Home Novela por entregas 16. El susurro de una gamba

16. El susurro de una gamba


Y de lo que empezó a darse cuenta cuando de pronto Delfina ya no le pareció gorda sino hermosa y vio sus ojeras expresivas más que tristes. Y eso que las ojeras de Delfina dejaban un rastro de melancolía que se podía seguir desde lejos y se veían más que ella, y a que era la más grande del Acuario. Tras su llegada, en la tercera piscina hubo que dormir más de medio lado y sin moverse para no despertar a los demás.

 

La diferencia era que a Piojo no le importaba ese esfuerzo, y a los demás, sí. Hasta el momento Piojo había sufrido con las apreturas y la promiscuidad casi más que con los gritos de Jonás y la dieta de sardinas siempre la misma, siempre, sin la menor sorpresa de lunes a domingo, y casi más que con el hecho incontestable de estar prisionero. Aplaudido por el público, pero prisionero. O mejor dicho, las apreturas y la promiscuidad eran la prueba misma de su falta de libertad: los delfines en libertad ni saben lo que es eso, cada uno de ellos vive desde que nace en espacios tan grandes que no se podrían medir, en el supuesto de que a alguien se le ocurriera semejante idea, porque sus límites están más allá de su propia capacidad de viajar. Sólo las ballenas le han visto los límites al viaje, y ni siquiera eso es seguro.

 

Al principio Piojo creyó que lo que sentía por Delfina era la compasión natural ante alguien que se ha quedado sin hijo, quizá el dolor que los delfines y ballenas reconocen más nítido, visible como una isla. Pero de alguna manera aquello evolucionó y, a medida que a Delfina se le iban borrando las ojeras, en Piojo nacía un deseo de estar más con ella, de salir con ella al mar a navegar a solas, un deseo de saber más.

 

Y fue entonces cuando Ramón le dijo un día:

 

Hoy es.

 

Hoy es qué.

 

Ramón le miró con sorpresa en su ojo quieto.

 

Pues qué va a ser. El día de tu fuga.

 

¿Mi fuga?

 

Sí. Se avecina tormenta y los turistas no vendrán a veros y Jonás se ha ido a una cita con un nuevo romance…

 

¿Tiene un romance? –A Piojo le parecía imposible que Jonás, con sus tatuajes de águilas y panteras en los brazos y sus bermudas que dejaban ver sus piernas peludas, tuviese un romance.

 

Sí, aquella señora vestida de rosa que aplaudía tanto y lanzaba grititos.

 

Piojo no caía. Había tantas, de esas…

 

Eso no importa –dijo Ramón–. Lo que importa es que tardarán por lo menos un día en descubrir que te has fugado.

 

Sí, pero, ¿y tú?

 

Ahora Piojo quería retrasar su huida. Delfina le retenía. Además, ¿qué sería de ella?

 

No te ocupes de ella –dijo Ramón tras una breve pausa en la que comprendió todo–. Te retrasaría. –Ramón sabía que un delfín enamorado o a punto de estarlo es más lento, se distrae…

 

¿Y tú? Sabrán que has sido tú.

 

– No te preocupes por mí –dijo Ramón, y sin más dilación lo acompañó hasta la rejilla, la levantó con uno de sus brazos largos y lo miró con el ojo más severo que le había visto hasta entonces.

 

Vete –le dijo–. Y fue entonces cuando le dijo que la tristeza de Delfina le impediría correr y haría que los capturasen.

 

Los recuerdos habían ido frenando a Piojo hasta dejarle casi inmóvil, haciendo la plancha y admirando la tormenta, que ahora era de noche, iluminada por los relámpagos. Las olas se atizaban unas a otras grandes golpes y estallaban en espumas, pero para el delfín eso era más un juego que una batalla pues nunca conseguían alcanzarle. Y cuando conseguía salir de las nubes, que la cercaban y pretendían atraparla sin descanso, una luna creciente teñía la noche y la tempestad con una luz de plata.

 

Todo lo cual retrasó, retrasó mucho, el que Delfín se diese cuenta de que algo le hacía cosquillas en la barbilla. Como si, en una especie de adolescencia, le estuviese a punto de salir una pequeña barba rala y sabia. A algunos peces les ocurre.

 

Al fin Piojo comprendió que algo pasaba bajo su cabeza y se retiró un poco. Y tuvo que esperar a un relámpago para alcanzar a adivinar ahí frente a él a una pequeña gamba rosa, según le pareció adivinar entre todo ese mar boca abajo. La gamba se agitaba como un gusano enganchado a un anzuelo y hacía las cosas más extrañas.

 

Y gracias a que los delfines son muy listos –otro animal habría hecho desaparecer la gamba de un bocado y la habría olvidado de inmediato, el Piojo terminó por comprender que la gamba se agitaba y movía todas sus antenas y sus patas y los ojos casi se le desprendían del cuerpo, por puro y físico terror. Eso, en primer término… Y también para decirle algo.

 

Pero la voz de la gamba es un susurro y la tempestad no amainaba. Y Piojo no conseguía oírla.

 

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