Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLos Baroja: escépticos egregios (I)

Los Baroja: escépticos egregios (I)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

La saga o el linaje de los Baroja no tiene parangón en Europa. Seguramente los Gallimard (Gaston, Claude y Antoine) son más decisivos en la historia cultural de Francia en el siglo XX, pero éstos como editores, no como creadores, escritores o eruditos. Habría que señalar los Mann, en Alemania, para ver algo de mayor impacto, pero éstos son casi todos novelistas, cierto, de tendencias políticas diferenciadas. La variedad de actividades a las que se dedicaron los Baroja es mayor. Dicho lo cual, hay un aire de familia sutil entre ellos que tal vez no se aprecie de forma tan palmaria en los Mann. Thomas Mann pasó de un nacionalismo alemán, durante la Gran Guerra, a un anti-nazismo de corte liberal en la 2ª Guerra Mundial. Heinrich fue más tempranamente pacifista que su hermana y se exilió desde 1933. Mayor radicalidad la encontramos en el hijo del primero, Klaus, izquierdista y partidario de la República española. La panoplia política de los Baroja no es la misma. Pío fue, en el fondo, mucho más conservador que su hermano Ricardo y, no digamos, que sus sobrinos, Julio y Pío Caro Baroja. Su escepticismo, ético y político, se irá ahondando, si cabe aún más, con el paso del tiempo. Ese poso escéptico lo heredó, de otra manera, su sobrino Julio. Escepticismo respecto al mundo, respecto a la historia, en particular la española, respecto a lo que se puede esperar de los españoles.

Hay en muchos de los Baroja un sentimiento de rechazo a la España que les ha tocado vivir (en Pío Baroja, en sus dos sobrinos), de asco, de hartazgo por las corruptelas, las politiquerías de guante de seda y de puño de hierro, las imposturas, el cinismo y la vulgaridad que les rodea. A veces es un rechazo en bloque, en el que no se aprecian matices ni valoraciones positivas de lo que tenía España, y el mundo, de bueno. No pocos españoles de hoy en día son tributarios de un pesimismo que en los del 98 y, en particular, en Baroja, fue visceral. Y de este sentimiento se iba destilando la impresión de vivir anacrónicamente su España, como si toda la España oficial sobrevolase sus cabezas sin hacerles mella de una manera esperanzadora, como si estuviesen de más con relación a un país con el que no se identificaban nunca del todo. Eso no quita que fuesen “patriotas”, con la debida prudencia de este término tan manchado, de sus paisanos, de la gente humilde, de a pie, de sus pueblos y montañas. Baroja, en sus novelas, Ricardo, en sus grabados, Julio en sus indagaciones etnográficas y antropológicas, su hermano Pío, en sus documentales sobre el carnaval, en México, en el País Vasco y Navarra, todos mostraron un amor profundo y sereno por lo que llamaría el gran novelista francés, Pierre Michon, las “vidas minúsculas”. Creo que esta dimensión es la que más atrajo de los Baroja a los intelectuales de izquierda: Francisco Pina, los exiliados Corpus Barga y Max Aub, y, más tardíamente Manuel Vázquez Montalbán, por poner ejemplos destacados. Lástima que el aprecio que sentía el gran periodista madrileño, exiliado en Perú por el patriarca solterón de la familia, no tuviese respuesta afectiva, amistosa, en don Pío; lástima también que su sobrino Julio no mantuviese el aprecio que tuvieron por él otros exiliados, por ejemplo la familia Barnés, a quienes —confiesa cabizbajo el gran antropólogo— “yo no me atreví nunca a escribirles a México”, añadiendo que su hermano había visitado a la madre, en México, y que “al verle le produjo tal congoja y llanto que no quiso repetirla muchas veces”. Invito al lector a que consulte Los Baroja para comprender los detalles de esta historia bastante triste, por supuesto, vistos desde el punto de vista de don Julio.

¿Encarnaron los Baroja los valores humanistas de la burguesía? Pío no fue un Stefan Zweig, admirador de Erasmo y cosmopolita europeísta…En el donostiarra no hubo fe realmente en los valores de la Ilustración y del humanismo, aunque pudiese compartir algunos aspectos puntuales. Nietzsche y Schopenhauer, vistos en clave española, pesimista, fueron en parte responsables de ello. Pío Caro Baroja señaló además que su juventud había sido difícil. Tanto la Universidad como el ejercicio de la medicina le repugnaron profundamente al novelista donostiarra. Vio impostura, doblez y corrupción donde tendría que haber habido rectitud, devoción al estudiante y al paciente, y amor al saber. “Cuando siendo joven, casi niño, se piensa en la juventud perdida —dice su sobrino en Crónica barojiana—y el ansia vital sin posibilidad se retuerce y cae sobre sí misma con dolor, con desolación y abandono”, todo se convierte en un “lamento sordo”. Este pesimismo echaba raíces en el ambiente español posterior a la derrota de 1898, en ciertos regeneracionistas, en las teorías que pululaban por Europa y que hablaban de un declive biológico de las naciones latinas.

