Wendy nos miraba en silencio, condenada de por vida sin saberlo, casi desnuda, inestablemente sentada sobre ese banco del que parecía poder caerse en cualquier momento debido al peso desproporcionado de la cabeza, inflada, sobre un amasijo de huesos. Sin duda alguna, con más molestia que interés. Probablemente no fuéramos para ella más que un par de sombras en la distancia que habían decidido convertirla en el centro de su efímera atención.
Wendy no quería aprobar de ninguna manera nuestra presencia en su pequeño entorno, invadiendo la escuálida desnudez de su hambre infantil. Wendy es una niña de casi tres años que pesa 6 kilos, ha perdido un ojo y casi toda la visión del otro, no habla y sufre un retraso intelectual permanente debido a la desnutrición.
La primera impresión que uno recibe cuando se enfrenta de cara a la desnutrición es la indiferencia, cuando no el rechazo, del desnutrido. Que casi no tiene fuerzas para seguir adelante. Menos aún para gastarlas en discursos. Como si molestásemos con nuestra irrupción en el lugar, no mereciésemos su atención y quisiera decirnos que, a fin de cuentas, los adultos somos esos seres que no han sido capaces de darle la energía suficiente para que pudiera venir corriendo a echarse en nuestros brazos —con una sonrisa— como haría cualquier niño de tres años.
Las niñas desnutridas apenas hablan. Al intentar levantarla en brazos contra su voluntad, Wendy emite un gruñido rebelde. Interpelando sin palabras: “No trates de darme un cariño fugaz que te salve a ti”. Así es como leo su mirada.
Para no tener que comprender el gruñido de protesta de Wendy la indiferencia e ineficacia del nutrido es condición sine qua non. Lo es tanto como la toma de decisiones conscientes que la condenan al hambre, su particular tren de largo recorrido. El caso de Wendy, lejos de ser aislado, ejemplifica la situación de más de la mitad de los niños de Guatemala.
Merece la pena intentar entender qué está sucediendo. Paso a paso. Hasta averiguar el porqué de ese gruñido, metáfora de un país que avanza por el camino de expresarse únicamente así. La advertencia, brutal, tiene su fundamento.
Como indica un reciente informe sobre el coste del hambre para la economía nacional, elaborado por el Instituto de Estudios Fiscales Centroamericanos (ICEFI) y la Organización de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), 1,3 millones de niños con desnutrición crónica representan el 10% de la población guatemalteca. Alejandra Contreras, coautora del informe, añade que esas personas “sufrirán consecuencias muy graves a la hora de entender y producir en el mundo, ya que el hambre es una cadena perpetua que impide leer y, cuando se lee, impide comprender”.
Las consecuencias son lógicas. “De ahí que si la mayor economía de América Central es ya la menos productiva, en unos años la situación será peor aún”.
Se lo comentamos a Pablo Sigüenza, del Colectivo de Estudios Rurales IXIM y columnista del diario La Hora, que se explica irónicamente: “En una economía agroexportadora basada en el uso de mano de obra intensiva ni se necesita ni se quiere que la gente lea, sólo se requiere de brazos que sostengan un machete con fuerza y carguen con pesos el mayor número de horas posible. Para eso no hay que pensar demasiado. El hambre es funcional para este modelo”.
Wendy, de sobrevivir, quizás pudiese acarrear aceite de palma, caucho, o a otros niños desnutridos, una vez que comience a quedarse embarazada y reproducir en sus hijos la situación en la que ella ha crecido. Poco más puede añadirse.
Pero no adelantemos conclusiones.
Antes de entrar en el marasmo de datos que justifica una valoración tan directa y grave cabe un matiz, quizás inapropiado, pero que cae de cajón. Una reducción al absurdo para contextualizar el ámbito de la indiferencia y la ignorancia. La cadena McDonald’s de Guatemala tiene 189.000 amigos en Facebook. La campaña de UNICEF contra el hambre, mucho menos de la mitad.
Visualicémoslo también en los tiempos de Google para inmunizarnos doblemente ante cualquier sorpresa ulterior. Mientras la marca comercial Mcdonald’s aparece referenciada en 65 millones de páginas web, la desnutrición sólo aparece en 12 millones. Cinco veces menos. Se trata, con gran obviedad, de una cuestión demagógica —o tal vez no tanto— de prioridades, de percepciones, de desconocimiento, de indiferencia y de negativa sistemática ante el razonamiento que vincula ambas hambres, la de las calorías y la del consumo.
