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Mientras tanto2016/14 — La firma

2016/14 — La firma


 

 

 


Museo ABC.

 

¿El periodismo puede ser literatura? Sí, claro que sí, y yo también admiro los grandes reportajes de The New Yorker, y a Kapuscinski, y a Mitchell, y a Aleksievich, pero digamos las cosas claras: la literatura es arte, pero el periodismo es historia o política. ¿Una literatura de “hechos reales”? ¿Una literatura política? Lo siento mucho, pero eso no es literatura.

 

Andrés Ibáñez en ABC Cultural.

 

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Había que sobrevivir a los nazis. En la época del bolchevismo no podía concebirse ninguna esperanza de sobrevivirlo; el sistema no parecía de esos que algún día acaban. Sin embargo, nunca acepté su existencia. No me acomodé a su mundo ideológico, no hablé su lengua, no me adapté a eso que se llama una vida normal: no fundé una familia ni me creé, por así decirlo, una base real para la existencia. Ahora vivo por primera vez en un mundo que puede calificarse de real, de verdadero. ¿Cómo es? Igualmente absurdo, pero al menos su absurdidad es verdadera.

 

[…]

 

Recuperarme de los daños que me ha causado el premio Nobel como si nada hubiera ocurrido. La popularidad repugnante, ridícula y agresiva después de que durante décadas en Hungría ni siquiera se supiera que existía. (Aparte de las autoridades policiales).

 

Fragmentos de los diarios de Imre Kertész, reproducidos en El Cultural.

 

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—Cuéntenos la experiencia cultural que le cambió su manera de ver la vida.

 

—Leer a Fernando Pessoa y su Libro del Desasosiego. Era muy joven y me di cuenta de que lo de ser adulto no iba a ser fácil

 

Entrevista a Cesc Gay en El Cultural.

 

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¿Por qué un autor se convierte en clásico? Ciertamente, no por lo bien que escribe; de ser así el mundo de la literatura estaría superpoblado de clásicos.

 

Roberto Bolaño en Entre paréntesis.

 

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Cuando entrevisté a Paul Preston hace unos meses le pregunté por George Orwell. Me sorprendió la visión tan negativa que el historiador británico tenía de uno de mis héroes. Se lo comenté al editor Miguel Aguilar, que me dijo: “Los historiadores suelen hablar mal de Orwell. Creen que lo suyo era intrusismo profesional”.

 

Daniel Gascón en Letras Libres.

 

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Así es como empezó. El punto de inflexión en el periódico fue la introducción de la firma. Siempre había habido firmas, por supuesto, pero solo en artículos raros y en los de más elevada importancia. En algún momento, a principios de los años sesenta, el periódico empezó a poner firma en casi todos los artículos, independientemente del autor. Nadie podía haber predicho adónde nos llevaría esto. Parecía, al principio, un paso en la dirección de la verdad, de la sinceridad. Al fin y al cabo, parte de cada historia siempre había sido: ¿Quién lo dice? Pero el resultado, en retrospectiva, fue este. De periodistas anónimos, citando, como una cuestión del más elevado profesionalismo y con solo las más raras excepciones, fuentes específicas, pasamos poco a poco, y luego rápidamente, a lo contrario: periodistas con nombre, con firmas reconocidas, citando personas, fuentes que permanecían en el anonimato. Hubo varios resultados. El periodista mismo, con su celebridad, su firma, se convirtió en muchos casos en el personaje más poderoso, políticamente o de otra forma, de su propia historia. Las “fuentes” se perdieron, se convirtieron en ocasiones en autoridades bien situadas que difundían como hechos rumores a los cuales, como si se tratara de encuestas, querían conocer la reacción; en otras ocasiones, en empleados desencantados o rivales que trataban de vengarse, de socavar una política o de obtener una ventaja; otras veces, en “colectivos”, un eufemismo para referirse a un personaje más o menos de ficción presentado por algún propósito concreto del propio periodista; finalmente, quizá de manera inevitable, en ficciones absolutas, invenciones del periodista para potenciar su firma, para estar a la altura de presiones periodísticas completamente nuevas, para progresar en su carrera.

 

Renata Adler en Oscuridad total.

 

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El escritor español en Madrid, como el catalán en Barcelona, corre muchos más riesgos que el escritor español en Cataluña: el riesgo de un éxito prematuro, el riesgo de dedicar más tiempo a la vida literaria que a escribir, el riesgo de ceder al privilegio envenenado de cualquiera de los halagos, sinecuras, canonjías, chollos y cholletes con que el poder intenta sobornar al escritor, incluso el riesgo de la política a secas. Un ejemplo: casi forma parte obligada del cursus honorum del escritor español aspirar al ingreso en la Academia; el escritor español de Cataluña, en cambio, puede esquivar tranquilamente esa obligación: como no fueron académicos Gil de Biedma ni Barral, como no lo son Marsé ni Mendoza, casi nadie sensato siente el menor deseo de serlo.

 

Javier Cercas en El País Semanal.

 

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En Estados Unidos parece prohibido que cualquier libro que se precie —sea ficción o no ficción— baje de las 500 páginas; y en los interesantísimos libros académicos siempre se termina la lectura con una sensación de extenuación, de haber exprimido hasta la última gota del asunto tratado desde todas las perspectivas posibles.

 

Alejandro Carantoña en fronterad.

