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Mientras tanto¿35 años sin Constitución?

¿35 años sin Constitución?


 

El título del artículo es un plagio. O directamente un robo. Y, definitivamente, una provocación. Se lo debemos a Joaquín Navarro Estevan, que hace justo diez años publicó un libro con el título 25 años sin Constitución. Lo recuperamos ahora que estamos a punto de celebrar la efeméride de la Carta Magna. Pero casi más por otra razón: por la Ley de Seguridad Ciudadana que ha presentado el PP prácticamente coincidiendo con esa fecha, para terminar de negar un texto que casi desde el primer momento era un fraude. Seguimos provocando, claro. Igual hasta nos llega una multa. ¿Será este artículo una ofensa a España? Seguramente. Pero es que está justificado: este país cada vez trata peor a su gente. De todas formas, hemos puesto el titular entre interrogaciones. Puede que por miedo. Quizás porque no lo tenemos demasiado claro. 

 

En realidad, la llamada «Ley Fernández» no nos ha sorprendido porque hace unos meses ya nos adelantaba Diego Cañamero, líder del Sindicato Andaluz de Trabajadores, que la última moda en represión pasa por el ahogo económico. Él y sus compañeros llevan ya tiempo sufriéndolo. Tampoco nos ha chocado porque va completando los mimbres de un orden férreo, el de la particular «democracia» española, que no es tal, sino una oligarquía, como durante toda su historia. En definitiva, el «todo está atado y bien atado» del dictador parece que va cobrando todo su sentido a medida que van pasando los años.


Por todo esto y por más cosas Navarro Estevan decía que esta Constitución de la que disfrutamos, de la que presumimos por el mundo, en la que nos envolvemos, la que pone negro sobre blanco el mito fundacional de la nueva España, en realidad es una falacia.

 

La historia de una rendición

 

El fallo fundamental fue, dice Navarro Estevan, la rendición de quienes abogaban por la ruptura democrática: «Ésta no era otra cosa que fundar una nueva legalidad de las libertades en la legitimidad democrática antifranquista, nombrar un Gobierno provisional y abrir un periodo constituyente. Es decir, que el pueblo eligiese libremente la forma de Estado, la forma de Gobierno y el modo de nombrar, controlar y deponer a sus gobernantes. Nada de eso se intentó».

 

Según el autor, las menguadas fuerzas franquistas habían decidido, de acuerdo con el Gobierno de Suárez y con la Corona, que eran éstos -Corona y Gobierno- los poderes constituyentes. Ellos dirigirían, dice Navarro Estevan, la Transición sin otras concesiones que las imprescindibles para mantener la colaboración y la aquiescencia de la oposición.

 

En esta evolución o, mejor, en este “que todo cambie para que todo siga siendo igual”, desempeñó un papel fundamental la legalización del PCE o el modo en que se realizó ésta. Hace unos días nos lo contaba Julio Anguita, que le echa en cara al PCE de Santiago Carrillo que pactara con unos tramposos, con unos «socios» que estaba claro no iban a cumplir con su parte.

 

Se entiende que el PCE aceptara la bandera, la monarquía, el himno por el temor a un Golpe de Estado, a una involución, pero no que lo hiciera a sabiendas de que no se iban a cumplir las contrapartidas, viene a decir Anguita, que no quiere ser demasiado duro con sus antecesores cuando nos lo cuenta. Lo es un poco más en su libro Contra la ceguera.

 

Pero hay quien dice que se abusó demasiado del discurso del miedo: Washington y Bonn ya habían decidido que España iba a ser una democracia y su destino era entrar en el redil del Mercado Común. Estaban poniendo dinero para que así fuera. Lo cuenta, por ejemplo, Joan Garcés, en Soberanos e intervenidos. En definitiva, la posibilidad de una nueva guerra civil estaba descartada.

