Es cierto que con los Juegos parecía haberse paralizado todo lo demás. Sólo lo parecía. En realidad algunos cabecillas iban ideando en la sombra las grandes medidas estratégicas que habían de conducir a la parcelación del mar en cuadritos. Un poco como los edificios que se veían en las primeras líneas de playa, en la costa.
Y desde luego nadie se había olvidado de Piojo. Eso sería como pedirle a un leopardo que se olvide del cervatillo que tiene guardado como un postre en lo alto de un árbol, a salvo de las hienas y de otros rivales, esperando una placentera cena de hambre y de paz a la luz de la luna.
El problema era que en lo alto del árbol sí había un cervatillo –Piojo, en su cueva solitaria custodiada por barracudas-, pero los leopardos que conocían su escondite eran muchos. Demasiados. Si la Asamblea repartía trocitos de Piojo, como en una especie de fiesta campestre, la ración asignada a cada uno no bastaría ni para darles una idea de a qué sabe un delfín.
Por otra parte no era la exquisitez del bocado lo que perseguían. Esa carne es al parecer muy roja, fibrosa y poco apetecible salvo en Oriente, donde compiten con los tiburones para exterminar a los delfines, y de paso también a los tiburones. Se trataba de algo mucho más refinado, una especie de exquisitez ideológica. Esa era una ocasión única en la que el delfín no sería rescatado por una bandada de sus amigos. Comer delfín solía salirle caro a los tiburones. Al comerse a Piojo, indefenso y solo, ante todo le borrarían la sonrisa superior y, más aún, su causa: la inteligencia, la alegría.
Por eso mismo algunos pretendían que el delfín no fuese repartido entre todos, una noción, por otra parte, la de reparto, muy ajena a la tradición de pensamiento de los tiburones y también a su sentir. Como es natural, cada uno de ellos pretendía ser quien se comiese al delfín. Si algo les unía a todos en una familia, más aún que las aletas dorsales y los dientes que se reponen como las pieles de serpiente, era justo eso: los tiburones no reparten. Y de ahí el mérito de la asamblea, que les había puesto a cantar himnos y había inventado los Juegos manteniéndolos ensimismados, la mirada fija y sin parpadeos, la pupila dilatada y quieta.
Ese ambiente fue el que acompañó a Felpudo y Cangrejo cuando emprendieron la expedición más arriesgada, o eso les parecía: atravesar esa asamblea de fieras al acecho para ir a visitar a Piojo sin que les diese el alto un tiburón Pejegato o cualquier otro policía o centinela.
Nada en sus vidas por los bajos del mar les había preparado para semejante paseo. Nadaban en una concentración de peces guerreros como si les pasaran revista en un desfile. Sólo faltaba la banda de música, aunque el silencio imponía más. Los peces permanecían casi quietos. Movían apenas las colas en una lenta ondulación para mantenerse en el mismo sitio. Se alineaban con pulcritud militar y miraban frente a ellos un lejano horizonte.
Esa mirada se concentraba más y más hasta que, a lo lejos, en la pista de carreras, por así decir, en unos pocos segundos, después de preparativos y esperas cada vez más largas y emocionantes –con lo que aumentaba su capacidad de hipnosis- un pez ganaba y otros varios llegaban después. Entonces los peces se agitaban, rompían la formación y, mientras miraban con envidia cómo el tiburón ganador se comía al que había llegado el último, se mostraban entusiasmados o decepcionados por el resultado…
Costaba sin embargo diferenciar a unos de otros pues no se podían dar palmadas en los hombros. Además es limitada la expresividad de las merluzas, que tienen una jeta de demonios hasta cuando serpentean y se retuercen de gusto en el apareo. Con las merluzas es difícil orientarse porque las más feas son las que más conquistan. Para qué hablar de los rodaballos.