Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Acordeón17.514 (desaparecidos en Líbano)

17.514 (desaparecidos en Líbano)

Todos contra todos podría ser el burdo resumen con el que intentar explicar la implacable guerra civil que asoló el Líbano durante 15 años. Una guerra extremadamente larga, penosa y llena de desencuentros entre los diversos grupos religiosos y políticos que conforman el complejo tejido social del país. Desde 1975 hasta el inicio de los años 90, el país del cedro se convirtió en el campo de batalla en el que especialmente Israel, Siria y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) buscaban dirimir sus propios conflictos y luchas intestinas.

 

La masiva llegada de guerrilleros palestinos de la OLP, expulsados de Jordania tras el septiembre negro de 1970, desequilibró por completo las estructuras de poder libanesas. La OLP pronto comenzó a formar milicias armadas entre los refugiados del sur del Líbano, donde se hallaban plenamente asentados, como plataforma para sus ataques contra Israel. Ante la amenaza palestina, los cristianos no dudaron igualmente en constituir sus propias milicias.

 

“Casi se puede decir que la guerra empezó porque un conductor no respetó una dirección prohibida”, bromeaba un testigo presencial en los periódicos de la época al recordar aquel 13 de abril de 1975, oficialmente considerado como el primer día de la guerra civil. En el fatídico domingo se produjo uno de los habituales altercados entre un automóvil con varios palestinos y un falangista que resultó atropellado. Horas después varios hombres armados atacaban una iglesia en la que se encontraba el líder falangista Pierre Gemayel, desencadenando un tiroteo en el que murieron el guardaespaldas de Gemayel y dos de sus colaboradores. Los falangistas no tardaron en responder a la provocación abriendo fuego contra un autobús repleto de civiles palestinos. Veintisiete pasajeros fueron asesinados. La espiral de violencia se extenderá rápidamente por todo Beirut que, en menos de 3 días, acumulará más de 300 muertos, y por el resto del país. El Gobierno libanés, muy debilitado, no verá otra alternativa que pedir la intervención siria. Damasco, aliado de los cristianos en esos convulsos años, envía tropas en mayo de 1976 con el fin de controlar a los palestinos, aunque solo conseguirá imponer un frágil equilibrio.

 

En 1978 Israel pone en práctica la Operación Litani, que supondrá la invasión del sur del país y la creación de un cinturón de seguridad a lo largo de toda la frontera para frenar los ataques de los milicianos palestinos. En 1982, ante la continuidad de las ofensivas palestinas provenientes esta vez del centro, las tropas israelíes lanzarán una nueva campaña derrotando tanto a los palestinos como a sus aliados. Cuando el Ejército israelí toma Beirut, la OLP es evacuada. La intervención de Israel y su alianza con los cristianos cambiará, una vez más, el enmarañado mapa de alianzas, con una Siria cada vez más fortalecida apoyando en esta ocasión a los grupos islámicos.

 

En los años sucesivos fracasarán todas las tentativas de paz y reconciliación y no será hasta finales de los 80 cuando se inicie, lentamente, la desmovilización de las guerrillas y su inclusión en la política formal. En 1990 las últimas zonas de conflicto, especialmente en Beirut, son pacificadas y un año más tarde se concede una amnistía general a los ex-combatientes, lo que no impedirá que la ocupación siria dure hasta 2005 y la israelí de la zona meridional hasta el 2000. 

 

Las cifras finales de la dilatada guerra son difíciles de precisar aunque las fuentes más fiables estiman que entre 100.000 y 150.000 personas perdieron la vida (un 7% de la población), un millón de personas resultó herido, 100.000 con diversos grados de discapacidad permanente, y otro millón huyo al extranjero. A ellos se suman más de 17.000 desaparecidos, según las cifras manejadas por las ONG especializadas en este asunto.

