Ese año sucedieron muchas cosas. McDonald’s abrió el primer restaurante en el país y la gente acampó en la puerta del local desde las dos de la mañana. Una mujer y su hijo de ocho años se convirtieron en los primeros clientes en probar una cheeseburger. Era imposible pasar por la rotonda de El Cristo sin quedar atrapado en un tráfico espantoso: todo el mundo hacía fila para ser atendido en el autoservicio. Andrés y yo llegamos tarde al colegio tres días seguidos pese a las maniobras de Segundo, el chofer, por evitar la congestión.
-¿Es buena esa comida, señora?- le preguntó el chofer a mamá a la hora del almuerzo, cuando tuvo que explicarle la razón de los retrasos. A mamá no le importaba mientras no la llamaran los curas de La Salle.
-Es una porquería-, dijo, -pero si ellos han venido significa que por fin llegó la civilización-.
Así que teníamos McDonald’s y embotellamientos como cualquier otro país del primer mundo. El milenio se aproximaba y las señales de lo que vendría después ya estaban en el aire. El pueblo votó en las presidenciales por el General anciano, y en medio de la fiesta fueron pocos los que se acordaron de los toques de queda, del terror y de los muertos. Un compañero del colegio, del que estaba enamorada en secreto desde niña, actuó de General en una película que la profesora nos obligó a ver y discutir en clase; el General, de adolescente, había sido disciplinado, valiente y respetuoso con sus padres, y había servido a su patria. Los chicos de mi curso iban a la premilitar y empezaban a enseñar musculatura, y era lindo pasarles la mano por las cabezas rapadas.
Adam y yo fuimos los únicos que no tomamos los cursillos de la Confirmación. A él lo excusaron porque era canadiense y qué podía esperarse de la gente de esos lados, que no tiene moral ni religión, pero el cura amenazó con aplazarme si no me confirmaba. Soy judía, hermano, le dije por zafar en su oficina, y a mamá esa respuesta le dio tanta risa que se la contaba a todo el mundo, orgullosa de mis ocurrencias.
Eran tiempos distintos. Mamá mantenía dos empleadas en la casa, Norma y Betty, aparte de la cocinera, doña Lidia, y siempre se las arreglaba para exigirles mucho y pagarles poco (una vez, en un té con sus amigas, jugaron a contar quién había hecho llorar a más empleadas). Todavía era joven y demostraba la arrogancia que otorgan la belleza y el dinero, y una voluntad capaz de doblegar la mía y la de todos los demás. Se casó con papá siendo casi una adolescente, embarazada de Andrés. Tía Perla me contó que la noche antes de la boda mamá se la había pasado llorando, de manera que tuvieron que cubrirle la cara con paños fríos para que no saliera hinchada en las fotos. Eso era difícil de creer porque mi madre siempre mostraba la fría serenidad de quien ya lo ha visto todo, y me costaba imaginarla joven y pobre y vulnerable, y más feliz de lo que había sido nunca con papá. Mamá no hacía nada, aunque en los formularios ponía como profesión ama de casa. Vivía en el teléfono, a veces con mi tía, pero la mayor parte del tiempo con un amigo de la infancia que tenía un nombre extraño, Hermes o Atilas o Aristóteles o algo así.
-Estoy cansada de ser la esclava de esta casa-, decía. -Aquí todo el mundo hace lo que le da la gana, menos yo. Algún día agarro mis cosas y me voy a vivir sola, aunque tenga que cuidar ancianos para mantenerme-.
Echada en el sofá, la cara cubierta por una máscara de hielo azul que retrasaba las arrugas, se negaba a hacerse cargo de la casa o de nosotros, y habíamos aprendido a firmar nuestras libretas y a no interrumpirla demasiado. No me interesaban sus conversaciones, pero una vez le escuché decir mi nombre y me detuve en el pasillo a esperar lo que seguía.
Por supuesto que a todos los hijos se los quiere igual, decía, por más que sean ingratos y le llenen a una la vida de problemas. Pero Andrés era un bebé tan lindo y tan alegre. Parece que lo hubiera hecho yo sola, mientras que Analía es calcada a su padre. Incluso en los berrinches.
Asomé la cabeza y mamá hizo un gesto con la mano para que cerrara la puerta y la dejara en paz, sin siquiera molestarse en apartar el auricular de la oreja.
-Ojalá te murieras- le dije antes de tirar la puerta a mis espaldas. Al dar la vuelta para salir corriendo casi hice rodar a doña Lidia, que pasaba a mi lado cargando la charola con la jarra de refresco y un vaso con hielo.
