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Podría encuadrar el asunto que ya expongo en el derecho de la persona a la eutanasia o directamente al suicidio consentido. U orientarlo en la perversa traición de los nacionalistas catalanes y vascos, esencialmente, que residiendo en China miran para otro lado ante un aplastamiento evidente. Tampoco es que diplomáticos y empresarios patrios muevan un solo dedo sobre el asunto, tan preocupados de perder la silla o quedarse sin pedidos, los muy nauseabundos. Mucho menos actores y parecidos que hace años se tomaron el asunto muy a pecho y que hoy, literalmente, han desaparecido de la pantalla, donde arropaban a cambio de fama –o sea, dinero– a un Dalái Lama que sin ser el señor más majo del planeta nos trataron de hacer creer que era Dios en la Tierra. Porque son ya 142 los tibetanos que se han quemado a lo bonzo, número que aún no parece suficiente para que alguien, al menos una sola persona, se fije en ellos. Y todo esto acontece desde 2009 y en suelo chino. Que no desde tiempos inmemoriales. Y el Dalái Lama que hace un par de días cumplía 80 años se irá más pronto que tarde de este mundo dejando desamparado a un pueblo que en China es tratado como si de una piara de cerdos malditos se tratara. Hablo, cómo no, de los tibetanos. Y esencialmente de los que arden a propósito, llenando la atmósfera del tan desagradable como desconocido olor a carne humana quemada.

 

La ideología se acaba cuando el miedo asciende. Que por eso todos mis amigos catalanes y vascos residentes en China y resto de Asia –la mayoría identificados con sus nacionalismos, otros no tanto– sí organizan cadenas humanas en la Plaza del Pueblo de Shanghái o junto al Monumento a la Independencia de Phnom Penh pero miran para otro lado cuando en el mismo país donde trabajan, pagan impuestos, ligan y se alimentan se pisotea, asesina, encarcela y difumina al pueblo tibetano, que desde que Occidente y el occidental decidieron no meterse en más charcos ha pasado a mejor vida.

 

Escocia y Quebec a algunos se las pone dura, en una de las demostraciones palpables que deja asomar la crueldad de la masa; del pabellón psiquiátrico que pide hipotecas y va al fútbol con los cachetes coloreados por banderas imaginarias. Y Tíbet como si de una feúcha se tratara. Los tibetanos quemándose vivos y nosotros silbando mientras miramos para otro lado. Para el que no lo sepa, esas 142 personas que ya son historia se quemaron para llamar nuestra atención: para buscar un gemido exterior que corrompiera conciencias. Porque el tibetano no tiene derecho a expresarse, quejarse, denunciar o manifestarse; en resumidas cuentas, se le hace harto difícil poder vivir ya que su grito helado mientras su cuerpo se consume entre las llamas no llega a ningún oído. Y el periodista extranjero en China tiene prohibido el acceso a Tíbet y las zonas tibetanas que el desgraciado gobierno chino extirpó del mapa original para repartirlas dividiéndolas entre otras provincias. Nazismo en estado puro. Nazismo mutuo: los unos por decir por dónde hay que pasar y los otros por aceptar semejante afrenta al ser humano, a su libertad y al estado de derecho.

 

¿Se imaginan a un miembro de Òmnium Cultural quemándose a la bonzo? Ni cuando juraron bandera en el servicio militar. ¿Y a uno de Batasuna? Evidentemente no. Sería imposible. Aunque llama la atención que en ambas agrupaciones no se levante la voz –y estos no residen en China; o sea, ¿por qué tienen miedo de solidarizarse?– para denunciar la masacre humanitaria y cultural con la que China explica a los disidentes cómo tienen que comportarse. En España, único país donde su gobierno ha cambiado a la carrera leyes con la idea de prohibir la justicia universal y así liberar de cargo alguno a los ex presidentes chinos Hu Jintao y Jiang Zemin, acusados de genocidio en el Tíbet, se suma desde antes de ayer a la fiesta de la genuflexión el fatídico juez Andreu –el mismo que por un error dejó en libertad a Wang Feng y Kai Xu, dos personas claves en el entramado de la mafia china en España– que ha permitido la libertad bajo fianza de solo 400.000 euros de Gao Ping, que para mayor insulto y desprecio al país donde lleva años residiendo, bien es verdad que los últimos tres los hizo en prisión, ha entregado esa cantidad –calderilla para los miembros de su banda que todavía siguen en libertad y campando a sus anchas– en 93 cheques, cuando se sabe desde que se descubrió el pastel de la Operación Emperador que Gao Ping  y sus secuaces sacaban de España unos 350 millones de euros anuales. Como poco.

 

Mientras China hace y deshace en España –no olviden que cada empresa china asentada en nuestro país tiene ramificaciones con el Estado chino que suele proveer de dinero en efectivo para que puedan operar rompiendo mercados y a la postre, a familias estructuradas– el mundo mira para otro lado en la única masacre no televisada de los tiempos que corren: el aplastamiento de Tíbet a manos de China.

 

Cuando este texto salga a la luz quedarán 48 horas para que España permita otra sesión de propaganda y lavado de cerebro dentro de sus lindes. Será en Madrid, concretamente el viernes 17 de julio a las 10 de la mañana en el Centro Cultural de China en Madrid, sito en la calle General Pardiñas, 73. Wang Yanzhong y Suolangdunzhu serán los encargados de contarles lo bien que se porta el gobierno de Pekín en Tíbet, atendiendo a todo tibetano, sin importarle su religión e ideales políticos. Para buscar la aclamación pública se expondrán imágenes de las carreteras y vías de tren que Pekín ha construido en Tíbet no así de sus puticlubs anexos al sagrado Palacio de Potala. Si se permitieran las preguntas en esa chusca lavadora cerebral no estaría de más que alguien preguntara a ambos ponentes si les parece normal que en los últimos cinco años y medio 142 tibetanos se hayan suicidado quemándose a lo bonzo. Con lo que China dice preocuparse por su población, que hace meses fue sacada en volandas sobre barcos de guerra desde la peligrosa Libia cuando decenas de cámaras del canal televisivo nacional CCTV hacían el agosto entre los 1.400 millones de nacionalistas chinos que saltando sobre sus sofás jaleaban la acción premeditada como si de un Mundial ganado se tratara. Que así, se los juro, están las cosas.

 

Y mientras, la vida sigue. Porque Tíbet ya es menos guay que el último iPhone o la renovación del abono del equipo de fútbol de tus amores. Y porque desde que Penélope Cruz se juntó con Bardem ésta dejó de adorar –o al menos en público: o sea, donde hace daño a China– al que la pareja ya debe considerar como un viejales embutido en una túnica granate más muerto que vivo.

 

 

Joaquín Campos, 10/07/15, Phnom Penh. 

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