 

 

Los 3 grandes escenarios

 

La inmensa mayoría de las víctimas que desaparecieron en el Líbano lo hicieron a manos de las distintas milicias, tanto libanesas como palestinas, que controlaban el país durante la guerra. Las circunstancias en las que se produjeron la mayor parte de las desapariciones apuntan con mucha probabilidad a que fueran asesinadas. Pero en la actualidad lo único que puede constatarse es la existencia de fosas comunes a lo largo de todo el país, incluyendo un campo de golf junto al aeropuerto de Beirut bajo el que, tal y como escribió el periodista inglés Robert  Fisk, “hay quizás 1.000 civiles palestinos arrojados allí por los falangistas tras las masacres de Sabra y Shatila en 1982”. Los dueños del campo de golf, por supuesto, han rechazado siempre las insinuaciones.

 

Precisamente Fisk fue uno de los primeros en presentarse en el campamento de Sabra y Shatila aquella mañana del 18 de septiembre de 1982. El espectáculo era espantoso: “cuerpos de bebés ya en descomposición se mezclaban con pilas de basura, latas de comida procedentes de Estados Unidos, material del Ejército israelí y botellas de whisky vacías”. La orgía de sangre vengaba el asesinato cuatro días antes de Bashir Gemayel, el presidente electo, y de toda la plana mayor de la Falange en su cuartel general de Beirut. En lo que respecta a las víctimas nunca se contabilizó su número. En los días siguientes a la matanza, la Cruz Roja y otras organizaciones recogieron los cuerpos tirados por las calles y desenterraron los cadáveres ocultos en las tumbas más superficiales con el fin de que sus familias pudieran identificarlos. Los esfuerzos por establecer una lista de muertos pronto  se diluyeron víctimas del espíritu de “reconciliación nacional” con el que se pretendía pasar página. El falangista libanés Elie Hobeika, señalado como responsable material de la matanza, nunca fue acusado en un tribunal, lo que le permitió ocupar, incluso, un puesto de ministro en el Gobierno libanés de la década de los 90. Un coche bomba en Beirut le hizo volar en mil pedazos justo cuando se preparaba para testificar en el tribunal belga de crímenes de guerra en contra de Ariel Sharon.

 

La cifra final de muertos de Sabra y Shatila baila en torno a las 2.000 personas, aunque aquí no estarían incluidos los cuerpos enterrados en las fosas comunes que nunca se abrieron ni los restos que quedaron atrapados bajo las moles de escombros. Mucho menos los desaparecidos. De sarcástico cabe calificar el testimonio de un miembro de la milicia falangista que había tomado parte en la masacre y al que un diario interrogó sobre el número de víctimas: “Lo averiguaréis si algún día construyen un metro en Beirut”.

 

La desalentadora conclusión es que más de 20 años después del final de la guerra civil el Estado libanés apenas ha realizado exhumaciones en las fosas comunes, ni siquiera cuando su existencia ha sido oficialmente reconocida. Las fosas comunes que han aparecido, de hecho, fueron descubiertas de forma accidental en obras de construcción o en medio de sitios arqueológicos, pero se piensa que pueden existir muchas más. No ha habido investigaciones serias para identificar la ubicación de las fosas repartidas por todo el país, ninguno de los partidos políticos ha demostrado la clara voluntad de sacar el tema adelante y no son pocos los que sostienen, tal y como afirmó el pragmático líder druso Walid Jumblatt, que “en la guerra pasan estas cosas…”.

 

