En 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial justo después de que el serbio Gavrilo Princip matara al archiduque de Austria en Sarajevo. En el siglo XIX estaban en pleno auge los nacionalismos: los pueblos dominados por los grandes imperios, y el austro-húngaro era de los más importantes, luchaban por liberarse. Grecia había conseguido su independencia a principios del siglo XVIII, y por esos años, o algo después, también algunos países balcánicos. Además, a finales del siglo XIX, dos naciones desgajadas en principados, ducados, etc., la alemana y la italiana, lograban formar sus respectivos Estados.
En pleno auge nacionalista, la Primera Guerra Mundial no fue otra cosa que choque de localismos. Por un lado, había pueblos que querían conseguir su independencia e, incluso, una vez conseguida la libertad, crecer a costa de sus vecinos. Por otro, imperios más recientes, como el británico o el francés, ansiaban, de alguna manera, recoger leña de las potencias que ya estaban en descomposición. Especialmente de la turca.
Hace pocas semanas moría Peter O’Toole, cuyo papel más famoso fue aquél en el que daba vida a Lawrence de Arabia. En esa película se ve claramente cómo Reino Unido y Francia intentaron y consiguieron aprovechar a su favor los deseos de libertad del pueblo árabe. Británicos y franceses les convencieron a los árabes de que uniéndose a ellos en su lucha contra los imperios centrales les sería más fácil la independencia. Pero, al final, a los árabes les fue igual que a los trabajadores que se unen a revoluciones burguesas: se quedaron en la estacada y de estar dominados por los turcos lo pasaron a estar de Occidente que, además, había prometido a los judíos un Estado en esas tierras.
En la película dirigida por David Lean queda clarísimo que la Primera Guerra Mundial era una contienda entre imperialistas, entre los nuevos y los viejos. Y entre los burgueses que sacarían partido de que sus respectivos países se hicieran con el control de nuevos territorios. Había un gran botín en disputa.
Mucha gente lo tuvo claro desde el principio. Y por eso estuvieron desde el principio contra la guerra. Desde los primeros años del siglo en que la amenaza de un gran choque era muy seria. Eran los internacionalistas de la Primera Internacional. Luego, de la Segunda, la que formaron los socialistas cuando rompieron con los anarquistas. Y, a continuación, de la Tercera, que surgió de una separación entre socialistas. Los que vieron coincidir sus intereses con los de sus respectivos Estados-naciones se quedaron en la Segunda, mientras que quienes seguían siendo internacionalistas formaron la Tercera.
Éstos últimos se opusieron a participar en la guerra: fueron desertores, rebeldes. Hubo muchos. Formaron el primer movimiento pacifista contemporáneo, que no pecó de pacato. Porque había nombres como el de Rosa Luxemburgo o Karl Liebknecht, en Alemania, o como el de Jean Jaurés, en Francia. Los tres acabaron muertos. El último, incluso antes de que estallara la guerra.
Los obreros no tienen patria. Ése era el argumento que querían que calara. No podían convertirse en carne de cañón para lograr engordar las ansias imperialistas del mandatario de turno y el ánimo de lucro de la burguesía local que era, en definitiva, quien les explotaba. Denunciaban que los Gobiernos se iban a poner, de nuevo, al servicio de los intereses del capital sacrificando, literalmente, a su pueblo. Pero, ¿qué es el Estado si no un instrumento en manos de la burguesía, del poder? La burguesía es la inventora del nacionalismo, del Estado, y, por eso, pone a ambos a funcionar a su servicio.
En la Primera Guerra Mundial está, pues, el origen de los partidos comunistas. Ahí, y en la Revolución Rusa, porque los bolcheviques mostraron que era posible una vía revolucionaria al socialismo, algo a lo que parecían haber renunciado los socialdemócratas, los reformistas.
Pero es que la Revolución Rusa también tiene como desencadenante la Primera Guerra Mundial. En Rusia fue donde de manera más ferviente se desarrolló el antibelicismo. Los males de la guerra (muerte, hambrunas, miseria, humillación…) aumentaron la indignación del pueblo. Y de ahí el estallido revolucionario, que entonces sí caló, no como en 1905, porque el caldo de cultivo era el propicio. En coherencia con sus propuestas, una de las primeras decisiones de los bolcheviques ya en el poder fue firmar con Alemania la paz de Brest-Litovsk. Lenin y Trotsky querían una paz justa, democrática, sin anexiones y sin indemnizaciones. Aunque al final no lo lograron: Rusia perdió, y mucho.
Lo malo es que en Rusia el internacionalismo se sustituyó pronto por el socialismo en un solo país, aunque de fronteras para dentro la Constitución era modélica y reconocía el derecho de autodeterminación para todos sus integrantes. El año 1924 marcó un primer hito de este proceso de muerte lenta del internacionalismo, con la muerte de Lenin. Y 1940, el definitivo, con el asesinato de Trotsky. Éste, había creado una discretísima Cuarta Internacional, al ver como la Tercera se había olvidado, entre otras cosas, del internacionalismo proletario. Rusia lo había cambiado, además de por el socialismo en un solo país, por el imperialismo, aunque alguna parte de nosotros quiera creer que al final de la Segunda Guerra Mundial el objetivo, la máxima ilusión del soldado soviético era liberar a Europa de las garras del nazismo y del capitalismo que había sido su madre y mostrarle los preciosísimos dones del paraíso terrenal para el proletariado internacional que era la URSS.
Entremedias y después también hemos tenido conatos ilusionantes. Por ejemplo, las Brigadas Internacionales que llegaron a España durante la Guerra Civil para pelear del lado de la República. Y, en los años sesenta, el Che, que dejó el Gobierno cubano para hacer la revolución en África y en otros países de América Latina, sin otro objetivo que la liberación de los pueblos.
2014 debería ser un año para recordar los empeños internacionalistas de hace un siglo. Porque vienen más a cuento que nunca: Cataluña, las cuchillas en la frontera con Marruecos, el ascenso de partidos xenófobos y racistas en Europa, la asunción de sus mismos presupuestos por parte de partidos “del sistema”. Estos acontecimientos ocultan muchas veces la guerra económica en la que estamos inmersos. Se disfraza de enfrentamientos de intereses nacionales: de los del norte de Europa contra los del sur; de los de Cataluña frente a los de Madrid. Pero si algo ha hecho el capital en este siglo que nos separa de 1914 es convertirse en internacionalista. Él sí que sabe y se aplicó el cuento “capitalistas del mundo, uníos”.