Home Novela por entregas 20. El don de entender a los mudos

20. El don de entender a los mudos

 

Y aquí es donde se produjo una de esas historias que luego nadie cree. Ya fuera porque el delfín es más curioso que los osos y que las hormigas… o ya fuera, y eso es lo que nadie cree, porque los delfines pueden adivinar los pensamientos de los otros, Piojo siguió a la gamba, hacia el fondo del mar. Es un don que a los delfines les permite entender a los mudos y hablar con los sordos –algo práctico en el mar, donde nadie, salvo las ballenas y los delfines, tiene facilidad de palabra-, y si no lo había empleado antes, en la superfice, era porque afuera el viento soplaba y las olas le distraían.

 

En cambio, como él ya sabía, con la profundidad el mar estaba más y más en calma y con cada metro más a oscuras. Por eso había metido a Gamba 14 de un golpe bajo el agua, para poder escucharla sin viento ni espuma. Ahora estaba aturdida pero en modo alguno muerta: las gambas son una especie sufrida gracias a su carácter casi translúcido, que deja pasar el agobio y las penas, y aguantan mucho. Gracias a su talento en la comunicación sin palabras, Piojo pudo averiguar que lo que Gamba 14 le había estado diciendo con sus contorsiones gimnásticas era que bajase con ella, que bajase al fondo.

 

¿Para qué? No tenía ni idea pues el lenguaje de Gamba 14 tenía poco recorrido y nada en su memoria ni en la de la especie guardaba archivo de nada semejante, pero justo eso jugaba a favor de Gamba 14. Porque lo que mueve a los delfines hacia delante es el juego y sobre todo la curiosidad, acaso es lo mismo. Porque desconocen el miedo, que se sepa, y en el caso del Piojo, porque su paso por la desgracia le hacía propenso a escuchar a los marginados por la suerte. Y Gamba 14 tenía todo el aspecto de serlo. En síntesis, porque era un buen tipo.

 

… Un buen delfín que nunca había nadado tan lento pues cuando alguna vez lo hizo era para jugar con otros cachorros. Esto era otra cosa. No podía bajar más rápido que la gamba, y esta, poco menos que ingrávida, bajaba casi tan lenta como una gaviota cuando se sostiene inmóvil en el viento. Eso le permitió a Piojo reparar en un paisaje que nunca había visto.

 

Había menos peces, para empezar… y los que había estaban más asustados y sus quiebros eran más rápidos. Y no era sólo un efecto de la luna que, al fin medio abandonada por las nubes, mientras la tormenta terminaba de pasar, iluminaba el mar con una luz de cementerio.

 

Con su capacidad para comprender a los mudos, incluso en la oscuridad y a distancia, Piojo notaba muy bien que el silencio que había esa noche bajo el mar no era el de siempre. Ese día el silencio tenía una especie de acento, igual que la luz: una penumbra viva, temblorosa. Tampoco era el mismo el miedo de los peces, que escapaban de él sólo porque era grande. Ese miedo sirve en el mar como pasaporte pues es el miedo, más que el hambre o la curiosidad, el que permite seguir nadando y postergar el encuentro con el Destino, como lo llamaba el tiburón Limón.

 

Pues bien, allí en ese mar todavía cercano de la costa, a la temblorosa luz de una luna de tres cuartos, cruzada de cuando en cuando por una caravana de nubes que se reflejaban en el fondo del mar como si ese fuese el otro lado de la luna, Piojo pudo reconocer lo que ocurría y justo gracias a su falta de experiencia en el mar abierto: la atmósfera era la misma que en el Acuario. Justo antes de que llegasen los turistas. Cuando no se sabía cuántos iban a ser y Jonás se impacientaba y les insultaba y amenazaba.

 

¡Aquí el que no trabaja no come! ¡Aquí el que no trabaja, no come, y si insiste se va a la pescatería! ¡Mmmm, qué rico: filetes de delfín en salsa marinera! ¡Pulpo con pimentón! ¡Sopa de aleta de tiburón!

 

Piojo incluso tenía que nadar un poco para mantenerse a la velocidad de caída de Gamba 14, ya que sólo con su peso hubiese bajado mucho más rápido que ella. Y sólo los gritos mudos de un pez gris y casi blanco de puro terror, que había quedado preso de una anémona voraz, de tentáculos verde y naranja fosforescente, y que él podía escuchar como si tuviesen altavoces, le distrajeron de lo que sucedía justo al lado. Gamba 14 nada le había dicho.

 

De todas formas también para ella era algo nuevo: los ojos negros se le salían todavía un poco más en su intento de reconocer la escena. Inútil: ni aunque se hubiese pasado meses mirando lo habría reconocido. Se parecía a otras cosas pero, desde luego, eso no lo había visto nunca. Y además tampoco hubiese tenido palabras para contarlo.

Salir de la versión móvil