las gambas es tomar nota de lo que hay, de lo que ven con sus redondos ojitos negros de muñeca, y seguir la corriente. No hacer preguntas.
Cangrejo tuvo suerte, sin embargo. No es seguro que a plena luz las gambas hubiesen podido cumplir con la misión. Seguro que, además de medio cegarlas, el sol habría apelmazado su escaso vocabulario en una indescifrable jeringonza. Cuando subieron se encontraron con una luz dramática aunque no intensa: el sol se dejaba caer hasta el mar por la estrecha franja que dejaba libre una batalla de nubes. De esa luz heroica era fácil que los tiburones sacasen la inspiración para cantar
De Este a Oeste
alargamos el Crepúsculo.
El Sol del mar es nuestra patria
mientras aprendían su nuevo himno y daban vueltas en círculo con los ojos rojos de alcohólicos de la sangre que suelen acompañar las sanguinarias fiestas de los escualos.
Hasta las gambas sólo llegaban unos pocos rayos rojos, muy debilitados por la lucha.