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Mientras tanto2016/08 — Amis y el Quijote

2016/08 — Amis y el Quijote


 

Lunes, 15 de enero

 

Por más que se trate de una inexpugnable obra de arte, el Quijote tiene un serio defecto: el de ser, francamente, ilegible. Este reseñista no habla por hablar, porque acaba de leerlo. El libro rebosa belleza, encanto y sublime comedia, pero ello no obsta para que tenga larguísimos fragmentos (que deben sumar tres cuartas partes de su extensión) inhumanamente aburridos. Al igual que uno de los quiméricos adversarios de su protagonista, se alza como un gigante cuyas piernas fueran altos campanarios y sus brazos mástiles de grandes navíos de guerra, y sus ojos, que parecen ruedas de molino, arden, relucientes, semejantes a hornos de vidrio. Pero el gigante tiene un gigantesco problema de sobrepeso, y es muy viejo, y chochea. Leer el Quijote podría compararse a una visita por tiempo indefinido de tu pariente más anciano y más pesado, con todas sus bromas, sus chistes malos, sus hábitos antihigiénicos, sus imparables retahílas de recuerdos y sus todavía más insoportables amiguitas. Cuando termina la experiencia, y el viejo carcamal se marcha por fin (lo que ocurre en la página 846 de la apretadísima prosa de la traducción inglesa, que no tiene diálogos), lloras; pero no son lágrimas de alivio ni de pena, sino de orgullo. ¡A pesar de todo lo que es capaz de hacerte el Quijote, lo conseguiste!

 

Martin Amis sobre el Quijote en La guerra contra el cliché (Anagrama).

 

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Decía George Orwell que la gran ceguera de la izquierda europea en los años treinta había sido querer ser antifascista sin ser antitotalitaria: en términos más claros, denostar a Hitler y Mussolini y Franco cerrando los ojos a los crímenes de Lenin y Stalin. Esa ceguera antigua sigue sin disiparse del todo: la diferencia es que ahora a nadie le falta la información contrastada necesaria para curarse de ella.

 

Antonio Muñoz Molina en Babelia.

 

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La ruidosa indignación de los cronistas contemporáneos los inhabilitaba para realizar una descripción ajustada.

 

Luc Sante en Bajos fondos (Libros del K.O.).

 

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Martes, 16 de febrero

 

 

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Cada año procuro leer una obra de Pla y una obra de Shakespeare. Siendo incomparables, coinciden en ofrecer en sus páginas un arse­nal de reflexiones agudas que permiten modificar o al menos afinar el punto de vista sobre un sorprendente número de temas. Pla está relativamente próximo en el tiempo, pero en el caso de Shakespeare su vigencia resulta francamente admirable. Quizás porque, como señaló Harold Bloom, el de Stratford es el inven­tor de lo humano, el escritor que dibuja el marco en el que se colo­can tantos debates morales que hoy siguen ocupándonos.

 

Sergio Vila-Sanjuán en Culturas.

 

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El cajero mayor, Josep Saura, repartía el dine­ro en un sobre de color marrón, en el que figuraba el nombre del redactor. En muchos casos se recibía más de un sobre para evitar el control de las señoras.

 

Lluís Foix en Aquella porta giratòria.

 

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Yo nunca empiezo a trabajar sin más, tengo que aclarar. Empiezo a empezar, siguiendo unas pautas estrictas, que desconozco, y que sin embargo cumplo. Es un capricho, o una superstición, o quizá una mera inercia. Entre que me siento delante del ordenador para escribir, y finalmente escribo, muchas veces transcurren hasta dos horas, que ni siquiera garantizan que después escriba. Son dos horas en las que no ocurre nada literario. Empezar es una operación delicada, y sobre todo lenta, que si no se acomete con cordura se precipita a su fin. No pocas veces he querido ir muy rápido, y efectivamente he acabado sin escribir una sola frase. ¿Qué hago en ese tiempo? No tengo ni idea. Ni la menor idea. Ni putísima idea. Esa ignorancia es una de mis manías preferidas a la hora de escribir.

 

Juan Tallón en El Progreso.

 

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Miércoles, 17 de febrero

 

¿Por qué no te dedicás a vivir de tus libros?

 

Esta es una de las primeras preguntas que mucha gente formula cuando conoce a alguien que escribe novelas o cuentos, pero que —por supuesto— se gana la vida trabajando de otra cosa. A la respuesta lógica y habitual (“es que mis libros no se venden tanto”), el razonamiento que la sigue (pero no se dice en voz alta) es: “Claro, sus libros no deben ser muy buenos”. Puede que no lo sean, es cierto, pero también puede que sí. Los estantes de las librerías están llenos de libros buenos y excelentes que no se venden tanto.