-Le va a caer una maldición por hablar así-, me dijo, porque era evangelista y creía en esas cosas, aunque se cuidaba de decirlo delante de papá. Ni siquiera me tomé el trabajo de contestarle: si algo había aprendido era a no discutir jamás con los empleados, y sólo doña Lidia se atrevía a hablarme de esa forma porque ya llevaba diez años en la casa. Salí al jardín y grité “Segundo” con la voz temblorosa, y lo encontré vaciando la piscina, con el agua a la cintura y una camisa vieja cubriéndolo del sol. Mariposas muertas, mosquitos y ranas con las patas estiradas flotaban en el agua. Le ordené que lo dejara todo y me llevara al Victory de inmediato, y lo dije de malos modos para que se diera cuenta de mi urgencia. Durante el trayecto permanecí echada en el asiento de atrás, por un lado para esconder de su mirada mi cara enrojecida, pero también porque no quería que me viera la gente de la calle. Me daba una vergüenza terrible que confundieran al chofer con mi padre o con mi hermano.
-Andate a la casa y no digás a nadie dónde me trajiste-, le dije antes de subir corriendo las escaleras del café, al que había empezado a ir por mi cuenta desde el año anterior. El mesero del Victory me conocía y nunca hacía preguntas.
-Un daiquiri-, pedí. Nunca había visto esa bebida. Sonaba tan bonita la palabra, tan de adulto. El trago era precioso, de colores. Mordía las entrañas. Se estaba bien ahí, probando cosas nuevas. Me apoyé en el balcón, pensando en que la vida era aburrida. Deseaba ser mayor para poder irme de la casa. Quería conocer a gente de otros lados y vivir todos juntos en una comunidad, sin tener que casarnos jamás o tener hijos. Eso estaría bien, pensé, mirando distraída el movimiento de la gente de la calle. Un hombre muy moreno me hizo hola con la mano, como si me conociera. Estaba sentado en la acera, limpiándose el sudor con un pañuelo, y al principio creí que se trataba de un borracho o de un mendigo. Mi corazón dio un salto.
-Segundo-, grité desde el balcón. -¿Qué estás haciendo?-
-La estoy esperando-, contestó, también a gritos.
-Te dije que te vayás.-
-Su papá me mata, niña.-
-Te doy plata, pero andate. Y no me digás niña.-
Putos espías todos, comprados con la plata de mis padres, pensé, y de pronto se acabó el encanto del daiquiri y de la tarde, y empezó a pincharme la imagen del chofer en la acera, sudoroso y resignado. Era capaz de quedarse ahí toda la tarde. Así que dejé un billete sobre la mesa y salí sin esperar el cambio.
Segundo me llevó de vuelta a la casa en silencio, separados por la música en inglés que no se atrevía a cambiar en mi presencia. Tuve suerte de no encontrar a mamá. Papá estaba todavía en el trabajo. Siempre llegaba tarde. Mamá sospechaba que estaba viendo a alguien, pero decía que le daba igual mientras fuera inteligente y no dejara que la gente hable. El único ruido provenía de la cocina, donde doña Lidia se ocupaba de la cena mientras escuchaba las canciones de una radio evangélica. Yoni, su hijo de dos años, jugaba en el piso de cerámica arrastrando una caja con ruedas. No sabíamos quién era el padre y doña Lidia evitaba hablar de eso, avergonzada de haber tenido un hijo sin casarse y siendo tan mayor. El niño había aprendido a jugar solo y no lloraba mucho, pero igual era un estorbo. Norma y Betty se quejaban de que desordenaba todo. Por encima del hombro de doña Lidia espié lo que estaba cocinando.
-Usted sabe que no como carne- me quejé, frunciendo la nariz, muerta de asco. Me había vuelto macrobiótica desde enero y me alimentaba casi por completo de Corn Flakes y pipocas. Mis padres no se habían dado cuenta, por milagro, y doña Lidia protestaba, cansada de trabajar el doble preparando platos especiales para mí.
Todos quieren algo diferente en esta casa, dijo. No pienso ponerme a cocinar de nuevo. Nunca puedo irme a dormir antes de la medianoche. Estoy cansada.
Tuve ganas de insultarla, pero me contuve. Podía darse el lujo de hablarme de esa forma mientras no abriera la boca delante de mis padres. Saqué un yogur de coco de la heladera y me dije que en adelante no iba a jugar más con Yoni aunque viniera a buscarme al cuarto, a ver si así aprendía doña Lidia.
En la sala encontré a Andrés peinándose frente al espejo, el cabello todavía mojado por la ducha. Era alto y delgado y había heredado los rasgos delicados de mamá, pero no su aire glacial de reina de las nieves. Por alguna razón habíamos comenzado a distanciarnos, y me dolía que ya no le gustara pasar tiempo conmigo y que pareciera lejano y lleno de secretos.