 

Una constitución para no cumplirse


Anguita insiste en la traición: en los años noventa, uno de los ponentes de la Constitución, Miguel Roca, dijo que eso de la planificación democrática de la economía que podemos leer en la Constitución había que ponerlo por la cercanía de la Revolución de los Claveles, pero que no había que cumplirlo.

 

Sí, sí, lo de la planificación está en la Constitución. Pero es que, claro, ¡nos hemos olvidado de lo que dice el artículo 38 enterito!: “Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación”.

 

Y, ya que nos ponemos, recordamos también el artículo 40 en su apartado 1: “Los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica. De manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo”.

 

La Constitución, pues, contempla una economía planificada o, al menos, una subordinación de la economía a objetivos políticos, que ya es mucho. Pero ya vemos que, como dice Anguita, estos principios se han traicionado.

 

Dos hitos más fueron necesarios para que el texto constitucional fuera, definitivamente, papel mojado: el Tratado de Maastricht y la reforma perpetrada por PP y PSOE en el verano de 2011. Pero de eso ya hemos hablado.

 

Volvamos a la legalización del PCE, porque tiene más miga. Navarro Estevan revela en su libro que, de acuerdo con el decreto-ley de asociaciones, todos los partidos tenían derecho a la legalización por un procedimiento burocrático sencillo, salvo el PCE y los partidos a su izquierda. El Partido Comunista tenía que hacer declaración expresa de su fidelidad al “nuevo” régimen. Por eso, para Navarro Estevan, aquella legalización garantizaba la servidumbre y la obediencia de todos los actores políticos al nuevo orden que construían quienes hacía cuatro días eran franquistas. El autor cita a Antonio García-Trevijano, según quien hubiera bastado con que el PCE hubiera dicho «no» a su legalización sin referéndum sobre la forma del Estado y de Gobierno y sin proceso constituyente, «para que se hubiese derrumbado la chapuza montada desde el régimen neofranquista».

 

Para Navarro Estevan, la legalización del PCE en esas circunstancias regeneró la servidumbre voluntaria del pueblo con una oligarquía de partidos en el Estado incompatible con una verdadera democracia. El sistema de pactos y consensos en que se fundó la Transición sólo podía desembocar en una monarquía de partidos oligárquicos. Ahí está el pecado original de lo que ahora sufrimos.

 

Dudas sobre el procedimiento


Aunque, quizás, el mayor fallo de la Constitución fue haberse elaborado por unas Cortes que no eran constituyentes y con una Ley para la Reforma Política que no fue elaborada por un Parlamento democrático. Pero el historiador Julio Aróstegui, en una obra colectiva sobre la historia del siglo XX en España, matiza que si bien la Ley de Reforma Política fue realizada por las Cortes franquistas, fue aprobada en referéndum popular, pese a que la oposición democrática llamó a la abstención en sus primeros intentos de provocar una ruptura con el régimen anterior.

 

¿Significa esto que, en realidad, los españoles de entonces querían hacer una Transición como se hizo? ¿O lo que decidió fue el miedo? Sigue siendo una pregunta sin respuesta a día de hoy. La mitificación de ese proceso político hace muy difícil su estudio. Necesitamos un poco más de distancia. Y no sólo temporal.

 

Si Aróstegui matiza, pues, las circunstancias en que se aprobó la Ley de Reforma Política, afirma que las Cortes elegidas en las primeras elecciones democráticas, las del 15 de junio de 1977, no tenían formalmente el carácter de constituyentes. Y aquí es cuando nos surgen las dudas de verdad: los españoles fueron a las urnas sin saber que la Cámara que saldría de sus votos escogería a quienes elaborarían la Constitución.

 

En realidad, se daba por hecho. Pero, ¿no habría sido mejor convocar unas elecciones constituyentes? Quizás tenían miedo de que salieran otras mayorías. Mejor, no comprometerse.

 

Como dice Aróstegui: “Se desarrolló cuando menos un periodo constituyente anormal, y toda la transición política tuvo ese mismo carácter”.