El segundo de los escenarios nos conduce hasta Siria. Otras muchas de las víctimas fueron secuestradas por el Ejército sirio o sus servicios de seguridad y transferidas extra-judicialmente a cárceles sirias. No hay que olvidar que la presencia siria en Líbano se remonta a 1976. Pero incluso en fechas posteriores a 1990, y a pesar del final de la guerra, el Ejército sirio continúo el secuestro de nacionales libaneses dentro del territorio libanés y los trasladó ilegalmente a cárceles en Siria, a menudo con la asistencia de los distintos servicios de seguridad del Líbano. A algunas de las víctimas probablemente las ejecutaron en territorio sirio, sin embargo, existen testimonios de ex detenidos que sugieren que varios centenares de ciudadanos libaneses todavía podrían estar vivos y en régimen de incomunicación dentro de las cárceles sirias, a pesar de que durante mucho tiempo las autoridades de ambos países desmintieron oficialmente que esto fuera posible. Aún así, de acuerdo con la ONG libanesa Solide, en marzo de 1998, 121 detenidos “reaparecieron” de repente después de su puesta en libertad de las prisiones sirias. De nuevo, en diciembre de 2000, las autoridades sirias dejaron en libertad a 48 ciudadanos libaneses algunos de los cuales habían sido declarados muertos por el Gobierno libanés. Finalmente, en agosto de 2008 el ministro de Justicia libanés reconocía en una entrevista que 745 de sus ciudadanos permanecían encerrados en Siria. Algunos eran criminales convictos, a otros los definió, sin el menor atisbo de ironía, como víctimas de “desapariciones forzadas”.

 

Curiosamente, el inicio de las revueltas en Siria ha devuelto ciertas esperanzas a las familias de desaparecidos que se cree que puedan reposar en suelo sirio o en cárceles del país vecino. La ONG Solide anunciaba en octubre del año pasado, de forma quizás un tanto optimista, que la caída del régimen de Bashar al-Assad significaría la liberación de muchos detenidos y la desclasificación de numerosos informes que ayudarían a rastrear el paradero de otros.

 

Por último, hay que citar también los secuestros llevados a cabo por el Ejército israelí o por las milicias aliadas con Israel. Durante la ocupación israelí  muchas de estas víctimas fueron detenidas o enterradas en el sur del Líbano. Otras fueron trasladadas a Israel y acabaron en fosas comunes. Las personas secuestradas han funcionado de forma habitual como moneda de cambio en las negociaciones entre Israel y Hizbolá. Precisamente el último capítulo de la guerra del Líbano de julio y agosto de 2006 se cerró dos años más tarde cuando el grupo chií entregó los restos de dos soldados israelíes capturados en la contienda a cambio de la liberación del terrorista Samir Kuntar, el preso libanés que más años ha estado en una cárcel israelí, otros cuatro prisioneros y los cuerpos de 200 combatientes. 

 

 

Los que se quedaron

 

Audette Salem, de 77 años, es una de las mujeres cuya voz ha roto el silencio al que se vieron forzadas las familias de los desaparecidos tras la guerra. Junto con otros familiares y con el respaldo de la ONG Solide estableció en el año 2005 un campamento en el centro de Beirut con el que se reclamaba una investigación oficial de lo sucedido. Su historia, por desgracia, no tiene nada de particular en el Líbano. El 17 de septiembre de 1985 su hijo Richard de 23 años y su hija Marie-Christine de 19, acompañados por su tío George, conducían de vuelta a casa para almorzar. Nunca llegaron. En alguna parte del trayecto fueron secuestrados por una milicia drusa. En casa, Audette aguardó durante horas. Miró y miró a través de los cristales de la ventana esperando el Volkswagen naranja de su hijo. Fue en vano. Al anochecer la mujer no dudó en salir del apartamento, arriesgando la vida en las calles del brutal Beirut de los 80, para obtener alguna información. Los líderes de la milicia dieron la callada por respuesta. No sabían nada, nadie había sido testigo de nada. Audette nunca volvió a ver a su familia.

 

Cuando la guerra concluyó, la mujer visitó de nuevo a los líderes de la milicia, muchos de ellos convertidos ya en honorables miembros del Gobierno. Le aconsejaron entonces que no removiera el pasado, una petición inconcebible para una madre aferrada a la esperanza y que ordenaba las habitaciones de sus hijos cada mañana como si fueran a reaparecer por la tarde. Limpiaba la guitarra y las maquinillas de afeitar de Richard, preparaba la cama de Marie-Christine, colocaba su maquillaje.

