A juicio de Barthes (‘Eros y el teatro’, Barthes sobre Barthes) el teatro es el arte erótico por excelencia; en la medida en que, de todas las artes figurativas, es la única que ofrece cuerpos, y no su representación. El cine, por el contrario, excluirá por una fatalidad de naturaleza todo pasaje al acto: allí la imagen es la ausencia irremediable del cuerpo representado.
¡Qué indigencia –fenomenológica– la del cine…! Pero en ello también radica su propia perversidad: nunca como ante la pantalla sentiremos la promesa o la inminencia de una revelación que, en realidad, nunca se culmina y, aun peor, se nos escamotea a ojos vista. El espectador de cine está condenado al otro lado del espejo; lo que, no obstante, aviva aún más sin duda su deseo. Provocando, en casos extremos, el ansia o el arrebato de cruzar la frontera de la pantalla y entrar a convivir al fin de cuerpo entero con lo que se contempla –ese soberbio espectáculo que pasa ante él de largo–. Tal decisión, tan lógica como inaceptable, es lo que muestran, por ejemplo, La rosa púrpura de El Cairo o, con más dramatismo, La invención de Morel.
Así, y debido tal vez a ese carácter aporético que, en definitiva, este deseo conlleva, al final por ejemplo de El Padrino I, y con demorada crueldad, una puerta se cierra en nuestro rostro, condenándonos definitivamente al afuera de la ficción. Como advirtiéndonos con severidad o sarcasmo que siempre estamos al otro lado o, en el mejor de los casos, dentro y fuera de la representación; como evidencia, por ejemplo, la trama visual de Las Meninas.
Y es que, en efecto, fue el desengaño barroco quien primero percibió esa escisión. Y lo manifiesta en muchos ámbitos y ocasiones, desde la práctica de la anamorfosis al mundo asumido en tanto que un entero teatro y, por consiguiente, para quien lo percibe sin poder condicionar el curso de los hechos, como un complot.
La figura de don Quijote constituye su primera y más cumplida y rebelde encarnadura, siendo él quien paga precisamente con su cuerpo la imposibilidad de vivir (en) la ficción.
Pienso, en este sentido –con Agamben– que la escena más hermosa de la historia del cine bien puede ser aquella del Quijote de Orson Welles: el caballero de la triste figura se levanta airado de las butacas de la sala cinematográfica para, acto seguido, arremeter sin contemplaciones contra la pantalla, al tratar de salvar lo que más ama. Y también con ello, claro, perdiéndolo y, al cabo, destruyéndolo.
De modo que, contra Barthes, se podría decir que el cine demuestra aquí y en infinidad de ocasiones que no hay duda de la posibilidad de un arte erótico sin cuerpo, pero que él mismo es la evidencia, también, de que no es asumible un Eros sin separación. Habrá de ser precisamente esa lejanía la que, como supo Benjamin, impide nuestro control, al tiempo que reactiva nuestro deseo.
El cine vendría a ser, pues, ese oscuro objeto del deseo: oscuro por perdido y por distante. Pero debe serlo, para ser eficaz, y objeto prestigioso. El último culto mistérico.
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PEREC. Su gusto por las listas, los catálogos. Tal vez la necesidad de transmitir que todo estaba bajo control, que nada quedaba fuera de un registro que era capaz de abarcarlo todo. Uso letánico de la serie o del inventario de nombres.
El esfuerzo por evitar cualquier laguna deja traslucir el miedo originario a la falta de nombre, a la ausencia de un territorio conocido. La tarea ingente de evitar lo informe, el blanco de lo extraño y sin memoria. La falta, en fin, de genealogía. El hecho de nacer entregado a los avatares del olvido.
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Satán, centro del universo
En los sermones barrocos se insistía en esta localización. Por ejemplo –lo cuenta Ana Martínez Arancón, en su estupenda Geografía de la eternidad– hay un sermón dedicado a San Pascual Baylón, donde leemos: «Infierno quiere decir lugar que está debajo en el centro de la tierra» y se añade que, aunque pueda parecer inconcebible, aún hay infierno del Infierno, un lugar todavía más hondo, donde reside el mismo demonio, en lo más profundo de lo profundo, en el corazón del corazón de la tierra. Tal como comenta la propia Ana Martinez Arancón, en esta opinión inciden otros autores, al igual que la iconografía, a juzgar por los grabados e ilustraciones; tal vez sin caer en la cuenta de que esta creencia, por una extraña perversidad del razonamiento, sitúa a Satán en el centro del Universo. De hecho, ya Dante en su Infierno declara con suma plasticidad que el lugar de Satanás es «donde de todas partes se conducen los pesos en la gravedad universal».
Que el infierno, en las entrañas de la Tierra, sea el centro del cosmos, y que, dentro de él, el centro del centro se halle ocupado por Satanás, es conclusión, pues, tan evidente como turbadora. En tanto que campo gravitatorio al cual vienen de todas partes a parar todos los pesos, el infierno no puede más que representar el gran polo atractor de la existencia, y asimismo el destino inexorable de una caída. Primeramente la del propio ángel rebelde y predilecto: Luzbel, y luego la de los hombres, que él mismo provoca, y esto en la forma de la eternidad. Pues el infierno es el lugar donde la gravedad, efectivamente, ha vencido al tiempo.
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Sobre el silencio
Se equivocan los que piensen que en el famoso adagio wittgensteiniano acerca de la necesidad de callar haya la más mínima voluntad negativa. Ni, por supuesto, una supuesta defensa a ultranza del mero uso pragmático del lenguaje. Más bien debe entenderse como el anhelo por mantener, dentro de la penuria del nombre, la estela de lo inexpresable que da precisamente sentido a lo expresable mismo. “Lo inexpresable –en palabras de Wittgenstein– proporciona quizás el fondo sobre el cual lo que yo he podido expresar asume significado».
