Home Novela por entregas 3. La bondad es un signo de inteligencia

3. La bondad es un signo de inteligencia

 

A Piojo el corazón le palpitaba al pensar en él porque, de todos sus amigos, Ramón fue el único que le demostró que lo era: la tarde anterior había levantado la pequeña reja que conectaba la tercera piscina del Acuario con el mar y había mirado hacia otra parte. Y con ese acto, tan sencillo que sólo había necesitado uno de sus largos brazos, le había regalado la libertad, que es como regalar la vida, más, quizá. Y a un precio que Piojo no había querido ni quería aún saber, pero que allá en el fondo de su conciencia sabía muy alto. No se atrevía ni a imaginarlo: a lo mejor metían a Ramón a su vez en la cárcel y le obligaban a hacer, frente a los turistas, virtuosos malabarismos con sus brazos.

 

O tal vez le hicieran lo mismo que a los calamares a los que tiñeron la tinta de amarillo pollito y rojo de China al mismo tiempo que los perfumaban: un pachulí insoportable que contaminaba las tres piscinas del acuario y le encantaba al público dominguero –dominguero toda la semana- que venía a ver sus monerías de colores: sus calamerías. Esa tinta de colores perfumados permitía cobrarles más.

 

Y esa tinta de diseño no habría tenido importancia –lo que hacen los carceleros sólo cuenta para cobrárselo un día- de no ser porque los calamares se lo creyeron. Los calamares no tienen el olfato muy desarrollado y creyeron que ese intenso pachulí, que en las farmacias de tierra firme se vende como medicina para despejar narices resfriadas, era un elegante batido de rosas y orquídeas. Y por ahí se empieza: se creyeron más guapos que los demás calamares. Se creyeron de mejor familia.

 

Tráteme de usted –le pidió a Ramón un día uno de los calamares, el más grande y tonto.

 

¿Cómo dices?

 

De usted. Tráteme de usted.

 

Ramón tuvo que pensar qué era lo que le estaban pidiendo, pues la estupidez suele ser enigmática, y luego enrojeció de golpe, al comprender. ¿Le diría al calamar Grandullón que los pulpos estaban en la tierra desde que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso y salieron a defenderse de los dinosaurios? ¿Que desde las primeras líneas del primer capítulo de la memoria ya vivían en el mar con los tiburones y los cocodrilos?

 

No, para qué. No lo comprenderían –pensó con una bondad que era otro signo de inteligencia. Además, si le decía todas esas cosas tendría que revelarle fatalmente que los calamares son, por así decir, un error de la evolución. La famosa tinta fue un invento para corregirlo y darles un poco de sabor, pues en su origen eran animales sin más misterio que un chicle gastado. Sólo con la tinta, que les ocultaba, se consiguió darle el aura de leyenda a los cuentos que hablan de gigantescos calamares arrastrando barcos a los fondos abisales, allí donde los animales no tienen ojos y se pierden para siempre los silbidos de los delfines. Leyendas exageradas, nacidas con toda probabilidad en esos gimnasios donde la gente se dedica a desarrollar músculos y eso termina por afectar a la imaginación.

 

En todo caso, que los calamares nuevoricos mirasen al pulpo como a un pobre tipo, comparado con sus tintas amarillas y rojas y olorosas, sin duda alguna inclinó las simpatías de Ramón por Piojo. Un joven delfín al que, precisamente por ser joven, le costaba mucho adaptarse a su nueva situación de prisionero.

 

No les des el gusto de verte así –le dijo al fin un día.

 

Así, cómo –preguntó el delfín.

 

Así, hundido, triste.

 

Y como Piojo no parecía reaccionar, el pulpo insistió:

 

Créeme: más te vale aprender a saltar. Lo que por otra parte ya sabes.

 

¿Y por qué habría de hacerlo? Y si no salto, ¿qué me pueden hacer?

 

El pulpo dejó por un instante de mover los brazos y se hizo estatua.

 

No quieras saberlo –le dijo.

 

Y algo había en su inmovilidad porque, poco a poco, el delfín se fue resignando a su condición de prisionero y, llevado por su natural alegre, hasta comenzó a divertirse con los saltos, para los que además tenía talento. Y como aprendía con facilidad –se cree que los delfines sólo usan el 5% de su cerebro-, le adjudicaron el nombre artístico de El Piojo Saltarín, primero, y luego, cuando saltó a través de tres aros al tiempo, uno de ellos de fuego y haciendo un tonel, se lo aumentaron a El Gran Piojo Australiano.

 

Pero si yo no soy australiano –alcanzó a precisar.

 

No importa –le dijeron–. ¿Has visto que las nacionalidades tengan importancia en el mar?

 

No. ¿Y entonces?

 

Pues que sí la tienen en tierra. Y en tierra “australiano” suena a lejos y aventurero.

 

No le importó porque para entonces ya le gustaban los aplausos del público. Los delfines, como todo el mundo, tienen su vanidad.

 

Y todo ello le llevó a recuperar algo que define más a los delfines que su buen humor, sus saltos o sus canciones: son curiosos.

 

¿Cómo sabes mi idioma? –le preguntó un día a Ramón.

 

Ya eran amigos y se buscaban para charlar y refugiarse de la mediocridad de los calamares, que una vez idos los turistas y regresado el acuario a la calma de la prisión, podía ser tan sofocante o más que la tinta.

 

Porque los pulpos somos muy viejos y allí en el fondo del mar vemos pasar de todo. 


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