El fusilamiento, en la madrugada del 13 de julio de 1989, hizo enmudecer a simpatizantes y detractores. Para los que de alguna forma vivimos aquellos momentos, no se borran de la mente las imágenes, las voces, los detalles.
En el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MinFar), se venían desarrollando diariamente, a las tres de la tarde, reuniones de análisis con motivo de lo que repentinamente se denominó “movimientos sospechosos” de embarcaciones en la zona de Varadero (en la península de Hicacos, unos 120 kilómetros al oeste de La Habana) que –se suponía– habían sido detectados por la propia contrainteligencia del Ministerio del Interior –y, lo más alarmante, según las informaciones que estábamos recibiendo, por el servicio de Guardacostas norteamericano, a través de los canales abiertos entre ellos y nuestras propias Tropas de Guardafronteras.
En las reuniones participaban algunos de sus más encumbrados oficiales y por el MinInt, el propio ministro, general de división José Abrantes; mi jefe inmediato Pascual Martínez, en el cargo que se denominaba primer sustituto; el jefe de la Dirección General de Contrainteligencia, el también general de división Manuel Fernández Crespo. Pero pronto comenzaron unas maniobras inexplicables. En los momentos de las más difíciles decisiones, Abrantes fue enviado por Fidel a México para llevar algún mensaje al presidente Salinas de Gortari.
Ahora era Pascual el que llegaba a mi oficina. Había entrado por la puerta trasera, después de dejar el ascensor que utilizaba el Alto Mando.
Venía con varios files bajo del brazo y cara de inusitada impotencia y desesperanza –si se me permite la descripción. Serían las cuatro de la tarde aproximadamente.
Al entrar, se recostó a una larga credencia que se ubicaba frente al buró donde yo trabajaba y sin mirarme, con la vista perdida a través de los ventanales que tenía al frente, dijo: “Ahí acabo de dejar la cola”.
Se refería al chequeo personal que la contrainteligencia del MinFar venía realizando a varios de los cargos más importantes del MinInt –el supuesto sacrosanto Alto Mando.
Seguía sin mirarme, perdido en su pensamiento.
“Estamos metidos en esto hasta aquí”, dijo por fin, con su mano derecha puesta horizontalmente a la altura de la nariz.
“Hay una propuesta de fusilar a diez, por lo menos. Hay quienes están pidiendo doce”.
Fui yo el que me quedé en una pieza esta vez. Me había mantenido de pie todo el tiempo y ahora me recostaba lentamente a mi buró.
Todos los movimientos de embarcaciones en esa zona del litoral habían sido autorizados. Los vuelos de pequeños aviones también estaban autorizados a entrar al espacio aéreo cubano por el MinFar a petición de la oficina del ministro Abrantes.
La realidad es que, desde el principio de los años 80, el comandante de la Revolución Ramiro Valdés, nombrado ministro del Interior por segunda ocasión, había emitido una “orden ministerial” donde autorizaba cualquier tipo de vía o acciones para burlar el bloqueo norteamericano.
Surgieron entonces los famosos lancheros. Estos personajes llevaban a Cuba tecnología y equipos de computación que en aquellos momentos no se podían conseguir de otra manera.
Entonces Pascual me dijo: “Dile a Nilda que traiga un cafecito y ven a mi oficina”.
Nilda era una excelente y servicial mujer de tez oriental, pelo negro a la altura de las caderas, que atendía las labores de limpieza de todo el piso en que nos encontrábamos.
“La reunión vuelve a empezar a las 5”, me dijo, a la espera del café. “En el vuelo que llega hoy de Panamá viene Márquez con una carta de Noriega. Ponte de acuerdo con Yoyi, para recogerlo en el aeropuerto y para que lo traigas al MinFar”.
Roberto Márquez era en ese momento el jefe del Departamento Operativo de Tropas Especiales y Yoyi –Jorge Lino Cancio Bello–, el oficial que se encargaba de gestionar las entradas y salidas de los casos operativos que, a su vez, entraran o salieran del país.
Tal cual, coordiné con Yoyi, recogí a Márquez en el aeropuerto, le expliqué las instrucciones, recogimos el sobre al pie del avión, y nos dirigimos al MinFar.
La tarde había sido de mal tiempo. Fuertes lluvias y vientos habían decorado la llamada Avenida Independencia (conocida regularmente por los habaneros como Avenida de Rancho Boyeros), con pencas de palmas, y hasta con el derribo de un poste del alumbrado, que recorrimos en silencio a lo largo de sus más de 7 kilómetros de culebreo hasta nuestro destino.
Llegamos al sótano del MinFar y ya nos estaban esperando. Después de saludar a los escoltas de Fidel, nos recibió Lorenzo, un joven, amable e inteligente oficial que era uno de los jefes de la escolta de Raúl, que nos acompañó hasta el cuarto piso.
Llegamos a una pequeña sala donde estaban Fidel, Raúl, Abrantes, Pascual y quizá alguien más que ahora no recuerdo.
Le entregué la carta a Pascual. Fidel vino hacia nosotros. “La carta de Noriega, comandante”, dijo Pascual, extendiéndole el escrito.
Fidel dio media vuelta y abrió el sobre y extrajo la carta. Una hoja con el sello de la República de Panamá y con no más de dos párrafos como todo contenido, según alcancé a ver a mi prudente distancia.
Fidel, sin levantar sus ojos de la carta, frunció el ceño, los labios apretados, y dio unos pasos hacia delante, como si leyera nuevamente.
Regresó y le dio la carta a Raúl, quien la leyó y a su vez se la pasó a Abrantes. De éste, a Pascual, y regresó a mí, con la instrucción de “llévatela y guárdala”. Fue entonces en el camino a nuestra oficina que tuve oportunidad de leer el contenido de los dos párrafos. “Fidel el objetivo eres tú. Los gringos están detrás de ti”. El caso es que, a través de sus fuentes en la CIA y de vínculos americanos con el G-2 panameño, Manuel Antonio Noriega había obtenido la información pertinente. Tu nombre, Fidel, es el objetivo de la operación.
Comentábamos después en prisión (el Alto Mando del ministerio casi íntegro terminó allí), que esta alerta de Noriega fue el punto de no retorno en la decisión de fusilar a cuatro hombres.
Ahora había algo más que el argumento de algunas hipotéticas fallas de disciplina. Noriega, como decíamos, “había subido la parada”. Noriega le había sacudido el piso a Fidel y le hizo darse cuenta de que esta era una oportunidad que los norteamericanos no iban a desaprovechar. Coger a Fidel con las manos en la masa… en el escabroso tema del narcotráfico.
Pero, desde luego, en posesión de esa alerta, él no iba a dejarse arrebatar el escándalo internacional. Esa sería su potestad. Y, a continuación, muy provechoso para el momento de crisis en el campo socialista, no perdería oportunidad para limpiar un Ministerio del Interior cada vez más proclive a los aires de la perestroika.
Tenía que utilizar otra vez su astucia y su habilidad para cambiar la imagen del problema –como acostumbraba a hacer.
Para empezar, había que lucir inocente a todas luces, traicionado, engañado. Había que hacer sentir su poder, su cólera ante el engaño. Y, la única forma era tomar medidas drásticas con alguien incuestionable.
Su mejor general, su mejor estratega, uno de sus mejores y fieles compañeros. Y hacerlo acompañar rumbo al poste de ejecuciones por el condotiero emblemático de las Tropas Especiales del MinInt. Y, de paso, los ayudantes de cada uno de estos dos.
El fusilamiento –en su concepto– resultaba obligatorio.