La realidad es siempre más compleja. Pero los datos, si uno quiere creérselos, son difícilmente discutibles. A fin de cuentas, en el país hay más restaurantes McDonald’s que Centros de Recuperación Nutricional para niños desnutridos. Sería estadísticamente más probable que Wendy, si pudiera caminar, se cruzara con un McDonald’s que con un lugar en el que salvarse. Si UNICEF decidiera hacer público su caso llegaría a menos personas que la última oferta de BigMac con juguete incluido por 27 quetzales (2,6 euros).
Detallemos —para continuar descendiendo por la pendiente de la demagogia, ya sabemos que ningún caso es extrapolable— el coste, esfuerzo y procedimiento de nutrir y recuperar a una niña enferma de desnutrición aguda. A la niña que ya conocemos.
Cuando encontramos a Wendy —habitante de la Finca Paraná, en el valle del Polochic— convertida en un colgajo de piel pegada a los huesos, no llegaba a un hospital porque el precio por transportarla hasta el nosocomio desde el lugar en el que vive ronda los 35 quetzales.
Federico, su tío, con tres niños más a su cargo, poco mejor alimentados que Wendy, gana una media de 30 quetzales por día, cuando consigue trabajar un par de días a la semana como jornalero en las fincas destinadas a la producción de aceite de palma o caña de azúcar que rodean el lugar en el que viven.
Ese lugar no es una comunidad cualquiera. Es una comunidad que ha sido desalojada por la Policía Nacional Civil del lugar en el trataba de plantar maíz para comer. Wendy representa la imagen, hiriente, de gran parte de la conflictividad agraria guatemalteca.
Como ya no hay maíz que plantar, cosechar, o llevar al molino por las mañanas, se impone el mercado. Salir a comprarlo. El kilo de harina de maíz que alimenta a la familia del campesino convertido en jornalero, porque ya no puede cultivar su propio cereal, cuesta 12 quetzales.
Alcanza para un día. En función de su salario, un día de trabajo son dos días de comida. Con cinco bocas a alimentar, sin excedente, la necesidad calórica se come cualquier planteamiento referente a transportes o medicamentos.
Federico luchó dos guerras. La primera desde los 14 a los 20 años. Con los kaibiles, la élite de los soldados guatemaltecos. En el peor de los momentos de una política basada en quitarle el agua al pez, que se llevó por delante a decenas de miles de sus compatriotas, a decenas de miles de personas como él, como Wendy y como el resto de los niños a su cargo. Que aún siguen enterrados al final de este camino en el que cuenta su historia. ¿Quieres verlos? pregunta, en medio de su improvisada clase de historia. Federico piensa que luchó aquella guerra contra los que son como él: “Contra los míos. Por los finqueros. Para que los queqchíes continuáramos pasando hambre. No sé leer. Pero sé quienes somos nosotros y quienes son ellos”.
A Federico le obligaron a luchar. Su tatuaje kaibil, tapado, emerge tras la camisa militar como prueba de una conciencia política adquirida de vuelta a casa. Federico sigue en guerra. Ahora batalla la segunda de sus guerras. Cada mañana, cuando regresa de su turno de noche vigilando la finca ocupada en la que una vez quisieron plantar maíz, tiene que luchar por conseguir comida para los niños. Esta guerra también la está perdiendo.
La pierde él y la pierde Wendy, para quien el reloj no espera.
Pero la historia dista mucho de terminar aquí. Frenazo y recuento para seguir hacia delante.
Hablamos de tierra que los campesinos no poseen, de cultivos que cambian. De la diferencia que existe entre un campesino indígena y su relación con la tierra de sus ancestros a la misma persona convertida en jornalero que sale cada día a buscar un kilo de harina de maíz. De la producción de maíz a la producción de caña de azúcar o aceite de palma. De la agricultura de subsistencia a la agroexportación. De la Constitución de un estado que permite que el fuego devore al maíz en el marco de un desalojo de tierras. De los agentes de seguridad contratados por una empresa que, vestidos de negro, actúan delante de los uniformados por el Estado, vestidos de azul. De propiedad privada y derecho a la alimentación. De vivir y de morir.
Aquí, en el valle del Polochic, los códigos son otros. Aquí se ha matado y se muere por la tierra. Por el maíz y por el azúcar. Desde hace siglos.
Apenas unas semanas después de que el maíz que Federico cultivaba para dar de comer a Wendy fuese quemado ante los agentes del gobierno que, cumpliendo la ley debía proteger la propiedad privada pero también el derecho a la alimentación, una organización no gubernamental —Acción Contra el Hambre— alertaba sobre la situación de seguridad alimentaria tras los desalojos en el valle del Polochic.
En dicho informe se hacía referencia directa a la Finca Paraná, el lugar en el que Wendy vivía.
