Home Novela por entregas 23. La melancolía de los feos

23. La melancolía de los feos

 

Una última caravana de nubes terminó de pasar para dejar la noche más cargada de estrellas que un campo de uvas listas para la vendimia, y el mar apaciguado, casi quieto tras la tempestad. Pero la luna de tres cuartos iluminó el mar, ahora sin las olas que hacen de prismas y equivocan las sombras bajo el agua. Y en una de esas sorpresas guardadas en la noche, que los animales temen más que a nada, un reflejo despistado hizo que uno de los Alfombra viese a Piojo. No a Gamba 14, pues las gambas no existen para los tiburones -ni siquiera se dan cuenta cuando se comen alguna sin querer-, pero sí a Piojo.

 

Y no hizo nada.

 

Es un comportamiento típico de los escualos, y en particular de los Alfombra, los más feos, los más necesitados de la esgrima de los salones, a la que apenas deben recurrir los Blancos, por ejemplo. Los Blancos se pueden permitir modales de patán: nadie se lo reprochará.

 

Sólo cuando se encontraban a suficiente distancia, Alfombra 1, llamémosle Felpudo, le dijo a Alfombra 2.

 

Le he visto.

 

Alfombra 2, llamémosle Moqueta, se disponía a ir a advertir de las nuevas disposiciones administrativas a una estrella de mar cercana y, cargado del fervor de su nueva misión, no escuchó lo que le decía Felpudo. Parecía algo absurdo pues la estrella de mar se puede mover apenas un par de milímetros más por hora que las piedras, pero Limón había dicho en pleno entusiasmo, en la cima de su delirio: “¡Habrá que controlar a todos los organismos vivos, sin dejarse ni uno!”. Y visto que la estrella de mar está viva, aunque lo disimule muy bien, a esa norma pretendía someterse Moqueta.

 

¿Me has oído? He dicho que le he visto.

 

¡A quién! –se desesperó un poco Moqueta.

 

Al delfín que se escapó del Acuario.

 

Moqueta le miró con la parte obtusa de la mirada de los tiburones hasta que poco a poco se fue haciendo una pequeña luz. Y una desconfianza.

 

¿Lo has visto? Dónde…

 

Estaba bajando hacia nosotros cuando hablábamos con el Cangrejo…

 

¿Bajando? Los delfines no bajan si no es necesario. Están arriba. Juegan en la superficie. Dan saltos.

 

Pues este bajaba.

 

Y luego no dijeron nada más. Felpudo y Moqueta se quedaron ahí dando vueltas, un poco más lentas. Parecían patrullar pero no era eso, ya ni se les ocurría ir a decirle a la Estrella de Mar que, en adelante, para moverse necesitaría permiso de la autoridad.

 

¿Y si fuésemos a capturarlo?

 

¿Estás loco? Se nos echan encima los otros delfines y nos destrozan.

 

Más vueltas.

 

Pero es que yo no vi a más delfines, dijo al cabo de un rato Moqueta, que era el de la propuesta.

 

¿No viste a más delfines?

 

No.

 

Pero si siempre van en bandadas. A veces en ejércitos de hasta doscientos o trescientos. Nunca menos de tres o cuatro. Por no saberlo, más de un tiburón ha recibido una paliza. Y bajó la voz hasta más de una paliza.

 

Pues no vi a ninguno.

 

Igual estaban por ahí, acechando.

 

¿Has visto tú alguno? Yo no.

 

No, yo tampoco.

 

Pues yo creo que es que no hay. Este delfín estaba solo. Por eso creo que es el que se escapó del Acuario… Todavía no se ha encontrado con los suyos.

 

O sea que sí era una oportunidad. Decidieron aprovecharla.

 

Muy bien –frenó en seco Moqueta–, lo capturamos. Y luego qué hacemos.

 

¿Nos lo comemos?

 

¿Sabes tú a qué sabe el delfín? Yo no, y ese ya es un signo: si los tiburones no sabemos a qué sabe un delfín, es que no se come.

 

Más vueltas pensativas.

 

¿Y si lo llevamos a la asamblea general? Imagínate: ¡un delfín! Menudo trofeo. Nos convertiría en héroes… ¡Nos admirarían!, dijo Moqueta y en su voz se escuchó el tembloroso anhelo de las utopías.

 

¿Estás loco? –preguntó Felpudo–. Si se lo llevamos a la asamblea de tiburones, se lo quedarán los Blancos y se apuntarán el mérito. Como siempre. Los Blancos, o los Limones, o los Martillos, cualquiera menos nosotros. Nosotros somos los que hay que esconder. Los parias. Los descastados. Por eso nos arrastramos abajo, por los sótanos del mar.

 

Un doloroso recordatorio que tuvo el poder de entristecer a Moqueta y Felpudo con la vieja melancolía de los feos, que es la más antigua de todas.

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