Y él no podía hacer nada. En el fondo de una gruta mal iluminada y solitaria –lo que no dejaba de preocuparle pues él también comenzaba a sentir hambre-, Cangrejo se exprimió el cerebro-ceja que tiene encima de sus ojos negros e intensos. Pero lo que se le ocurrió él ya sabía que no iba a funcionar.
Envió a Gamba 14 junto con otras gambas mellizas, y aunque con buena voluntad organizaron el ascensor de antes, para acarrear de un lado a otro frases sueltas y aproximadas, no consiguieron traer información coherente sobre Piojo. Y lo que es más grave, tampoco lograron llevarle a él una razón-vacuna para combatir esa extravagante ocurrencia: quitarse la vida, dejarse morir sobre una playa tan estrecha que ni le servía de ataúd.
Pues la idea del suicidio a las gambas ni se les ocurre –de nuevo les falla la imaginación, más necesaria que nunca cuando se trata de morir-, pero tampoco se les ocurre a los cangrejos, que rara vez se ven en cruces de caminos dramáticos de verdad. En su vida prudente casi nunca les alcanzan las grandes desgracias. Aún así, por pura información –y el cangrejo acumula mucha, medio inmóvil en el fondo, por donde termina por pasar casi todo el mundo-, sabía que algo sucede en las estrellas que produce enormes vacíos en el alma de algunos seres. De pronto se arrojan a morir. Grandes y misteriosas catástrofes. Abismos. Tristezas muy hondas.
Pasó algún tiempo durante el cual Cangrejo permaneció estupefacto en el fondo de la gruta, asustado por el deseo de Piojo de morirse y paralizado por la impotencia de impedirlo. Las gambas subieron y bajaron, sin frases que transportar ni saber qué hacer. A las barracudas les brillaron un poco menos los ojos -no parecía que tuviesen ya que vigilar mucho a su delfín prisionero- y algunas se dieron la vuelta para mirar lo que sucedía entre los tiburones, no sin cierta envidia.
En la Asamblea, en efecto, parecía que se estaba llegando a algún punto culminante, con las remesas de sardinas y la organización de una cosa nueva. Nadie entre los tiburones parecía acordarse del delfín cautivo. Todo el mundo sabía desde el principio cuál era el destino de Piojo –los tiburones no iban a dejar escapar la oportunidad de vengar en él los millones de alegrías con que los delfines han humillado a los tiburones huraños desde que se inventó el mar-, pero de momento parecían haberle olvidado. En la asamblea se concentraban como nunca en el nuevo invento de Limón. Y en su playa estrecha en la que no le cabía la cola, que seguía en el agua, Piojo había cerrado los ojos. Aunque respiraba, sus suspiros se iban espaciando.
– Tendido, volvió a decir Gamba 14. En un conocido fenómeno estudiado por los teóricos de la Comunicación, las gambas, cuando no tienen nada nuevo que aportar, repiten lo mismo de la última vez, aunque ponen la misma voz que si fuese la primera.
La situación, como siempre terminan por decir los cronistas de guerra, era desesperada.
Pero es que esa en efecto era una guerra, al menos por la sensación de inminencia, de irremediable y de peligro que vivía Cangrejo. Y más después de ver lo que comenzaba a pasar en la Asamblea. De pura angustia le comenzó a vibrar su caparazón, que sentía más caliente. Como si alguien hubiese puesto fuego bajo el mar, impresión subjetiva pero, según se fue viendo, no muy desencaminada. O sea que, después de observar un rato más a los tiburones –abstraídos como nunca, e indiferentes al Cangrejo como siempre-, tomó una decisión. Demencial, pero al menos una decisión. Caminó hasta debajo de la grieta de entrada y agitó las pinzas para capturar la atención de alguna barracuda. Y algo debían de tener las pinzas porque una de sus guardianas acudió.
– Qué quieres.
– Llama a un tiburón Alfombra, dijo el Cangrejo con el tono de la Morena a quien le han arrebatado un pececillo. La Morena compite con la barracuda por el mismo mercado, y le suele ganar porque es más vulgar y fea, bazas ambas que también ganan en el mar.
La barracuda le dirigió una de sus miradas metálicas, como preguntándose si le estaba tomando el pelo. ¿Órdenes? ¿un cangrejo? ¿a ella, una barracuda?… Alcanzó a pensar que si lo contaba no le creerían, pero Cangrejo, temerario como cualquiera que lleve todas las de perder, cortó su asombro por la mitad.
-Te conviene llamar al tiburón Alfombra. Ya.
Y con su voz baja su Ya sonó ridículo, pero en cambio algo debía de tener su te conviene porque la Barracuda fue y volvió no mucho después con Felpudo -¿o era Moqueta?-, nadando con movimientos lentos de matón. Encajaban en los de la barracuda que nadaba por encima, y Cangrejo alcanzó a pensar que parecía un baile. Quizá lo fuese.
Felpudo (o Moqueta) se plantó encima y en la diagonal de Cangrejo, que lo percibió como un rayo en suspenso en mitad del cielo, justo antes de alcanzarle. A veces veía los relámpagos desde el suelo del mar, entre la arena, deformados y multiplicados por las olas, medio segundo antes de que sus fogonazos iluminasen su universo. Y más, mucho más aún si era en mitad de la noche. Un gran deslumbramiento. De hecho, las veces que había intuido lo lejos que podía llegar el mar fue gracias a los rayos: todos esos peces mirando con ojos místicos ese estallido de luz que se transforma en un rugido, sordo pero aún así el ruido más fuerte que se puede escuchar bajo el agua. Tal vez los peces piensen que la luz es el cielo, y esa su voz, y que amenaza con el final del mundo. Y aprenden a temerlo. Quién sabe.
– El delfín se está suicidando, informó Cangrejo. Se ha arrastrado a una pequeña playa en la cueva en la que lo habéis encerrado y ha cerrado los ojos.
Aunque algo pasó por los ojos apagados de Felpudo, no mostró asombro porque en el mar todo el mundo conoce esas misteriosas costumbres de los delfines, que intimidan e infunden respeto, al menos a algunos. Si ese era su caso, lo disimulaba.
– ¿Y?, preguntó.
– Que si se muere… –comenzó Cangrejo. Y pareció pensárselo mejor porque dijo–: Ven conmigo.