Varios meses después, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dictaba medidas cautelares para la protección de las personas desalojadas. Wendy incluida. Salud, techo, alimentación y seguridad.
En septiembre de 2011, 8 meses después de que la ONG internacional alertase sobre la situación de riesgo que vivían 200 niños en torno a dicha finca, Wendy fue localizada, gracias a Federico, en situación de desnutrición aguda. Federico pedía ayuda. Quería que Wendy llegase a un hospital. No quería verla morir de hambre.
Entre la primavera y el otoño de 2011, nadie había visitado la comunidad de Wendy y Federico para evaluar su situación de inseguridad alimentaria. Que, en un caso de desnutrición aguda, no requiere de demasiada pericia para herir la vista. Ni a ella ni a sus vecinos. Acción Contra el Hambre facilitó los datos y el informe a la SESAN (Secretaría de Seguridad Alimentaria de la Nación), institución responsable de la coordinación de políticas para paliar la desnutrición. Que no fue capaz de intervenir ni cuando se le ofreció la información general sobre las 800 familias del valle que necesitaban de ayuda ni cuando una institución internacional le conminó a hacerlo en virtud de los acuerdos internacionales suscritos por el Estado guatemalteco.
Con 8 meses de retraso, alguien, quizás erróneamente, decidió llevarse a Wendy a un hospital. Dejar que una niña se muera por unos cuantos quetzales es más de lo que la ética puede permitirse.
Federico la vistió. Le puso un pijama antiguo, sucio, roto, el único que tenían. La tapó con una camisa y se la entregó a un extraño, pidiéndole que apuntase su nombre y número de cédula en un papel para poder devolvérsela cuando se curase. Despedirse de ella temporalmente era la única manera de salvarla. Lloraron al decirle adiós.
Tras el traqueteo de la camioneta, la lluvia, el frío, el riesgo de hipotermia, los vómitos por una compota de bebé rechazada y un pollo campero frío ofrecido por un anciano indignado ante lo que veía, un sábado a las 10 de la noche, Wendy atravesó la puerta de la Obra Social del Hermano Pedro, hospital que cuenta con una sala especializada en desnutrición infantil.
“No ingresamos pacientes los sábados”, respondió el médico de guardia tras varios intentos infructuosos ante un guardián que, pese a los esfuerzos constantes por no cruzar su mirada con el cuerpo de la niña en brazos, se negaba a abrir la puerta del hospital. Quizás para no tener que cruzarse con la realidad. Quizás porque en Guatemala las órdenes recibidas, el miedo a la regañina de un jefe y la jerarquía van casi siempre mucho más allá de la capacidad de cualquier ciudadano para sentir empatía por lo que ve ante sus ojos.
“Pero se está muriendo, doctor”, interpeló quien la sujetaba en brazos tras haber conseguido, al menos, gritarle tanto al guardián que este se vio obligado a molestar a su superior.
“Llévela a su casa y regrese el lunes o vaya a las urgencias del Hospital Nacional”, propuso el galeno como alternativa a una situación que, tan sólo a primera vista, era diagnosticada como de desnutrición aguda y susceptible, por tanto, de muerte.
Una vez en el hospital —que no dispone de insumos ni de la capacidad de realizar los análisis previos al tratamiento por desnutrición para tomar la decisión respecto de las vitaminas que recibirá—, un solo análisis de sangre cuesta también 30 quetzales.
Contando con el precio y las horas de transporte, más el coste de los análisis, hemos superado con creces una cifra que asciende a la misma cantidad de la que la familia dispone para comer varios días. Los enfados, la insistencia, la petición de vulnerar las normas escritas y no escritas, la capacidad de negociación e incluso la amenaza velada de mayores problemas son algo que nunca habría estado al alcance de Federico Caal, el quequchí del valle del Polochic si hubiera sido él quien, con la niña en la brazos, hubiera tenido que lidiar con conductores, pasajeros, guardianes y médicos hasta conseguir que Wendy reposase temporalmente en la cama de un hospital.
Pero la historia no se soluciona con un desembolso económico que supla la pobreza de la familia con la aplicación de cuidados paliativos. Ni con la insistencia y la presión que la ingresan en un hospital. Sería demasiado fácil.
Más allá de unos quetzales, con la burocracia hemos topado. Muchos campesinos guatemaltecos no disponen de cédulas de identificación. Menos aún, si Wendy no podía comer, los papeles que la identifican se encuentran a mano. Si es que existen. Tampoco es fácil siempre que alguien acompañe a la menor hasta el hospital. Si la familia tiene a su cargo cuatro o cinco niños y uno de ellos es lactante la madre no puede moverse de su casa. Si el hombre que sale a trabajar por días pasa una o dos semanas en el hospital no ingresa dinero para alimentar a su familia. Wendy ha llegado a un hospital. Pero nadie puede acompañarla en el ingreso.