 

Una vez le expliqué a una amiga de fuera de la literatura que, salvo excepciones, los buenos autores aspiran, en general, a que de sus libros se vendan 600, u 800, quizá 1.000 ejemplares. Supongamos que el precio de tapa del libro es de 20 dólares (no es de los baratos), del cual al autor, por regla general, le corresponde el 10%. En el mejor de estos casos imaginarios, el autor embolsaría 2 mil dólares por una obra a la que ha dedicado, probablemente, no menos de un año de trabajo. No parece un dinero con el que se pueda vivir durante un año. Y estamos hablando de un libro que, en este ejercicio de imaginación, se vendió bastante bien. Tras escuchar estos cálculos, a mi amiga la ganó la perplejidad.

 

Cristian Vázquez en Letras Libres.

 

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So these are odious categories, “commercial” and “literary.” Mind-forged manacles. But they exist, yes, they do exist. We could point at their different velocities, commercial fiction being produced faster (and read faster) than literary fiction. We could say that commercial fiction is the stuff people want to read, while literary fiction is the stuff they think they should read. It’s no joke, the inferiority complex of the general reader — especially here in America, where the nasty word “smart” is a great compliment. How many books are purchased in ghostly fits of aspiration, of “I ought to be the person who reads this”? The big fat cerebral novel comes along, flumpety-flump, dragging its blurbs, and the browbeaten consumer thinks, “Oh, dear, I’d better get that.” And so he buys it, and installs it on the bedside table, and then he carries on with his Jack Reacher novel.

 

James Parker en The New York Times.

 

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Recientemente, el periodista norteamericano Morgan Housel, experto en temas económicos, se preguntaba cómo es que a la gente le da la impresión de que el pesimismo es una actitud más inteligente que el optimismo. Particularmente a los articulistas y tertulianos parece que nos gusta decir que las cosas van de mal en peor, incluso cuando la evidencia empírica indica que cada vez van mejor para más gente y durante más tiempo. Y tiene razón: el pesimismo cautiva porque aparenta estar bien informado y tener profundidad crítica e intelectual. En cambio, el optimismo suena como a banalización de la realidad o a desprecio del padecimiento de los individuos. Ser optimista hace ingenuo e insensible, como ha escrito el científico británico Matt Ridley.

 

Nada nuevo bajo el sol. John Stuart Mill –recuerda Housel en su artículo en The Motley Fool– ya había hecho la misma observación hace ciento cincuenta años: “He observado –decía– que la mayoría de gente no considera sabio al hombre que se muestra esperanzado cuando los otros desesperan, sino al hombre que desespera cuando los demás se sienten esperanzados”.

 

Salvador Cardús en La Vanguardia.

 

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Jueves, 18 de febrero

 

Adiós al papel en The Independent (Audio). Por Víctor G. Guerrero.

 

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Salvo excepciones, la tarea de un periodista parece reducirse al nervio de la investigación y al desenmascaramiento de alguna gran mentira oficial, dejando de lado las horas de estudio, la orfebrería de la escritura o los tiempos muertos. El cine le inyectó a la profesión una velocidad y una adrenalina resistentes a cualquier clase de rutina y sopor. Sólo eso explica la que tal vez sea la escena más vertiginosa de En primera plana [Spotlight]: Michael Rezendes (Mark Ruffalo) corre de un lado al otro para conseguir unos documentos antes que los demás diarios; el momento logra un ritmo notable a partir de una premisa improbable, como si realizar un trámite en un juzgado fuese una actividad de riesgo extremo. Solo el cine puede conseguir semejante cosa, recurriendo al montaje y a los desplazamientos por el plano de un Mark Ruffalo al borde del colapso.

 

Diego Maté en Revista Eñe.

 

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En 1967, Trillin empezó a escribir el ‘U.S. Journal’ para el New Yorker, un informe de tres mil palabras, redactado cada vez desde una parte distinta del país, que fue apareciendo en la revista cada tres semanas durante los siguientes quince años. Como es habitual en él, Trillin es modesto respecto a su prodigiosa producción: “Los redactores de revistas me decían: “¿Cómo haces para mantener ese ritmo?”. Los reporteros de periódicos me preguntaban: “Bueno, ¿y qué más haces?”.

 

Robert S. Boynton en El nuevo Nuevo Periodismo.

 

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Viernes, 19 de febrero

 

En agosto de 2007, Guillermo Vargas Habacuc, un artista conceptual costarricense, capturó a un perro callejero y enfermo en las calles de Managua, para más tarde atarlo y exhibirlo sin agua ni comida como parte de una exposición en una galería local.

 

Según Habacuc, el perro, al cual llamaron Natividad (en memoria de Natividad Canda, un indigente nicaragüense que murió devorado por dos Rottweiler en San José, Costa Rica, mientras era grabado por los medios, sin que nadie interviniera decididamente para salvarlo) intentaba mostrar la hipocresía de la gente capaz de advertir y conmoverse por un perro abandonado cuando está en una galería y no cuando está en la calle.

 

El hecho dio origen a una campaña de repudio contra el artista que incluyó una solicitud a los organizadores de la Bienal Centroamericana de Honduras para pedir que se retirara la invitación que le habían hecho para participar en la edición de 2008.

 

Si el arte tiene la cualidad de disparar emociones en el público, entonces Habacuc había logrado establecer su punto al exhibir la hipocresía y pasividad de los espectadores, incapaces de defender activamente a un animal. La clave, explicaría él mismo es que “nadie llegó a liberar al perro ni le dio comida o llamó a la policía. Nadie hizo nada”.

