A unas horas de despedir el año, abro los diarios en línea, las redes sociales. Tiempo para gastar las horas que le faltan al agonizante 2015.
Ahí se encuentra lo que cualquiera puede esperar: las aburridas y predecibles letanías que intentan resumir, en apretadas e inexactas versiones, lo mismo las grandes noticias que sacudieron el planeta que los escasos, casi invisibles momentos que le otorgaron un mínimo respiro a este lugar, caótico y a ratos inusualmente esperanzador, que habitamos.
Como el inconsciente acróbata que se lanza a los aires sin red de protección, hojeo las páginas de mi muy personal agenda/diario de 2015; encuentro de todo, apuntes de citas a las que no llegué, cosas que no compré, en otras palabras: casi nada. Así que no me queda más que reconstruir brevemente mi muy personal recorrido por esos 365 días que están a punto de irse a la mierda sideral. Va más o menos así:
1.- Juré que jamás regresaría, y aquí estoy, otra vez, lejos. ¿Lejos de qué? ¿Lejos de quién?
2.- Creo que a tiempo, arrojé al bote de la basura una taza para tomar café cuya leyenda rezaba: «Home».
3.- Leí Weimar entre nosotros, del ex–diplomático y ejemplar ensayista español José María Ridao y me hice una idea clara de que las crisis abarcan la cuenta larga del tiempo.
4.- Me encontré, hace apenas unos días, a un originalísimo escritor francés, Édouard Levé, autor de un Autoportrait que, entre nosotros, es decir en la pobre República de las Letras hispanoamericanas, jamás será entendido porque su propósito no es ni será nunca, la autopromoción. Devastador autorretrato. En él caben las pequeñas miserias y la magnánima belleza.
5.- Atónito, recordé que he dejado de llevar la cuenta de los años que han pasado sin volver a reunirme con mi mejor amigo. Vive al otro lado del mundo, como el resto de mis amigos.
6.- Vi, al menos tres veces, la última película (no confundir con A Most Wanted Man) que filmó Philip Seymour Hoffman en un barrio proletario y bravo de Filadelfia, casi en secreto, God’s Pocket, quizás la obra maestra, definitiva, de un genio de la actuación a punto de abismarse en sí mismo.
7.- Recordé hace un rato que hace exactos veinte años, en pleno 31 de diciembre, una noche en la que me encontraba más solo que una rata, escribí en una reseña de dos libros de Fernando Savater, La infancia recuperada y El contenido de la felicidad.
8.- Al finalizar 2015, no me interesa recuperar mi infancia —mito perenne de ciertas literaturas que encuentran en ella el origen de todo, quizás a falta de imaginación y exceso de recuerdos— ni mucho menos indagar en el contenido de la huidiza felicidad. Para el caso, mejor hago mi lista de buenos y pueriles deseos para el 2016.
9.- En noviembre de 2015 celebré los ochenta y seis años de Hans Magnus Enzensberger leyendo cada noche fragmentos de su vitalísima —y fragmentaria—novela Reflexiones del señor Z. o migajas que dejaba caer, recogidas por sus oyentes.
10.- En noviembre de 2015 fui hospitalizado de emergencia con un severo cuadro de amino acidosis diabética. Resultado: diabetes tipo 1. Imposible consignar el suceso en mi diario/agenda: las púdicas batas de hospital carecen de bolsillos y los únicos que portan plumas en esos lares son los médicos y las enfermeras.
11.- Entre noviembre y principios de diciembre, cuando me hallaba ya en franca recuperación, encontré, en los textos de dos médicos y ensayistas, algo que todavía no logro asir del todo, fragmentos quizás contrapuestos o complementarios en los que lo mismo se subraya el papel necesario, casi un requisito, de la enfermedad como componente de la salud (Arnoldo Kraus: “Eso es: la vida es una enfermedad. Curarla toda, sanar la vida, sería mala medicina; ¿qué preguntas o búsquedas quedarían? ¿De qué serviría erradicar toda la enfermedad? Se camina mejor la vida con una dosis de enfermedad.”), que como una puerta abierta una vez que pasa lo peor (Andrezj Szczeklik: “Las cosas esperan a que las tomemos, a que las tomemos en la mano, el mundo existe para que lo llenemos con nuestro yo… en ese instante único en que ofrece la visión de una vida nueva a los que la experimentan al salir de una enfermedad.»).
No aspiro de ninguna manera a emular la sapiencia de dos médicos que usan la pluma tanto para escribir prescripciones que literatura; si acaso, combinando los medicamentos de esa prosa exigente y lenitiva, habría que proponerse, entonces, vivir la enfermedad y enfermarse de vida, a tope, en el año que comienza y los que le siguen.