-Mamá dice que este fin de semana te quedás en casa, por malcriada-, dijo Andrés, sonriéndole a su propia imagen en el espejo.
-Esa puta-, le dije. -Prefiero morirme a quedarme en esta casa.-
-Callate-, me advirtió. –Te van a escuchar las empleadas.-
-Es una puta y lo digo cuando me da la gana.-
-Idiota-, dijo Andrés, moviendo la cabeza de una manera que me hacía sentir ridícula y pequeña. La sangre se me agolpó en la cara.
-Idiota vos-, le dije. -Papá dice que sos un bueno para nada.-
Papá no había podido perdonarle que lo hubieran expulsado de la premilitar el año antes, por motivos que nadie quería explicarme a pesar de mi insistencia. Lo único que sabía era que hubo que pagarle a un coronel para que Andrés consiguiera la libreta.
Mi hermano acercó su cara a la mía y por un momento creí que iba a pegarme.
-Estás oliendo a trago-, dijo simplemente, y salió a la calle sin mirar atrás.
No fue ese año, sino el anterior, cuando comencé a detener autos en la calle y a pedir que me acercaran al centro. No sé por qué lo hice, tal vez lo vi en la tele. Nunca se me ocurrió que pudiera pasar algo. Una vez un tipo me regaló un rosario fabricado con monedas de dos centavos, de las que ya no existen, que había hecho su hija en un centro para drogadictos. En otra ocasión, el conductor que me llevaba atropelló a un heladero que andaba en bicicleta, y el hombre no permitió que lo dejáramos en el hospital porque estaba atrasado y necesitaba seguir vendiendo sus helados.
Un día papá me encontró subiendo al auto de un desconocido. Había visto a papá manejar a los hombres del campo sin ayuda, pero esto era distinto. Creo que hubiera preferido que me matara a golpes. Quién sabe lo que pensó, las imágenes de mí que se le habrán atravesado. La expresión de su cara bastó para dejarme helada. Mamá estaba enferma del disgusto y no quería enterarse de los detalles del asunto. No recuerdo una palabra de lo que hablamos, sólo sé que durante toda la conversación me concentré en los ojos de vidrio del caimán embalsamado de la sala para no tener que mirar a papá, y que a él le costó recobrar la compostura. Después de eso contrató al chofer para que se encargara de mis idas y venidas.
El negocio de mi padre andaba de maravillas. El General le había concedido más tierras de las que podría trabajar nunca. Finalmente, después de una década de intentarlo en vano, nos aceptaron en el Country. Me resistí a ir porque odiaba todo lo relacionado con mis padres, y también porque estaba tan delgada que tenía miedo de que me vieran en bikini y me dijeran algo. La dieta macrobiótica había dado resultados, y ahora que podía contarme las costillas no dejaba de mirarme en el espejo, fascinada. Andrés tampoco iba. El trato entre él y papá se había vuelto más tenso y a sugerencia de tía Perla estaba yendo al psicólogo, aunque de eso no se hablaba en casa, entre tantas otras cosas que se mantenían en silencio. Apenas veía a Andrés en el colegio, y si alguna vez coincidíamos en las fiestas pasaba a mi lado como si no me conociera.
-¿Ése no es tu hermano?-, preguntaban mis amigas, que estaban locas por él. Pero Andrés no le hacía caso a ninguna, quizás porque éramos más chicas y le parecíamos poca cosa. Una vez, en el periódico, salió una foto suya al lado de una reina de belleza y mi madre se puso muy contenta.
-No es de buena familia, pero es linda-, dijo mamá, que se creía descendiente de aristócratas y siempre estaba preguntando a mis amigas por los apellidos de sus padres. —¿Por qué no viene a cenar?
Andrés se puso nervioso y contestó que algún día, aunque la verdad es que nunca vimos a la chica por la casa. No me sorprendió, porque yo prefería morirme antes que castigar a mis amigos con la charla de mamá. Papá estaba tan ocupado con el Country y el trabajo que a veces coincidíamos solamente los fines de semana, e incluso en esas ocasiones me daba la impresión de que tenía la cabeza en otra parte. Con Andrés era distinto. A él parecía estarlo vigilando todo el tiempo, corrigiendo su postura, atento a cada uno de sus gestos.
-¿Ya sabés que vas a estudiar?- le preguntaba.
-Todavía estoy pensando- decía Andrés, y yo notaba la espalda de mi madre arquearse de ansiedad.
Hacía poco habían viajado juntos al campo para que Andrés se enterara de cómo funcionaban los negocios, pero el viaje había sido un desastre. El auto se estancó en medio camino y Andrés, en palabras de papá, resultó ser un inútil.
