Eso hizo que el allá en el fondo de su oscuro cerebro, la tuerca oxidada de Felpudo comenzase a ponerse en marcha.
– Cuando el Megalodonte se desplaza –añadió Cangrejo, se sabe que anda por ahí, no por la aleta cortando la superficie, como con vosotros, sino porque todas las aletas a la redonda salen corriendo, alejándose de él. Para qué hablar de los demás peces.
– Espera, espera –dijo Felpudo: ¿No es (y por primera y tal vez única vez en su vida se le abrían los ojos con respetuoso asombro) …no era…, no es ese tiburón que come ballena?
– El mismo.
– ¿El monstruo que arranca la cola de una ballena como si fuese el tentáculo de un calamar y luego se come la ballena tranquilamente mientras todavía boquea?
– Ese.
Felpudo, muy nervioso, daba vueltas una y otra vez en torno del diente y de Cangrejo, más y más asustado a medida que recordaba de su infancia cosas, gestas, relatos de hechos legendarios y espeluznantes que ponían la piel de pato e impedían a los cachorros dormir. Al fin se detuvo en seco, sorprendido por su propia memoria:
– Pero ¿no había desaparecido hace millones de años?
Ahora sí Cangrejo se tomó cierto tiempo para contestar, pese a la urgencia él también quería disfrutar de sus efectos.
– Si, igual que el tiburón Prehistórico que los hombres dan por desaparecido y nosotros hemos visto alguna vez en las profundidades del mar del Japón, dijo con una ironía que hacía que su voz se pareciera más a una tos: “el tiburón Arrugado, el también llamado tiburón Anguila que tiene dientes como tridentes, seguro que lo conoces…”, añadió con talento de maestro para que Felpudo no se sintiese un ignorante.
– Quieres decir… ¿quieres decir que el tiburón come ballenas no desapareció hace millones de años?
– Ajá –dijo Cangrejo–. Según dicen, veinte, veinte millones de años. Pero eso lo dicen porque no han mirado bien.
– Pero… –y Felpudo miró en torno, como hacen los tiburones todo el tiempo, pero más– ¿qué come?
Cangrejo recordó que el miedo es mal consejero y pensó que tal vez había ido demasiado lejos.
– Bueno, este es un Megalodonte evolucionado, y el mar es muy grande. Lo que come no es lo de verdad importante.
– ¿Ah no? Y qué es.
Con su talento pedagógico, Cangrejo comenzó su explicación por el principio.
– ¿Has visto los juegos, las carreras de peces organizadas por Limón?
– Mmmmsí.
– ¿Has visto que siempre ganáis los tiburones?
– Claro. Quién iba a ganar si no. Para eso se hicieron las carreras.
– ¿Y has oído que a partir de ahora los que lleguen primero se comerán a los últimos?
– ¿Han dicho eso? –Felpudo se preguntó qué estaba haciendo ahí, perdiendo el tiempo con tiburones prehistóricos.
– Y qué crees que va a suceder cuando los tiburones os hayáis comido a todos los últimos.
Felpudo esperó la respuesta.
– Pues que seguirán los penúltimos.
Y Felpudo estaba todavía asimilando el concepto cuando le alcanzó otra noticia.
– Y llegará el momento en que ya no habrá ni penúltimos, ni terceros, ni segundos, y entonces los tiburones tendréis que competir entre vosotros. Y no es por nada pero en una carrera entre los Blancos y vosotros los Alfombra, ¿quién crees que va a ganar?
Cangrejo no dejó respirar a Felpudo, que podía no tener imaginación pero el escenario era tan terrible que conseguía aparecérsele ante su mirada miope con la tramposa nitidez de las cosas reales. Aunque se habría estremecido como había visto muchas veces que les sucede a las sardinas cuando se abatía sobre ellas, los tiburones no se estremecen. No les hace falta.
– ¿Sabes lo mejor de todo? –remató Cangrejo.
– No, qué –suplicó Felpudo.
– Que el Megalodonte propietario de ese diente es un tiburón Alfombra… de los de antes. De ancestros como él desciende tu tribu.
Hay palabras mágicas que surten extraordinarios efectos en cualquier idioma, como “tribu”, que reconforta en noches de tormenta y distrae de la soledad, o “ancestros” y “descendéis”, que dan pátina de nobleza y un elegante tono verdoso moho, el color del tiempo. Estas hicieron un efecto fulminante. Hasta Felpudo era capaz de comprender las consecuencias de semejante casualidad, descender del Megalodonte, un ser tan formidable que se niega su existencia. Una voltereta del azar que reordena los mares con la evidente intención de establecer grados y esos sirven para premiar a los mejores, según le habían enseñado a Felpudo desde pequeño. Aun así Cangrejo quiso dejar esas consecuencias claras.
– ¿Te das cuenta lo que podría hacer un Megalodonte en esas carreras de velocidad que ha organizado Limón?…
Cangrejo dejó flotar la idea, para que empapase bien un ambiente por otro lado ya muy húmedo. Y luego, dando por hecho que el Megalodonte querría surtir la despensa de su descendencia raquítica y ya un poco degenerada -lo que era mucho suponer-, dijo: “Pero que los Alfombra tengáis resuelta la despensa para siempre no es lo principal”.
– ¿A no?, volvió a preguntar Felpudo. Ya no conseguía disimular un inédito asombro ante un cangrejo que no le habría servido ni para limpiarse con sus pinzas los restos entre los dientes.
– No. Lo de verdad importante es que al fin los tiburones Alfombra seréis reconocidos. Ya no seréis los parias del mar. Los condenados a ir por abajo a recoger lo que caiga de arriba… Ahora, aunque estéis abajo pues no vais a cambiar vuestras costumbres, que son vuestras señas de identidad, ahora estaréis arriba.
Eso fue decisivo, no tanto por la promesa de “estar arriba” sino por el uso de “señas de identidad”. Otra expresión cargada de pólvora que también produce efectos en todas las asambleas. Felpudo abría los ojos y la boca, babeaba, a través de las rugosidades de su piel (los nudos de la “alfombra”), se le veía brillar como si tuviese una luz propia.
– Y dónde, dónde está el Medalonpote…
– Megalodonte.
– Eso. Dónde está.
– Esa es la parte complicada del asunto –dijo Cangrejo.
– Cuál es.
– El que lo sabe es Piojo. El delfín que tenéis encerrado. Y se está muriendo.