 

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Son tres generaciones las que han vivido de vender libros. Su abuelo vendía libros. Su padre vendía libros. Juan, a veces, vende libros. […] En esos días felices, Juan veía a su padre manejar el negocio boyante del mercado del libro de segunda mano. Ahora todo ha cambiado mucho. Las ventas no son las mismas de hace diez, quince o veinte años. Culpa a la tecnología. No hay inquina en sus palabras, más bien resignación, o quizá desgana.

 

El kiosco de la calle del Conde.

 

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Martín Caparrós dice no sentir nada cuando recibe los primeros ejemplares de sus libros recién publicados. “Me encantaría emocionarme más ante mis libros, pero la verdad es que eso no sucede. No los abro, ni siquiera para (h)ojearlos”, dice. Siempre ha sido así, recuerda. Tanto con sus novelas como con sus obras periodísticas. “Es curioso porque me paso la vida escribiendo libros. Y me importan mucho, muchísimo, mientras los estoy escribiendo. Pero, después, cuando me envían el primer ejemplar y veo mi nombre en la cubierta ilustrada con una foto o un dibujo, no siento nada”.

 

Lino G. Veiguela en fronterad.

 

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«Como crítico tengo que leer muchas novelas. Novelas más o menos bien escritas, de las cuales se puede hablar bien, y que se pueden recomendar con más o menos entusiasmo. Pero a veces, a medio leer, pienso: ¿a quién le puede interesar esto? Si no me la tuviera que leer como crítico, ¿la leería? Y la conclusión es parecida a lo que dice Mendoza. Pero también podría llegar a la conclusión opuesta: el público está tan disperso, hay tantas cosas por hacer, que es difícil que la gente se enganche a una novela por interesante que sea. Siempre hay alguna cosa que se interpone y que produce una gratificación más inmediata que leer».

 

Julià Guillamon en La Vanguardia.

 

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Lo más famoso, claro, es lo que no se ve, lo que no hay: firmas, bylines. Es una política perpetua, aunque –según dicen ellos mismos- no es el Economist el que ha cambiado, sino todos los demás: hasta muy avanzado el XIX, las informaciones, editoriales y demás no se firmaban. La regla afecta incluso al director, cuyo nombre no aparece en la portada, y a quien, sin embargo, al ceder el mando, se le permite, de modo excepcional, firmar un artículo entre el consuelo y la valedicción.

 

The Economist, o la casa del “periodista-intelectual”.

 

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You’re only writing when you’re writing. But I’m still a writer when I’m not writing, because I’m gleaning all the time. I only write for publication, you know. I don’t keep a journal, I don’t keep a diary. I keep a kind of commonplace book, but that’s for keeping a record of my gleanings. Because the whole point of writing is to get something across to other people. If you were a theatrical performer, would you continue to perform even though you had no audience? Writers should never forget that writing is a branch of show business.

 

[…]

 

A really important thing happened to me, in terms of technique, when the tenth-anniversary edition of Low Life was coming out. Jonathan Galas asked me to write a new afterword. I wrote this shapeless mess, which ended up in the book. And Barbara Epstein said that she liked it but that for The New York Review I’d have to cut it by, like, two-thirds. It resulted in one of my best pieces of writing, purely as a consequence of cutting. For me, it was like the discovery of fire.

 

[…]

 

I’ve long used marihuana as an editorial tool, and recommended it to others. It really is like putting on another pair of eyes. It allows you, above all, to see the entire forest, not just a bunch of trees—or vice versa, sometimes. I’ve usually used it to edit, not write.

 

Entrevista a Luc Sante en The Paris Review.

 

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I found satisfaction in a book by ­Anthony Burgess called “Ernest Hemingway and His World” (1978), which raised and answered the exact question that gnawed at me. “What was wrong with Hemingway?” Burgess asked. “Possibly growing gloom at his failure to be his own myth; more possibly a sexual incapacity which, considering his prowess in other fields of virile action, deeply baffled him.” Dredging up details of the author’s childhood in the Chicago suburbs, Burgess revealed that Hemingway’s mother had dressed Ernest like his older sister Marcelline, in “pink gingham with a floral hat” — with, he implied, disastrous psychosexual consequences.

 

Liesl Schillinger en The New York Times.

 

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I come home and Ina doesn’t even want to see me for several hourse, because I’m all wound up during the night to write that couple of paragraphs. I think, Oh, I’ve got it, I’ve got it, and then I get up in the morning and I look at it and I say, No, this isn’t it.

 

[…]

 

I’m not sure I ever thing the writing is going well. Every day I reread what I wrote the day before, and I’ve learned from hard experience that it’s a real mistake to get too confident about what I’ve written. I do so much writing and rewriting. And Knopf knows. I rewrite the galleys completeley. I even rewrite in page proofs, which the don’t actually allow you to do, but they’ve been very good to me. I’d rewrite in the finished book if I could.

 

Entrevista a Robert Caro en The Paris Review.

 

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Editar es una pasión extraña, gratificante y sacrificada; los autores brillan, los editores esperan. Abrazan los editores la obra de sus autores, como si la hubieran escrito, y al final esta aventura común tiene en el éxito una lumbre, pero el fracaso tiene otro dueño. Así es la vida de las luces y las sombras de este oficio magnífico e invencible, acaso como el oficio de periodista: el oficio de poner en las manos de la gente lo que piensa, imagina o hace otra gente.

 

Juan Cruz en El País.

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