 

Juan Carlos Romero Puga en Letras Libres.

 

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A los 19 años [Chimamanda Ngozi] Adichie se trasladó a Estados Unidos con una beca de dos años para estudiar Comunicación y Ciencias Políticas en la Universidad de Drexel (Filadelfia). Su compañera de habitación quedó impactada en cuanto Adichie abrió la boca: “¿Dónde has aprendido a hablar inglés tan bien?”, le preguntó. La joven Adichie tuvo que explicarle que el inglés era una lengua oficial en Nigeria. La segunda cosa que su compañera quiso saber fue la “música de su tribu”. Adichie le mostró los CD de Mariah Carey. Se dio cuenta de que todo lo que su compañera estadounidense sentía hacia ella era una lástima condescendiente. Solo conocía una historia de África, una historia de catástrofe. Adichie no tuvo conciencia de que era africana hasta que llegó a Estados Unidos y se enfrentó a esa única historia que Occidente tiene de África. Piensa que “esta única historia de África como un país de gente incomprensible que muere de sida y hambre y debe ser salvado procede de la literatura occidental”.

 

Carmen G. de la Cueva en Ahora.

 

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Lo que pasa es que esa idea, esa mala idea, es además falsa. No existe una sola respuesta verdadera a cada una de las preguntas que nos hacemos. Tampoco en política, aunque las ideologías nos quieran convencer de lo contrario. Las respuestas a la pregunta de cómo queremos que sea nuestra sociedad suelen pasar por grandes palabras como justicia, libertad, igualdad u orden. Sucede, sin embargo, que muchas de esas cosas son incompatibles entre sí. Si queremos algo de igualdad tendremos que sacrificar un poco de libertad. Está bien desear justicia, pero quizá sea razonable contraponerle algo de piedad. El orden es deseable, pero catastrófico si no renunciamos a un poco de él para dejar un resquicio a la imaginación y la creatividad. La seguridad es un bien que debemos perseguir, pero si no lo sacrificamos ligeramente en aras del riesgo, probablemente nunca haremos nada de provecho (ni divertido).

 

Y ahí es donde entra la política democrática: una negociación constante sobre todas las cosas que nos gustaría alcanzar pero que sabemos, aunque nos cueste reconocerlo, que no podremos tener al mismo tiempo.

 

Ramón González Férriz en Ahora.

 

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Sábado, 20 de febrero

 

Brodsky, el gran poeta ruso emigrado a Estados Unidos, dijo en una ocasión sobre la escritora italo-suiza Fleur Jaeggy: «Duración de la lectura: aproximadamente una hora. Duración del recuerdo, y de la autora: el resto de la vida». Se refería a ese libro maravilloso –de los mejores, posiblemente, de las últimas décadas– que es Los hermosos años del castigo ( Tusquets). Y no le faltaba razón: Jaeggy es un planeta autónomo, no se parece a ningún otro.

 

Mercedes Monmany en ABC Cultural.

 

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A veces, sin darme cuenta, guiada por un olor o una vieja melodía, mi mente vaga hasta la época en que París no tenía nada que ver con EE.UU., cuando la vida de la calle y la de la pantalla eran similares y nuestros días parecían una película de la nouvelle vague. Había, entonces, algo alegre y despreocupado en las decisiones, por qué hacías esto o lo otro, sin motivos claros y sin finales de Hollywood. Claro que se veían películas americanas, pero la mayoría eran bastante buenas, muy diferentes a las que desperdigamos por todo el mundo ahora, violentas y malas. Aquellas películas no arrinconaban a las demás ni inundaban la cartelera (una razón por la que eran tan admiradas) y siempre podías ver películas francesas, italianas, polacas o rusas. Había una filmoteca que, para los estudiantes, costaba un franco.

 

Nadja Tesich en Ahora.

 

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Hace años, en un periódico en el que trabajé, pusimos a prueba a un grupo de lectores. Les dimos a cada uno un periódico del día, recién fabricado, y un rotulador rojo, y les pedimos que leyeran. Cuando consideraran que habían leído lo suficiente de una pieza informativa, debían marcar en rojo la línea a la que habían llegado y pasar a la pieza siguiente. El resultado fue previsiblemente descorazonador. En la mayoría de los casos la lectura se limitaba a los titulares y al primer párrafo. Lo que menos éxito tenía era la política, en especial las declaraciones de los políticos.

 

Pienso a menudo en aquel experimento. Cada día, en realidad, cuando abro la pantalla o el artefacto de papel y topo con el prolijo capítulo cotidiano acerca de las presuntas negociaciones para formar gobierno. Me impongo la lectura porque en mi caso se trata de una obligación. Pero dudo que esas cosas las lea mucha gente. Políticos, periodistas, politólogos y gente que aprovecha lo que dicen los políticos para soltar risas o espumarajos en las redes sociales. ¿Alguien más? Lo dudo.

 

Enric González en El Mundo.

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