Una niña de tres años no puede estar sola en un departamento de pediatría. Un hombre no puede acompañarla. Las madres del resto de niños ingresados, solidarios, y algunas enfermeras, se hacen cargo de la situación.
El Estado guatemalteco, en aras de la protección de la infancia —ese mismo Estado que no la ha localizado antes de llegar a una situación límite ni, por tanto, ha movido un dedo por evitar su ingreso en la antesala de la muerte— debe proteger, ante todo la seguridad de la niña. Todos estamos de acuerdo. Pero hay seguridades y seguridades. La seguridad alimentaria en Guatemala, en todo caso, pasa por detrás en el orden de las diferentes prioridades securitarias. En casos como el que nos ocupa urge informar a la Procuraduría General de la Nación.
El traslado de Wendy a un hospital público por parte de un extraño sin autorización escrita de quien no sabe leer ni escribir de una niña indígena que no tiene cédula de identidad para recibir un tratamiento contra su desnutrición aguda, aún con el permiso de la familia, podría constituir un secuestro. No cabe la menor duda. Es evidente y hay que actuar.
“Que venga algún miembro de su familia hasta el hospital de la Antigua para certificar que no se trata de un secuestro, que tiene familia y que no es necesario informar a la Procuraduría de la Nación”. Correcto. Es importante.
“Tráela, paga, comprende, llega y tópate con la posibilidad de convertirte en delincuente robaniños”, parecerían estar diciéndole a quien ya ha conseguido atravesar cientos de kilómetros con una niña indígena en brazos con la suerte de que ningún malentendido, por otra parte nada extraño en este país, provocase, por ejemplo, un linchamiento por secuestro.
Muchas llamadas telefónicas, cientos de kilómetros y de quetzales después, Juana, la abuela de Wendy, y Federico llegan desde Alta Verapaz hasta la Antigua para demostrar que la familia existe y quiere hacerse cargo de la niña. Pero no puede asumir los costes del tratamiento. A Federico le interrogan durante un buen rato y luego le proponen dormir en un albergue para transeúntes. A Juana, que ha llorado de nuevo al abrazar a Wendy, le piden que se quede en el hospital para acompañarla.
En el hospital de Antigua disponen de una silla de plástico para que duerma y acompañe a su nieta durante el tiempo que dure el internamiento. Los menores no pueden estar solos en el hospital. Mientras se desarrolla el tratamiento de urgencia, que dura entre una y dos semanas, Juana está, efectivamente, junto a su nieta.
Juana sólo habla queqchí. No habla castellano. En diez días, nadie se dirige a ella en su idioma para explicarle las posibilidades de tratamiento de recuperación. Una pena. A fin de cuentas, es normal también que en zona hispanohablante, con una porcentaje de población kakchikel, no sólo nadie hable queqchí sino que el Estado no disponga de los instrumentos para facilitar al menos un día de traducción para explicarle a la familia los pasos a seguir.
Los hospitales públicos y sus departamentos de pediatría no son el mejor lugar para tratar a un paciente con desnutrición aguda. Con el sistema inmunológico debilitado, son pasto de las infecciones. Además, con una lógica aplastante, el mejor tratamiento para una niña desnutrida se compone de comida. En eso radica casi toda su complejidad.
Diez días, cientos de kilómetros y de quetzales después, Wendy ha ganado 200 gramos y recibe el alta del hospital.
En Guatemala existen varios centros de recuperación nutricional en los que los niños ingresan durante períodos que pueden durar entre dos y seis meses. Es la única manera de garantizar una recuperación física completa antes del regreso a casa.
Uno de esos centros, la clínica de Infectología, se encuentra en la capital.
Una de las médicos residentes de pediatría, conociéndolas, se ofrece a realizar las gestiones para el traslado e ingreso de Wendy en ese lugar durante el período necesario para su completa recuperación. Se trata de un centro en el que, además, podrían operar a Wendy del ojo que ha perdido y quizás, evitar que perdiese totalmente la vista del otro. En la propia ciudad de Antigua existe también otro centro donde podría realizarse el tratamiento con un seguimiento continuado y de largo plazo, el mismo en el que no era posible ingresarla un sábado.
Desde el exterior, la oferta es firme. “Nos haremos cargo del tratamiento del Wendy. Durante los meses que haga falta y con los tratamientos necesarios para que no se quede completamente ciega”.