 

Audette fue entrevistada tres veces por una comisión establecida por el Gobierno con el fin de investigar la cuestión de los desaparecidos, pero pronto se sintió defraudada ante la ausencia de resultados. Poco después de que la guerra finalizara el Gobierno libanés decretó una amnistía general protegiendo a los miembros de las milicias y evitando así que pudieran ser juzgados por los terribles crímenes de guerra. De esta forma se evaporaba cualquier posibilidad de crear un verdadero debate sobre lo ocurrido. En un país en el que no se menciona ninguna fecha relacionada con la guerra ni hay espacio para los monumentos conmemorativos –hasta hace pocos años la fosa común del campo de refugiados de Sabra y Shatila no era más que un vertedero de basura-, la mejor salida posible ha consistido siempre en actuar como si la guerra nunca hubiera existido. Sepultarla bajo la tierra como a miles de cadáveres sin nombre.

 

Audette vivió en su campamento de protesta durante 1.495 días, renunciando a la comodidad de su hogar y con la única compañía de otros familiares ansiosos por conocer el destino final de sus parientes más queridos. Después de 25 años la verdad nunca se apiadó de ella. Su lucha terminó en 2009, un conductor temerario la mató cuando cruzaba la calle.

 

Igual de desgarradores son los recuerdos de Amineh al-Sharkawi, de 78 años, cuyo hijo Ahmad se evapora en 1986 a los 22 años. Al joven no le interesaba la política, trabajaba en la construcción, vendía cigarrillos por las calles cuando necesitaba un dinero extra. Una noche llamaron a la puerta en su humilde casa de Beirut Oeste. Hombres de la milicia chií de Amal se llevaron a Ahmad a la infame torre Murr, un rascacielos abandonado hoy en el centro de la ciudad, y que en los años de la guerra vivía sus días de gloria como nido de francotiradores y base de Amal. La familia pronto se enteró de que su hijo había caído prisionero de los sirios y viajaba ya rumbo a Damasco. Su madre removió toda Siria, todo el Líbano, preguntó en todas partes por él… Hoy solo le quedan sus palabras: “Quiero que mi hijo vuelva aunque me den sus huesos en una bolsa de plástico. Quiero enterrarlo junto a su padre”.

 

Siria renunció al Líbano en 2005 debido a la fortísima presión internacional tras el asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri en febrero de ese mismo año. La dinastía Assad siempre negó retener a ciudadanos libaneses en contra de su voluntad, pero después de la retirada de sus tropas se localizaron cinco fosas comunes en distintos edificios que habían sido utilizados por los sirios como cuarteles.

 

El caso de Afifeh Mahmoud es incluso más dramático. La mujer extrae varias fotografías fotocopiadas de un sobre.  Las tres primeras corresponden a sus hermanos Jamil y Hassan, la tercera es de su hermana Lamia. “No estaba con ellos el día que desaparecieron en agosto de 1976.Tenía que trabajar”. La familia vivía en el campo de refugiados palestinos de Tel al-Zaatar, destruido después de más de 100 días de cerco por una coalición de milicias maronitas y falangistas y el inestimable apoyo de Hafez al-Assad, el padre del actual presidente sirio. Se calcula que murieron unas 2.000 personas. Afifeh relata el peligro implícito de volver a entrar en el campo y buscar a su familia en medio de la carnicería. Las carreteras estaban cortadas, los accesos bloqueados, las milicias cumplían a la perfección con su labor de limpieza. La cuarta foto que conserva es de un adolescente, su primo Ahmed de 14 años, al que se le perdió la pista en el fragor de la batalla. La pesadilla se completa con una quinta fotografía en la que aparecen dos mujeres: su madre y otra de sus hermanas, la más pequeña. La historia de Afifeh salta entonces a 1982, año de la invasión israelí. Un día de verano se encontró su casa ardiendo. No había ni rastro de su madre ni de su hermana de 13 años. No ha vuelto a saber nada de ninguno de sus parientes.

