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Mientras tanto#22 El camino del artista

#22 El camino del artista


 

I.

 

 

Es Devlin («Es» nombre, no verbo) es una de las más prominentes escenógrafas de hoy en día. En el perfil que Andrew O’Hagan le ha escrito en el New Yorker del 28 de marzo salen la Royal Opera House, Kanye West, Hamlet, U2, Louis Vuitton, el Met y Miley Cyrus. Todas las escenografías son suyas.

 

En el mejor momento del texto repasa sus inicios como creadora de espacios y espectáculos: habla de su primer gran trabajo. Se  vistió el traje de artista y se puso a diseñar Traición, de Pinter —con Pinter vivo y en los alrededores—. «Pinter fue capaz de reírse y dejarme hacer», cita el autor a Devlin tras describir el entusiasmo juvenil y excesivo de aquella propuesta. «Pero cuando me presentaba a alguien, la noche del estreno, decía: ‘‘¿Conoces a Es Devlin? Ha escrito la obra.’’»

 

Para empezar, en España prácticamente nadie fuera del ambiente teatral sabe a qué se dedica un escenógrafo o escenógrafa. De hecho, es habitual entre los más críticos con la faceta escénica de la ópera referirse a la dirección de escena como «escenografía», cuando son trabajos distintos: la dirección de escena toma decisiones sobre toda clase de aspectos del espectáculo; la escenografía, en cambio, decide sobre el espacio escénico y lo diseña. Son cosas distintas. Concretamente, la dirección de escena idea y los demás realizan, recogen, crean. Queda raro porque coloca a los directores de escena en una posición no siempre comprensible: la de quien elige, propone, decide y guía, y por ende quien parece que tiene una ocurrencia, la pone sobre la mesa y se recuesta apaciblemente hasta que tome cuerpo en la noche del estreno.

 

Esto es así en muchos más casos de los deseables, pero obviamente no es lo que se supone que hace un director de escena —ni un escenógrafo—. También es obvio que no todo el mundo es Es Devlin, que siempre según el perfil tiene un estudio con siete personas, libros y una preocupación casi poética por la configuración del espacio escénico. Provoca envidia (¡o inspiración!) cómo y por qué trabaja, qué y cómo lo hace: un estándar no tan relacionado con los medios y el dinero sino con algo, de nuevo, más abstracto: el proceso.

 

 

 

II.

 

 

En el número de este mes de OperaNow se publica una columna en la sección «Squillo», firmada por Michael White, con el pomposo título de Wrong directions. Afirma White, en la primera parte de su columna, que más de un director artístico (otro trabajo distinto: programar y configurar una producción) de más de un teatro europeo le ha confesado el enorme salto al vacío que supone encargar una puesta en escena. No así una versión musical: cualquiera que agarre las riendas de una orquesta y un reparto puede acreditar que al menos la cosa sonará. Una puesta en escena no. Como a mí ya me ha dicho alguno, también, es una cosa cara y con unas implicaciones técnicas y materiales realmente grandes, amén de un componente artístico que no se puede palpar en su integridad hasta la noche del estreno. «En el momento en el que ya hay algo físico que juzgar, una enorme maquinaria está en marcha, como un tráiler que no se puede parar. Es demasiado tarde para hacer saltar las alarmas: te limitas a cerrar los ojos y esperar el monumental descalabro. Y, aún peor, tienes que hacer un esfuerzo y sacarle lo mejor, sonriendo para la taquilla», añade.

 

No obstante, los desmanes son perpetuos. Por eso es muy probable que, como también me decía un colega hace muy poco tiempo, parezca que todo el mercado operístico-teatral está copado. Por eso se explica que Devlin, y algunos como ella, sean los más solicitados: porque quizás sean artistas buenos o artistas malos, o artistas a secas, pero resuelven. Sabes que una escenografía de Devlin (y podría dar un puñado de nombres españoles) nunca va a fallar. Puede ser más adecuada o menos, más cómoda o menos, pero será una buena escenografía.

 

Al llegar al terreno de los directores de escena la cosa se complica. Los escenógrafos pueden (y suelen, en el caso de ópera) tener algún tipo de formación técnica, de manera que cada vez es más infrecuente ver proyectos que son absolutamente irrealizables; pero los directores de escena, si sabemos escribir, hablar o actuar, podemos engañar a casi cualquiera con un texto bien trabado para luego proponer un espectáculo mediocre o infumable.

 

 

 

III.

 

 

No obstante todo esto, Michael White dedica la segunda parte de su texto a machacar de manera inmisericorde la Norma de Christopher Alden en la English National Opera y L’Étoile de Mariame Clément en la Royal Opera House. Pone ambos espectáculos —que ha visto, y yo no— a caldo perejil, apuntando a lo que yo al menos más puedo odiar en una puesta en escena: la falta de estudio, la falta de fondo y, en general, la vagancia (que no vaguedad) general de una propuesta. (Somos muchos los que estamos esperando la oportunidad de poder demostrar que tenemos algo que decir, ansiosos por dedicarle tiempo y mimo a una propuesta escénica.)

 

Me cuesta creerlo, con todo, porque conociendo el trabajo de Clément (y más ante su debut en una casa de ópera) se la puede acusar de muchas cosas pero no de ligereza en sus decisiones; y a Alden, tampoco. En el pasado, se ha acusado de vagancia (que no de vaguedad) redomada a directores tan renombrados como Dmitri Tcherniakov (léase Don Giovanni en Aix-en-Provence, La Traviata en La Scala o Dialogues des Carmélites en la Bayerische Staatsoper) o a Olivier Py (que estaba haciendo Aida y Alceste casi simultáneamente en las dos sedes de la Ópera Nacional de París).

 

Lo que White propone, en definitiva, es que en el mundo de la ópera empiece a existir un control efectivo y auténtico de los procesos creativos que garantice, si no las reacciones que puedan provocar al menos la solidez de las propuestas hechas. Ojalá alguien le haga caso: enumerar los casos de inercia artística en algunos teatros españoles daría para una enciclopedia.

 

Ni Es Devlin lo copa todo ni Mariame Clément o Chirstopher Alden son unos chapuceros: simplemente —se les olvida a críticos como White— es gente que a veces se equivoca y a veces da en la diana. ¿Se les podría controlar más? Sin duda. Solo habría que empezar, entonces, por conseguir que siquiera el público y buena parte de la crítica y la prensa empezasen a distinguir a un escenógrafo de una directora de escena, y a una directora de escena de un dios. Entonces, todos competirían en igualdad de condiciones, que sería lo deseable y lo más interesante. O no tan interesante, según a quién se pregunte…

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