Tan solo el silencio puede ser capaz, por tanto, de manifestar la grandeza de ese nombre impronunciable y, tal vez, para nosotros perdido. No desde luego lo hace la palabra de comunicación, o de designación o denotación, con todo su pragmatismo y su descripción del mundo interpretable e interpretado. Pero ahí, en la mudez del silencio, hay todavía algo grande y lejano que queda fuera de ese mundo descriptible por medio de las palabras. Para evidenciar su latencia o su resistencia existe el silencio.
De la misma forma en que el hombre no es estrictamente de este mundo, sino un límite del mundo mismo, y por tanto no pertenece del todo a él, la plenitud silente determina, asimismo, los propios límites del decir. En el enmudecimiento reverbera lo que el lenguaje proposicional y denotativo no puede capturar. Muestra en su brillo simbólico, incluso, lo que éste necesariamente ha reprimido para poder existir.
De esta plenitud de una existencia concreta del individuo antes –o tras– del lenguaje, para la que no llegan las palabras, solo el silencio funciona, diríamos, como su huella aurática. Es en este sentido, también, que podemos decir que la poesía consiste precisamente en hacer o alcanzar el silencio con las palabras.
Pues va a resultar que la poesía, como del dios del oráculo de Delfos dijera Heráclito, ni dice ni oculta, tan sólo da señales…
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Robert Graves sostenía que Hungría era el país con más poetas por habitantes del mundo, y eso se explicaba porque no habían eliminado a los caballos de la vida diaria, en la que seguían muy presentes, ni tampoco había desaparecido el amor por la Luna. La Luna y los caballos constituían los dos grandes emblemas de la Diosa.
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Palacio Ducal de Venecia
Grafitis, pintadas, obscenidades en las paredes de los calabozos subterráneos del Palacio Ducal. Pero asciendes de ese infierno hasta los salones nobles del edificio y te encuentras con las pinturas de El Veronés, de Bellini y de Tiziano, con el paraíso de Tintoretto. No puede haber mejor imagen (dialéctica) de Venecia (y de la condición humana) que ésta.
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El dios Pan ha vuelto
«Cada segundo es un precipicio, si piensa usted en ello… un precipicio de una milla de altura… lo bastante alto, si caemos, para estrellarnos y perder hasta el último vestigio de humanidad» (R. L. Stevenson, Markheim).
Uno de los miedos característicos de los escritores victorianos (Machen, por ejemplo, pero también Bram Stoker, Conan Doyle, Lewis Carroll, Stevenson especialmente) es el de la posibilidad –siempre rondando– de que el individuo civilizado sufra una suerte de degradación o regresión a un estado prehumano, animalesco o, sencillamente –lo vemos a menudo en Machen–, diabólico por primordial.
En efecto, ocurre ahora como si la sociedad victoriana estuviera expuesta al castigo o la hostilidad de un dios latente en el lado oscuro de las cosas. Y, de hecho, no cabe duda de que circula en el ambiente una sombra negra que obliga a mirar con morbo desmedido todo tipo de cementerios, corrupciones y abismos diversos: escenarios que describen con lúgubre precisión un paisaje del alma.
De metáforas ferinas, contagios y virus vampíricos o de chillidos bestiales también parece sentirse asediada la mala conciencia del Imperio Británico. De hecho, para esta sociedad, la naturaleza misma no expresa otra cosa que antagonismo y peligro. San Jorge es el modelo iconográfico del momento. Hasta el punto de que, por todas partes, se siente el rechazo –teñido de miedo– a lo originario, en tanto que esencia maléfica e irrestañable del puro fluido vital. No es de extrañar que todo el mundo procure protegerse bajo la máscara imperturbable de la extrema convención, la disciplina rigurosa, el más exigente autocontrol, al tiempo que afila la posibilidad sinuosa de la reticencia y el sobrentendido.
Como si, en el fondo, se intuyese, bajo la seguridad y dominación del buen orden burgués –aparente, algo teatral: el gusto generalizado por la representación dramática, como doble metafórico del propio uso social, es muy significativo–, una última dimensión de realidad frágil y amenazada.
Como si la distancia entre barbarie o humanidad primitiva y civilización no fuese, en realidad, tanta como la que se consideraba en los altivos clubes de Londres. Y entonces las miasmas de las colonias y los barrios marginales y todo tipo de amenazas informes e impremeditadas estuviesen haciendo ya su labor de zapa, contaminación y venganza en el mismo corazón tan blanco y endeble de la City.
De la misma forma, por cierto, que el imaginario de la mente victoriana se veía poblado por una multitud de elfos, hadas, ninfas y gnomos que teñían de irracional sobrerrealidad la naturaleza misma.
Como si un cortocircuito, en definitiva, confundiese de repente la bestialidad con la soberanía, y el Imperio y su metrópoli no fuesen en verdad un mundo tan autónomo e inmutable como parecía o se quería creer.
Y, entonces, todas las cosas allí –y hasta los hombres– pudiesen hundirse de repente en la depravación, perder su forma y, por fin, en un segundo unánime y terrible, desaparecer.
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Para diferenciarse de su siniestro antepasado –un tal John Hathorne, que había participado en los ajusticiamientos de Salem– Nathaniel Hawthorne añadió una “w” al apellido. Es solo una letra, pero no es cualquier letra: en inglés es la inicial de witch: bruja.
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PARA TARKOVSKI
Soldados de Napoleón, disparando sobre el rostro de la virgen de la iglesia de San Francisco de Arezzo. Como solo se trata un entretenimiento, disparan únicamente perdigones.