-Es tu culpa-, le gritó a mamá a la vuelta, mientras bajaban la conservadora. -Tanto adulo, tanto tratarlo como una princesita. Ahí tenés lo que has criado. No aguanta los mosquitos. No le gusta la comida. No sabe cambiar una llanta. No parece hijo mío.-
Mamá no dijo nada porque creo que se había cansado de papá. Ella también empezó a pasar mucho tiempo fuera, con su amigo. Ya no le interesaba ocultarlo.
-¿Dónde vas?-, le preguntaba, y ella me trataba con la misma impaciencia que a papá, como si mi presencia la empujara a un lugar donde no quería estar. A veces dejaba la cartera al lado del teléfono y yo aprovechaba para saquearla para comprobar si se daba cuenta de mis robos.
Las empleadas parecían ahora las dueñas de la casa. A mí no me importaba para nada, pero doña Lidia se escandalizaba. Decía que mi madre no debía permitir que Betty y Norma fueran y vinieran a su antojo, riendo y conversando y dejando que el polvo se acumulara encima de los muebles. Qué le importa, usted es sólo la empleada, le decía para hacerla enojar, y ella se lamentaba de que yo siempre había sido así, perversa, desde chica. Segundo se pasaba el día llevándome recados, buscando películas del videoclub y comprándome revistas de los kioscos. Era lindo quedarme en la casa cuando nadie más estaba. Una tarde me puse a revolver cajones y encontré una partida de matrimonio que probaba que papá había estado casado antes con otra mujer. El descubrimiento me dejó temblando y feliz. Luego mamá llegó borracha y despeinada, y doña Lidia corrió a desabrocharle el vestido y quitarle los zapatos.
-¿Estoy vieja, Lidia?-, le decía, con todo el maquillaje corrido por la cara. -Dígame la verdad.-
-Estás vieja y acabada y me das pena-, le dije.
Mamá me insultó y corrió detrás mí, pero se quedó enredada en el vestido. Salí a la calle con su voz zumbando en mi cabeza. Tomé un taxi hasta el Victory y estuve sentada varias horas, pensando en el certificado de matrimonio y en lo mucho que odiaba a todo el mundo. Dejé que un tipo se sentara en mi mesa y me invitara tragos. Tenía un cinturón de cuero con una hebilla enorme y un collar de oro con una víbora enroscada como pendiente. Se cobró metiéndome mano por debajo de la mesa, y el mesero nos miraba desde el fondo del café y sonreía.
-Vamos a dar una vuelta-, dijo.
-No puedo. Tengo cáncer-, contesté, y empecé a bajar las escaleras de dos en dos, de cuatro en cuatro, sin siquiera despedirme.
Eran las últimas horas de la tarde y me dolía la cabeza. Tomé otro taxi al vuelo y le pedí al conductor que me llevara al Country. Toda esta ciudad es una mentira, pensé, y tuve ganas de confesarle a papá cosas siniestras. Cosas que no fueran necesariamente ciertas, pero que lo marcaran. Causarle un daño intenso, insoportable. Que nunca pudiera perdonarme.
El portero del Country fue amable conmigo y me acompañó a buscarlo. Ya casi era de noche pero los niños todavía jugaban en la piscina y sus gritos se apagaban en el aire, y el viento traía a ratos el olor a pasto húmedo de la cancha de golf. Encontré a papá concentrado en el periódico. Cuando leía se le formaba una arruga profunda entre las cejas, como si estuviera preocupado, pero cuando me vio parecía de verdad feliz y sorprendido. Dejó su vaso en la barra, llamó al mesero y pidió otra cerveza para mí en lugar del helado de siempre.
-Que no se entere tu madre-, dijo, y sonrió, y de pronto se me disiparon la rabia y las ganas de hablar, así sin más. A papá todavía no le habían aparecido canas y era un hombre fuerte, con un negocio y una familia. Poco después lo perdería todo: mamá se iría a vivir a una casa más pequeña y papá intentaría arreglar las cosas con Andrés cuando ya era demasiado tarde. El General moriría consumido por el cáncer. Doña Lidia sería la última en marcharse. Los tiempos estaban cambiando velozmente, sólo que entonces no nos dábamos cuenta y yo no entendía que el mundo de mis padres podía ser mi mundo, que sus pérdidas también serían las mías.
El mesero destapó la botella y sirvió la cerveza en un vaso largo y escarchado que puso delante de mí. Papá le dejó un billete en el bolsillo del chaleco, que era de seda negra. Afuera se encendieron todas las luces del Country al mismo tiempo, en medio de la noche. Papá tomó mi mano entre las suyas.
-Ésta es mi hija-, le dijo al mesero.
-Bienvenida-, dijo el hombre, sonriendo.
Luego hizo una ligera reverencia y se perdió en el bar.