Y eso era más o menos lo que, sin instrucciones previas, por un instinto que traían ya puesto cuando nacieron, intentaban explicar a Piojo los dos Alfombra.
—Debe usted tener un permiso de circulación.
—¿Un qué?
—Un permiso para poder nadar por el mar.
—¡Lo tengo!
Moqueta y Felpudo se miraron satisfechos: nunca hubiesen pensado que iba a funcionar tan fácil.
—¿Lo tiene? –preguntó Moqueta con ilusión–. ¿Podemos verlo? Ellos mismos también querían ver cómo era.
—¡Claro! Lo estáis viendo.
Pese a la prevención que sentía hacia Felpudo y Mofeta, la alegría de Piojo se podía ver y casi oír. Sólo faltaba que cantase. ¿Y cómo no? Desde hacía unas horas volvía a recuperar el mar, había disfrutado de una tormenta, podía ir a donde quisiera… (Ya había borrado el lametazo de soledad que había sentido antes de que lo abordara Gamba 14 haciéndole cosquillas en el mentón)… ¿Se podía pedir más?
—Dónde –preguntó Felpudo, no se fiaba de sus ojos miopes-.
—¡Lo estáis viendo! Un cuerpo de tres metros –ahí exageraba un poco porque apenas superaba los dos y medio–, unas aletas, un sistema de radar, casi tantas ganas como curiosidad… no se necesita más. Con esto puedo llegar a donde quiera.
Y él se lo podía explicar, después de su tiempo de cárcel, pero se abstuvo.
—No es eso –dijo Moqueta. Y con la lentitud de un profesor con un alumno torpe, se puso a explicarle a Piojo aquello de que las cosas habían cambiado, el mar ya no era el territorio salvaje de antes. Ahora no podría circular cruzando por fronteras, así, por las buenas. Antes debería pedir un permiso emitido previamente por una autoridad (aunque él mismo no entendía muy bien qué significaba previamente). Y, sí, la autoridad eran ellos (amable sonrisa).
Pero luego tuvo que emplear muchas más frases, vacilaciones y circunloquios, detalladas y hasta irritadas explicaciones, entre otras cosas porque Piojo, que era muy listo, no entendía… O tal vez sufría una especie de alergia para entender, entender eso.
Porque de algún modo lo que le estaban diciendo Moqueta y Felpudo –lo sentía en la piel- era lo mismo que, sin palabras, le habían estado haciendo en el Acuario de los Siete Mares durante lo que siempre pensó era una cadena perpetua. Lo mismo. Las largas explicaciones de Moqueta y Felpudo tenían el mismo aire que las normas que iba imponiendo Jonás cada día para que el espectáculo fuese “¡el mejor del mundo!”.
¿No era eso mismo lo que decían los dos tiburones agachados? Todas esas normas tenían por objeto llevar la civilización al mar. Fin de la anarquía y al fin alguna regulación en el caótico deambular de las poblaciones, la infinita errancia de los peces por un agua de nadie.
Pero Felupudo y Moqueta no hubiesen podido elegir peor. Tal vez cualquier otro habitante del mar les habría escuchado. A lo mejor. Pero Piojo había salido apenas hacía unas horas de la cárcel y se había encontrado con la tormenta, las olas y la soledad, y la posibilidad de elegir una estrella para dirigirse hacia ella. O sea, mucho de aquello por lo que merece la pena vivir y hasta dar la vida.
Era además un discípulo de Ramón, el Pulpo, que le había dado una educación, de emergencia pero buena, con todo lo que importa, que son dos o tres ideas esenciales.
Y mientras bailaba sobre la cola y daba saltos idiotas para cruzar aros que le sostenían enfrente, como si fuese un perrito en un circo, había podido observar a los humanos, y a través de sus conos de helado, sus tatuajes y sus pantalones cortos se había podido imaginar, como un arqueólogo inteligente, esa civilización de la que provenían. Además había escuchado sus comentarios y banalidades, y se había asombrado de lo que se asombraban. Bien, si esos eran los resultados –y permitían que su carcelero Jonás fuese uno de ellos, eso Piojo no lo podía olvidar- no quería esa civilización. Para ellos.
O sea que siguió sin entender: No, no tenía permiso de circulación.