Está internet que quedas con cualquiera fiándote de una foto que muchas veces, o es falsa o ha sido manipulada, y no sabes lo que te puedes llegar a encontrar. Eso me ocurrió ayer noche, cuando accedí a las presiones de una camboyana de 33 años, divorciada, que me contactó por el Facebook de mi restaurante diciéndome que era clienta, asunto que, como casi todo lo que me dijo con anterioridad, fue falso o exagerado. Que las redes sociales se han convertido en la verdadera paja de los feos, las gordas, los bajitos, los calvos, y en resumidas cuentas, de todos aquellos que incapaces de salir adelante en el cara a cara se ocultan bajo mantos demasiado fraudulentos. Que las habrá con la foto de perfil de una modelo despampanante que luego se presentan en el lugar de la cita bajadas por una de esas grúas que retiran coches mal aparcados, para al instante pedir ayuda en forma de seis camareros, que la deberán posar, cual viga, sobre un sofá, único utensilio capaz de contener su pesaje.
Akara, que así dijo llamarse, llegó una hora tarde al Deco, un restaurante donde pasar desapercibido si la cosa no me hubiera salido satisfactoria. Pero mira tú por dónde que Akara resultó ser bella por dentro y por fuera, un rara avis en estos tiempos que corren.
Durante la cena consumimos un Shiraz australiano y tras la misma la señora me trajo a mi restaurante en su coche, un Lexus, donde de manera violenta exigió más vino. Yo, que llevo ya tiempo bailando y esquivando sobre la lona del amor, que a veces besas y otras, directamente, te la comes, caí en la cuenta de que la muchacha se había sobreexcitado y que esa ingesta la iba a pagar cara. Con la ayuda de su estado violento de embriaguez nos fuimos a mi camastro sito sobre mi propio restaurante, donde cuando me las prometía muy felices comenzaron los problemas reales. Y eso que la obligué a beber agua mineral por espacio de diez segundos; sin posibilidad para tomar una bocanada de aire: angustiado con el pedo que llevaba que no tenía pinta de acabar muy bien. “Hidrátate”, le decía, mientras le desabotonaba la camisa color piel repleta de restos de vino tinto.
Tras ducharse, me embistió. Estaba como enloquecida. Y yo, como dejándome llevar por la experiencia del borracho, hasta miraba al techo pensando en otras cosas mientras ella parecía tomárselo muy a pecho. Cuando llegamos a la meta, donde descubrimos que el clímax había sido patrocinado por un consorcio de bodegas que elaboran vino tinto del bueno, volvimos a la ducha para luego meternos en la cama, que fue en el momento en el que Akara comenzó a gritar frases con apariencias inconexas: “Quiero vomitar”, “Te quiero, mi querido”, “No puedo respirar”. Repetía más la segunda, asunto que me hizo comenzar a padecer, como ella, problemas respiratorios, todavía controlables. Pero mira tú por dónde, que tras poner el aire acondicionado bajo cero en una noche que fue sorprendentemente fresca, Akara, espasmódica, se giró con virulencia para acabar dándose un importante golpe en la cabeza contra el suelo. Antes de verle parte de la frente colorada, en la anunciación del moratón –que no están las cosas como para tomárselas a broma: entras con una casi desconocida en tu habitación y sale ésta a la mañana siguiente con media cabeza hinchada– comenzó a vomitar en lo que ya sí que me molestó. Porque a las dos de la madrugada, y en el ático de una villa que en realidad es un negocio, había pocas opciones de buscar otra salida a la única que realmente había: debía vestirme, bajar al negocio, abrir los candados, buscar fregonas, cubos y lejías, prepararlo todo, subir de nuevo, y limpiar hasta el límite de mi fondo físico, que en aquellos instantes, borracho y recién eyaculado, era más bien entre nimio y nulo.
Pues bien, armándome de valor dejé a la mujer sobre el camastro, con la cabeza golpeada y la habitación apestando a vómito, y me fui a abrir mi restaurante, exaltando a mi gata, donde tardé un cuarto de hora no ya en dar con los productos de limpieza sino con el interruptor de la luz. Tras tropezar treinta veces, volví a mi ático, sudado y arrítmico, que fue cuando descubrí a Akara tumbada sobre su propio vómito en lo que podía haber sido considerado una nueva desviación sexual que quedó descartada cuando soltó sus últimas palabras, con una voz entre tenue y de despedida definitiva: “No puedo respirar, en serio”. Gracias a Dios no volvió a decirme su ya manido “te quiero, mi querido”.
Pues bien, tras volcarle por la cabeza litro y medio de agua mineral, y viendo que además de que no reaccionaba se estaba generando un mejunje parecido al cemento por haber mezclado aquella agua importada y su vómito, pasé a esa fase que todo agnóstico domina a la perfección: rezar.
Imploraba a Dios y a todos los santos habiendo prometido en vano que si ella revivía yo me haría no ya el Camino de Santiago en chándal, sino que iría de rodillas y de espaldas a Lourdes desde Camboya. Porque la situación no era como para acostarse a dormirla: una mujer que acababa de conocer yacía en mi habitáculo sobre su propio vómito, a lo mejor muerta, además de alcoholizada, cuando habría pruebas evidentes de que bebió vino en mi restaurante, cuando además cargaba con un importante moratón en la frente del tamaño de tres sapos, y con ADN del que escribe además de semen repartidos por algunas zonas de su cuerpo. Que si no salté por la ventana fue por la frondosidad que generan los tres árboles, que con sus pobladas copas, llegan hasta el ático de mi negocio, amedrentando cualquier posibilidad de suicidio. Pero como rezar de nuevas no traía el maná, tuve que tomar nuevas cartas en el asunto, golpeándola el pecho izquierdo en un extraño masaje cardiaco con el que tampoco reaccionó. Al menos le noté pulsaciones, por lo que me fui al baño a defecar en la mayor concentración de mal olor que nunca en la historia de la humanidad generaron quince metros cuadrados. Al volver, con la habitación atufada a una temperatura siberiana por culpa del violento aire acondicionado, y antes de marcar el número de urgencias de la Clínica SOS, en sí la llave de paso para haberme pasado 30 años y un día en la prisión camboyana de Prey Sar, donde ya soñaba con los libros que iría a escribir sobornando a los funcionarios a base de escarceos sexuales, Akara reaccionó. Y de manera vergonzante: “Te quiero, mi querido”. Que no la besé en la boca por pura dignidad higiénica.
A eso de las seis de la mañana se levantó como si nada, aclarándome que tenía que trabajar. Cuando cerró la puerta, eché el pestillo y me puse a llorar. Después, me enjugué las lágrimas cuando ya me había convencido, entre moqueada y arritmia, que a partir de ya no me tomaré más molestias en ligar cuando pagando uno se evita todo este tipo de problemas cardíacos. Tras el ansiolítico caí en un profundo sueño. Aunque al despertar comprendiera que el hedor del vómito de una amante pasajera queda más en el ambiente que su propio olor corporal, entre notable y sublime. Y eso que metí la cara en su almohada, impregnada de restos de cremas y perfumes. Lo de siempre.
Joaquín Campos, 01/08/15, Phnom Penh.