 

Se actuó a posteriori: “Para acentuar aún más el verdadero carácter constituyente que se les había atribuido (a las Cortes), el Gobierno de Suárez procedió a disolverlas en 1979, una vez que se hubo aprobado, refrendado y promulgado la Constitución Española de 1978”.

 

Pese a todo, Aróstegui dice que el proceso de elaboración de esa Constitución resulta ejemplar y singular en la historia constitucional española. “Frente al general sesgo partidista que los textos constitucionales presentan entre 1837 y 1931, la Constitucional de 1978 se caracteriza por una elaboración a la que presidió el célebre consenso de los partidos. Se pretendió producir una Ley Fundamental que pudiera ser aceptada por todas las fuerzas que querían un régimen nuevo democrático, sin imposiciones doctrinales de nadie y que señalara los mínimos políticos aceptables por todos”.

 

Apoyo en las Cortes y en las calles

 

Aunque hubo quienes votaron que no. Explica Aróstegui: “En las Cámaras el texto fue rechazado sólo por algunos diputados en la línea de la extrema derecha de Alianza Popular y de los radicales vascos. El PNV se ausentó de la votación y se abstuvieron el diputado republicano catalanista Heribert Barrera, de ERC, y algún otro”. En total, hubo 25 votos no positivos.

 

En la calle tuvo una aceptación digna, pero no para tirar cohetes. Tenían derecho al voto 26,632 millones de españoles. Votaron 17,873 millones y, de ellos, 15,706 dijeron que sí. Hubo, por tanto, 11 millones de españoles con derecho al voto que se abstuvieron. Y de los que votaron, 2 millones no la refrendaron. De estos últimos, 600.000 metieron en las urnas papeletas en blanco.

 

Alguna vez se han escuchado dudas respecto a lo que se lanzaba al escrutinio de los españoles: un paquete completo elaborado por las élites, sin participación de la gente, cuando, quizás, determinados aspectos del texto constitucional merecerían un referéndum individualizado. Pero se planteaba como o la Constitución o el caos.

 

Hasta aquí podemos sacar tres conclusiones: el proceso genera dudas, puesto que fue conducido por franquistas. También nos inquieta el procedimiento, puesto que no estuvo del todo claro para qué votaban los españoles en 1977 y, además, el proceso no fue participativo. Pero el resultado fue positivo, equilibrado, aceptable por todos. Lo malo es que no se cumple.

 

La historia de un golpe que, pese a todo, triunfó

 

Pero aquí no se termina la historia. Hay que llegar a 1981. Fue ése el año en el que termina la Transición. Tenemos la fecha precisa: el 24 de febrero, después del Golpe de Estado. Y ha sido de Anguita de quien hemos escuchado la interpretación más apasionante de tal acontecimiento. Porque, para él, el Golpe de 1981 triunfó. No en el Parlamento, pero sí en la Zarzuela. Así lo explica: “El golpe se frustra, entre otras razones, porque los que lo organizaron, que querían un golpe blando, cometieron la insensatez de confiar en un fascista. Aquel hombre iba a dar su golpe, aquél con el que había soñado su alma de franquista inveterado. Cuando le presentan una lista de un Gobierno en el que están todos, dice: ‘Pero, hombre, yo no me juego la vida para esto’. Y, entonces, al día siguiente, todas las fuerzas políticas van a la Zarzuela a visitar a un Rey que aparece de salvador. En torno a este montaje, a partir de entonces, los partidos políticos son pastoreados, situados dentro de un círculo del que no se pueden salir. Se tragan la LOAPA, se tragan la ley electoral, se tragan una serie de cosas por el miedo a que esos poderes malignos puedan volver a aparecer. Y, en el centro, el monarca. Por eso el golpe triunfó. No triunfó en las Cortes, triunfó en la Zarzuela”.

 

Eso puede explicar este interesantísimo artículo de Ignacio Sotelo.

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