La negativa del Departamento de Trabajo Social es categórica. Tras cientos de kilómetros y quetzales recorridos desde el valle del Polochic hasta Antigua, primero por Wendy y después por su abuela y por su tío, el sistema, frío, garantista cuando quiere y puede, se impone.
Pese a que alguien se ofrece en repetidas ocasiones a encargarse de todas las gestiones, costes y cuidados, la única posibilidad que permite el Departamento de Trabajo Social del hospital de Antigua es el traslado de Wendy, de nuevo, a través de varias horas de terracería, cientos de kilómetros y cientos de quetzales más, al hospital de la Tinta en el Alta Verapaz.
“Si la niña es de Alta Verapaz, allí tiene que regresar y no podemos hacer más”, dicen en el Departamento de Trabajo Social como única opción posible después de que una joven doctora tratara de explicarle que la niña podría recuperarse en la capital mucho mejor con las opciones de apoyo que se le están poniendo sobre la mesa.
Los médicos difícilmente se salen de su papel. En este caso, al menos, lo ha intentado. Como médico se ha implicado. Ha argumentado, ha razonado y ha tratado de convencer. Tras el diálogo de sordos con la burocracia, la doctora se va por el pasillo.
Un silencio incómodo y una mirada que se salen de su manual le permiten decir: “Es una pena porque esta niña podría recuperarse. Si regresa a Alta Verapaz, se corren riesgos. Lamentablemente, no está en mis manos. Adiós, tengo que seguir trabajando”.
A principios de 2009, el Relator especial de la ONU para el Derecho de la Alimentación, Olivier De Schutter, declaró tras una visita al país que “Guatemala es un país muy rico, pero con un Estado pobre y débil”.
En todo caso, y siguiendo con los procedimientos reglados por el Estado, el departamento de seguridad alimentaria de Antigua, en Sacatepéquez, se coordina con el Departamento de Seguridad Alimentaria de Alta Verapaz para solucionar el caso de Wendy.
“Que la envíen desde la Antigua hasta el hospital que le corresponde, el de La Tinta”. En ese consiste la coordinación. Ninguno de los dos tiene fondos para asumir el traslado de la paciente de un hospital a otro. Un traslado que se asume desde el exterior. “¿Podría colaborarnos usted con el transporte?”.
Las normas, esas que nunca pueden saltarse, también entienden de excepciones. Cuando se trata de demostrar la capacidad del Estado para cumplir con sus funciones, la excepción introduce flexibilidad.
Al final, tanto Wendy como su abuela han hecho más de 400 kilómetros cada una para que la niña recupere apenas 200 gramos y regrese exactamente al mismo punto en el que se encontraba antes de que comenzase el intento por sacarla de su estado de desnutrición severa.
Juana y Wendy fueron enviadas, por imperativo legal, en un vehículo hasta el hospital de la Tinta. Allí se les pierde el rastro por varios días. Juana no maneja teléfonos.
Veinticuatro horas más tarde, en la secretaría de Seguridad Alimentaria de La Tinta, Alta Verapaz, no consta un registro de pacientes con desnutrición ingresados en la zona a su cargo, ni siquiera en el caso de la paciente por la que se pregunta, que fue enviada con una orden de traslado de un hospital a otro a través de la secretaria de Seguridad Alimentaria de Sacatepéquez.
No sólo eso. Cuando se pregunta a la persona que atiende el teléfono en las oficinas de la secretaría de Seguridad Alimentaria de la Tinta por el número de teléfono directo del responsable o el departamento del hospital que atiende los casos de desnutrición, no saben darlo, no les consta.
Los números están disponibles en internet. Pero quien responde al teléfono no lo sabe.
Tras varios días y múltiples intentos, Vinicio Vargas, responsable de la Secretaría de Seguridad Alimentaria y Nutricional (SESAN) en la zona, asume personalmente el caso, respondiendo a la presión y el seguimiento que se imponen sobre el caso y localiza a la niña. Efectivamente, está ingresada en el Centro de Recuperación Nutricional de La Tinta.
Un caso con final feliz no implica, en cambio, que la agilidad de la Administración pública guatemalteca sea capaz de lidiar de manera efectiva y sistemática con situaciones como la descrita. Muestra, en cambio, la dificultad de la maraña burocrática con la que gran parte de los habitantes de este país deben tratar incluso cuando su vida, la de tantos, es un continuo mirarse cara a cara con la muerte.
Este artículo, quinto de una serie de seis, se publicó inicialmente en la web guatemalteca www.plazapublica.com.gt
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Claudia Milay. Un puñado de quetzales que separa la vida de la muerte
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Alberto Arce es periodista. En FronteraD ha publicado Memoria de Gaza I y II y Antifotoperiodismo