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Mientras tanto#16 Continuará

#16 Continuará


 

I.

 

 

Las efemérides se escapan entre los dedos. Ha ocurrido con el pique Shakespeare/Cervantes; ha ocurrido con El Quijote y seguramente seguirá ocurriendo: cuando el Metropolitan Opera House de Nueva York cumplió 100 años, en 1983, preparó varios acontecimientos con motivo de su cumpleaños. Uno de ellos fue su versión del que se ha convertido en un pique histórico de los teatros de ópera para con El barbero de Sevilla, de Rossini y su secuela (compuesta antes) Las bodas de Figaro, de Mozart: cerrarlo todo con una ópera que convierta en trilogía involuntaria las andanzas de Figaro y compañía.

 

Se encargó a John Corigliano una ópera, que tardaría bastantes más años en componer y que acabó llevando por título The Ghosts of Versailles (Los fantasmas de Versalles), una ensoñación, al parecer basada en hechos reales, también de hechuras propias de Beaumarchais.

 

Leyendo al respecto, en algún lugar encontré un comentario de un oyente agradecido y emocionado, casi al borde de las lágrimas: «¡Tiene melodía!», celebraba, siendo esto algo insólito en la música del siglo XX, al parecer. Se puede escuchar el aria de soprano aquí.

 

Melodía tiene, aunque es cierto que también resulta inconfundible cierta «estridencia intuitiva» —voy a llamarlo así— que puede casar muy bien con el oído entrenado, pero que al oyente más casual le rechina como rascar una pizarra.

 

Ya charlamos aquí en torno a Pierre Boulez cuando falleció: ¿por qué, entonces, al francés sí le toleramos los Marteau sans maître y al sufrido Corigliano le pedimos más melodía, más Figaro, más soniquete pegadizo y silbable?

 

Porque probablemente en eso resida el éxito y el gracejo de las dos predecesoras más populares: en que tienen argumentos frívolos pero punzantes; en que poseen músicas complejas pero bailables; y en que constituyen, en fin, la perfecta alineación de gustos para todos los públicos.

 

Precisamente hizo el sábado pasado 200 años que se estrenó El barbero de Sevilla —fue un fracaso en su estreno—, y aquí la tenemos, encaramada al top 10 de óperas más representadas y sin mucho más rival que la contrapartida mozartiana.

 

¿Continuará?

 

Parece que sí. De hecho, ya ha ocurrido.

 

 

 

II.

 

 

Casi a la vez que Rossini brindaba con canelones y buen vino por su obra más conocida, Juan Carlos Ortega emitía uno de los programas más descacharrantes desde su rinconcito nocturno en la Cadena Ser: Asistan y deléitense con el sentido homenaje al compositor Gabriel María Cánovas, padre de la música atonal española y casado con una señora que no le perdona «la mierda de vida que me has dado […] componiendo sinfonías al tuntún».

 

Algún que otro crítico habrá reconocido, seguro, en quién estaba pensando Ortega cuando produjo este programa. Y se ofenderá: pero si no es capaz de reírse es que no ha entendido nada.

 

Porque la sátira, enmarcada en un programa generalista, viene a poner el dedo exactamente en la dificultad para perpetuar o repetir los megaéxitos de la historia de la música mal llamada clásica; o de la ópera. Y buena muestra de ese fracaso es lo que cuesta conseguir que alguien cierre el tiempo de Figaro, lo complete o inscriba en un bronce de la misma calidad que el mozartiano y rossiniano sus andanzas definitivas.

 

Corigliano hizo un esfuerzo ímprobo y cuyo resultado es difícil juzgar. Pero el hecho es que, si no me fallan los datos, desde su estreno en el Met The Ghosts of Versailles solo se ha representado una vez más.

 

 

 

III.

 

 

El último en recoger el guante ha sido David Pountney, el director artístico y figura imprescindible de la Welsh National Opera de Cardiff.

 

Pountney es, aparte del padre de toda una generación de directores de escena —estaba en el meollo de la English National Opera cuando empezó a descollar con sus producciones rompedoras—, alguien tremendamente consciente de la importancia de llegar al público.

 

Con sus luces, sus sombras y su carácter marcadísimo: se le atribuye haber dicho de los sobretítulos en ópera que serían como ponerle un profiláctico a las obras; pero también tiene en su haber el mérito de haberse convertido en uno de los más versátiles y populares intendentes de teatros del mundo. No le tiembla el pulso a la hora de programar piezas rallanas en el musical para atraer a grandes públicos; y también aboga por implantar, en su teatro, una manera de consumir ópera más próxima a irse de musicales —informal, diaria, para neófitos— que al de las grandes y sesudas producciones.

 

Por eso sería interesante ver qué sucedía este año con el cierre del ciclo Figaro Forever, con el que se proponía, de nuevo, completar la trilogía. En esta ocasión apostó por nuevas producciones de Bodas y de Barbero, y por una tercera piedra de toque que ha sido estreno mundial y rompedor por diversos motivos: el primero, que se llama Figaro gets a divorce (Figaro se divorcia), un elocuente cierre de filas; el segundo, por encargárselo a una mujer —cosa que por desgracia sigue siendo noticia—, Elena Langer; y en tercer lugar, por lograr lo que pocas veces se ve y a buen seguro devuelve a la gente la fe en la ópera: ella misma ha sido la encargada de la dirección musical de su obra.

 

El estreno fue un éxito en el que se resolvían varias líneas argumentales abiertas en los títulos precedentes, en una suerte de «qué fue de…» de lo más apetecible para el público menos familiarizado en general; pero que tiene a Figaro, Rosina y compañía frescos en la memoria.

 

Ahora la producción se va de gira —todo bañado por el éxito de Sweeney Todd, gira del año pasado y producción que arrasó en Gales—, y en apariencia seguirá cosechando muy buenos resultados. Difícil, sin haberla visto y oído, anticipar qué será de ella y dónde quedará, pero el esfuerzo merece aplauso y queda sobre la mesa: continuará.

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