Ni Ricardo ni Julio ni Pío respondieron al modelo burgués, ni al emprendedor a lo “europeo” ni, mucho menos, al vivales listillo a lo “español”. Tampoco al modelo caballeresco del hidalgo, tan caro a un García Valdecasas y a todos los falangistas que veían honor y epopeya imperial donde solo había ruina moral y miseria económica. No eran tampoco “flaneurs” urbanos ni urbanitas consumados. El imaginario de luces de neón de los novelistas “deshumanizados”, seguidores de Ortega y Gasset, le era completamente extraño al novelista. A Pío le gustaban los arrabales o los paseos habituales, por ejemplo a la cuesta Moyano. Todos los Baroja fueron andarines, buscaban frecuentemente el retiro, en Itzea, en Churriana, amaban recorrer los pueblos, a pie (Pío), en coche (los hermanos Julio y Pío), conversar con sus gentes.

Familia extraordinaria la de los Baroja, a todas luces, porque se sienten magnetizados por una maravillosa casa solariega, noble y secreta, que es Itzea, al norte de Navarra, cerca de la frontera con Francia. En ella el novelista pasará muchas temporadas, aunque en la posguerra tendrá dos estancias en Francia y luego se afincará en Madrid. Antes y durante la Guerra Civil vivirá también en esa inmensa casa solariega su hermano Ricardo con su esposa, su hermana Carmen y los hijos de ésta (Julio y Pío), especialmente angustiados y aislados durante la Guerra Civil. Mientras tanto Rafael, el padre de ambos, lo pasó igual de mal, o peor, en Madrid, aislado de su familia. En Itzea vivirá largas temporadas Julio, durante el franquismo, otras en el Carambuco, en Churriana (Málaga), desde 1957. Esta finca, cerca de la casa de su amigo Geral Brenan, la consideraba su “amante” o su “querida” porque le costaba mucho dinero; Itzea, en cambio, era su “madre”. Por su parte, Pío Caro Baroja, tanto padre como hijo, a quien tengo el placer y el honor de conocer, han sido de una gran fidelidad a Itzea. Seguramente, el lugar que echaba más de menos Pío Caro padre, en México, era Itzea.

La casa solariega, el caserón de Itzea, fue y ha sido un imán de nostalgias infinitas. Gaston Bachelard decía, con razón, que “la casa vivida no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico”. En Itzea se sienten, se palpan, energías indescriptibles, de vidas dedicadas al estudio, a la imaginación. Maderas y libros cuyo aroma rezuma el tesón de unas vidas. Conmueve profundamente andar por sus pasillos y salones, contemplar la maravillosa biblioteca del novelista y del antropólogo, sentir una época extensa, ya pasada, como si múltiples burbujas de tiempo se hubieran congelado y preservado entre sus paredes. Nostalgia en Pío por los tiempos románticos de las guerras carlistas, de la navegación a vela, de los bertsolaris y bardos rurales, en el siglo XIX. Nostalgia en Julio y en Pío Caro Baroja por los amigos perdidos, las reuniones familiares, los lugares frecuentados. Cartas enviadas a los amigos y familiares fallecidos (PCB, La barca de Caronte), diario en torno al padre desaparecido (PCB hijo, El cuaderno de la ausencia), libro delicado, melancólico y muy bien escrito con un gusto pronunciado por las palabras, en el que a modo de un diario no forzosamente pormenorizado se destilan recuerdos, observaciones, encuentros, en una simbiosis original entre los objetos, los libros, las personas y los lugares amados por su padre. Muerte que ronda siempre a los seres humanos, ante la cual solo queda el anhelo de suturar las heridas, de llenar esas palabras que se quedaron en el tintero, de reconfortarse a sí mismo, en compañía del lector, a través de la escritura. Superar el duelo es para ellos acompañarlo con la escritura. Tocamos unas de las cosas más íntimas del mundo de los Baroja, los cuales solo pueden atravesar el duelo escribiendo, recordando, valorando, admirando lo que hizo el familiar desaparecido. Hay todo un retrogusto melancólico en su manera de recordar al ausente, de honrarlo, porque en los Baroja hay una palabra sagrada: la fidelidad. No cabe un amigo de los Baroja si se denuesta la figura del novelista. Por el contrario, los admiradores de la narrativa barojiana, como el exiliado Francisco Pina, para Pío Caro Baroja padre, tenían el pasaporte inmediato para ingresar como amigos, en una relación casi fraternal.

Recordemos, por ejemplo, la dedicatoria de Los vascos, magna obra de Julio Caro Baroja: “A la memoria de Pío Baroja (1872-1956), cantor del pueblo vasco. En testimonio de amor filial”, él que no era su hijo, sino su sobrino. Y precisamente en este libro se dice que “el vasco moderno de ciudad, utilitario y conservador a la par, carecía de interés [para su tío]. Prefería pintar los caracteres de los hombres de acción, marinos, contrabandistas, ferrones, guerrilleros o glosar las ideas de los caballeritos de Azcoitia, que cantar las virtudes utilitarias”. Y añadía: “El que escribe estas líneas es en esto, como en otras muchas cosas, su discípulo fiel”. Fidelidad y discipulazgo, por encima de todo.

Más del autor

-publicidad-spot_img