 

Pero quizá el más famoso de los desaparecidos libaneses sea el imán Musa al Sadr, uno de los clérigos chiíes más respetados, y cuya figura se desvanece el 31 de agosto de 1978 durante un viaje a Libia que tenía como propósito negociar el fin de la guerra civil libanesa. La leyenda dice que se esfumó después de una desagradable entrevista con Gadafi  en la que, presuntamente, le habría pedido que cesara la venta de armas a los palestinos.

 

Musa no era un imán cualquiera. Nacido en Irán de padres libaneses, no tardó en erigirse como líder de la comunidad chií. El clérigo fue, además, el fundador del Movimiento Amal, reputado como la segunda fuerza política chií después de Hizbolá. El paradero de Sadr continúa hoy en día siendo un misterio, si bien las últimas informaciones apuntaban a que sus restos yacían en una granja a las afueras de Trípoli, pero cabe preguntarse por qué la justicia libanesa después de más de tres décadas, sí se movilizó y ordenó en este caso la detención del presidente libio por su presunta vinculación con la desaparición del imán. Al fin y al cabo, si los suníes, a través de Hariri tienen su propio juicio estrella, ¿por qué no habrían de tenerlo también los chiíes…?

 

 

¿Justicia?

 

Han transcurrido poco más de veinte años desde que las facciones combatientes del Líbano pusieran punto y final a los enfrentamientos. A lo largo de estos años las autoridades libanesas no han efectuado ninguna investigación oficial creíble que permitiese determinar la suerte que corrieron las personas desaparecidas así como llevar a los responsables ante la justicia. Informes policiales de 1991 rescatados por Amnistía Internacional y la ONG UMAM D&R recogían 17.514 casos de desaparecidos, pero las comisiones creadas en años posteriores no consiguieron concretar nada y muchos menos arrojar cifras definitivas.

 

El Gobierno sí demostró su efectividad con la ley de amnistía de 1991 que decretaba un indulto general para todos los crímenes políticos, incluyendo secuestros y desapariciones cometidas durante la guerra civil, y que guardaba un aberrante silencio sobre las víctimas y sus familiares. Ni Siria ni Israel han mostrado excesiva preocupación en investigar las muertes y secuestros de los que sus tropas fueron responsables. Y exceptuando el archiconocido Tribunal Especial para el Líbano, que juzga el asesinato del ex primer ministro Hariri, la comunidad internacional no ha manifestado el menor interés en solicitar que se hagan investigaciones.

 

El del Líbano se asemeja pues a un intento errabundo, a veces estrambótico, por esquivar el pasado, sin atreverse a soñar con el futuro. Su presente se tambalea a duras penas sobre las arenas movedizas del olvido y la amnesia colectiva. En la mente de muchos, muchísimos libaneses, la guerra todavía arde como una hoguera que no termina de consumirse, pero de la que oficialmente nadie habla. Una guerra durísima y atroz que trajo como consecuencia el desplazamiento masivo de miles de personas, los asesinatos más cruentos, las desapariciones, los secuestros, todo tipo de abusos. El hecho de que el Estado libanés no emprenda un proceso de  justicia y reconciliación nacional, junto con la negativa similar de los gobiernos de otros países involucrados, se traduce en el más absoluto desamparo de las víctimas y en la aplastante impunidad de los que cometieron esos delitos. 17.514 desaparecidos. Una cifra vacía que no logra describir el sufrimiento y el desasosiego de las personas que han vivido en la mortificante incertidumbre más de 30 años, esperando el sonido de unos pasos conocidos, una llamada en  la puerta, el rostro familiar que reaparecerá… Ahogados en la esperanza, ignoran si sus seres queridos están vivos o muertos, qué fue de ellos, si algún día podrán enterrarlos y llorar su pérdida, al fin, de verdad. Mientras, su barco, el de todo el Líbano, se mece a la deriva en una extraña calma anegada por el dolor.

 

 

 

María Iverski es periodista y vive en Beirut. En FronteraD, donde mantiene el blog Atisbo a Fenicia, ha publicado los artículos El balcón árabe, Una francesita en Moscú, Teatro gitano, Correo rojo, Una alcohólica creativa, La sombra del Dubrovka y Celine.

Más del autor