I.
Cada vez que Susana Gómez (la directora de escena de La Traviata en 2013 y 2014, por varios teatros españoles) viene a casa, a Oviedo, es como si se reuniera la familia. La familia que puso en pie aquella producción, que tuvo mucho de heroico y bastante de histórico para toda la gente implicada.
Y a la hora de ponerse al día, comemos tortilla de chorizo:
«Te leí el otro día en FronteraD, aquello de que con Mozart es imposible no fracasar. No estoy de acuerdo. Con Mozart no es que fracases, es que nunca lo acabas de cerrar. Podrías dirigir un Don Giovanni cada dos años que, al décimo, seguirías teniendo cosas que contar. Nunca caben todas. Verdi: con ese, con ese es con el que siempre fracasas.»
Es verdad: Verdi, ensimismado en una época en la que no existía el teatro musical como hoy lo entendemos, llena sus óperas de trampas difícilmente salvables para el director de escena. De hecho, antes de tener los brazos hundidos hasta el hombro en Nabucco, en la producción de Emilio Sagi de la que estos días soy ayudante, la escucha atenta ya anunciaba todos los cepos y contradicciones (aparentemente) profundas que había en el camino: ¿Cómo se puede combinar el drama familiar, político y bíblico con esas melodías alegres y pomposas? ¿Cómo pueden estar tan contentos todos los personajes, musicalmente hablando, cuando la debacle se cierne sobre sus cabezas? ¿Cómo puede tolerar ningún director de escena —Sagi, en este caso—, semejantes agujeros argumentales, parcheados con descaro a base de coros y arias?
No obstante, Emilio ya ha dicho —tanto en la presentación a los cantantes como en una pronta entrevista con La Nueva España, el pasado fin de semana—que a él tardó en empezar a gustarle Nabucco. «No le veía el sentido».
Una vez con las manos en la masa, la percepción cambia. Es como si el genio de Verdi empezase a emerger ya en la obertura y fuese tomando cuerpo a lo largo del desarrollo de la obra, hasta dejar un regusto de solidez, de potencia. Y no porque sus melodías sean insuperables, sino porque, en cuanto se enfila el final del Acto I y nos asomamos al Acto II aflora un lenguaje total, coherente —aunque exótico—. Tiene una capacidad única para hacer y contar de la manera más accesible lo que se le ponga con los materiales disponibles, rápido, rápido: tragar, digerir y a lo siguiente.
Precisamente, por personal y único —hasta ese extremo, hasta esa concisión— es tan fácil fracasar con Verdi: porque mientras que Wagner impone un lenguaje abrumador y detallista desde la primera nota, desde la primera frase; porque mientras que Mozart domina unos tiempos y exige una minuciosidad muy ardua, Verdi es tan él y está tan ensimismado que se puede poner intratable a base de acumular pinceladas, toques, agudos, giros, escenas imposibles y acrobacias musicales varias.
Es como si solo supiera dar titulares, titulares bomba, descriptivos, jugosos, apetecibles. Y cuando se quiere pasar al cuerpo del texto… ya no hay más.
II.
Hablando del cuerpo del texto, casi nunca nadie se fija en mis sobretítulos y, si lo hace, es porque he fracasado: porque algo iba fuera de tiempo, porque había alguna errata.
Por eso cuando alguien repara en ellos como algo positivo, la sensación de que el trabajo está hecho es más satisfactoria si cabe —porque ya lo es, mucho, estar en la sombra empujando palabras—. Así fue con Nicola Beller Carbone, que interpretaba a Sieglinde en la Walküre de apertura de temporada y que dijo en un encuentro en la Universidad de Oviedo que era un lujo para el público vetusto entender (de verdad) lo que se estaba cantando, merced a ese trabajo.
Iba yo muy feliz, dos palmos sobre el suelo, con mi halago, cuando a la salida de la cuarta y última función de Die Walküre (la número 31 como sobretiulador) me encontré a una pareja de amigos —ella, dedicada al mundo editorial—, que salían de la función.
—¿Os ha gustado?
—Hay unos cuantos fallos.
—¡No! —respondí.
—Pocos, eh, pocos.
—¿Por ejemplo?
—Escribes «Impónme». No lleva tilde en la o. «Impón», sí; «imponme», no.
—Mierda.
—Pero pocos, ¿eh? —interrumpió—. ¿Te va todo bien?
Eso eran muchos. Demasiados entre 909 sobretítulos releídos las suficientes veces como para que los errores se borren, se vuelvan invisibles y de pronto salten a un par de ojos frescos que tienen la suerte de estar descorchando esta ópera por primera vez.
Con algo más de serenidad y una calculadora, imagino que pueden haberse escapado diez sobretítulos mal. Eso son unos pocos, ¿no? El resultado es un margen de error aceptable, un error del 1,1% que hubiera debido tender a cero a medida que avanzaban los ensayos. Pero se quedó en el 1,1%.
Lo peor es que ya no habrá tiempo de corregirlo. O sí, pero bueno, nadie lo verá: ya no hay más funciones. En fin, probablemente nadie, o casi nadie, lo haya visto, me repito. Y quien lo haya visto, casi con toda seguridad, no le habrá dado importancia, me repito.
Pero yo sí.
III.
Las tres cosas más insufribles en una compañía de ópera son la maldad, la incompetencia (voluntaria, se entiende) y la indolencia ante el error. O sea, el «eso no lo ve nadie», el «no fui yo» y el «bah qué más dará».
Porque la maldad nace de sentimientos incompatibles con la creación —que es generosidad, es cariño, es comprensión y todo lo bueno—; la incompetencia es fruto de la falta de respeto al trabajo de los demás y al propio público; y la indolencia no hace sino estancar los resultados en lo conforme, en el aprobado, en llegar vivo al final del día.
Se supone que aspiramos a algo excelente, como en una cruzada que libramos con gusto y en la que, además, no cabe la corrección. Ni siquiera en aquellos fallos que se puedan cazar al vuelo u ocultar a la vista del público durante el espectáculo: nos condenan al fracaso, pero a un fracaso estimulante.
Ese 1,1% de sobretítulos, igual que Mozart (¡igual que Verdi!) nos abocan solo a una cosa: a esperar a Siegfried, la siguiente ópera de la Tetralogía, para rozar el 0%; a que la siguiente producción sea mejor que esta. O, quizás, a que Nabucco le cambie la vida a alguien. A no fracasar con Verdi (y ¿por qué no?). A reducir al mínimo el margen de error.