Estaba claro que no iba a ser fácil convencer a nadie. Los peces grandes quedaban fuera de su alcance, a los pequeños la misión les quedaba imposible, y los medianos no podían respirar de tanta mediocridad, más que cobardía; es probable que sea lo mismo. O sea que a Cangrejo se le comenzó a meter otra idea en la cabeza. Una resignación, más bien, como a menudo ocurre con las grandes gestas.
Pero no fue inmediato. Primero vio a una langosta, y la langosta puede recorrer grandes distancias, mayores en todo caso que el cangrejo. Con ella no habría problemas de comunicación, además, y sería alguien sensible a cualquier cosa que se relacionase con la libertad: a fin de cuentas una langosta en libertad es un milagro desde que meten a miles, a millones de congéneres en campos de concentración, y en todo el mundo.
El único problema era que el cangrejo tenía un pasado con la langosta. Un pasado, una historia, a veces feliz pero también llena de malentendidos, como un matrimonio, con el agravante de que es un matrimonio milenario. Y el pasado, la historia, cuando pesa, pesa más que cualquier otra cosa. De modo que a Cangrejo ni se le ocurrió proponérselo. Tan ofuscado estaba por el recuerdo de ese pasado doloroso que ni acertó a ver a unas gambas que pasaban por ahí, y hubiesen podido ser la solución. Pues ¿quién ve a una gamba? Hay tantos millones de millones como gotas de lluvia en los cristales de una ciudad tras una tormenta, y una sola gamba no es nada. Es menos que nada.
Esos mismos recuerdos dolorosos y que remontaban más atrás de su propia vida le hicieron fijarse en algo que acertaba a pasar por ahí, y nunca había visto: parecía un grupo de piedras moviéndose, planeando a ras de suelo. Al modo de la raya y un poco como el pez piedra pero más grande y más sucio. Le explicó el problema: “Los tiburones están pensando en crear fronteras, y pronto no será posible circular así”.
—Así, cómo –preguntó el grupo de piedras.
—Así, a nuestro antojo. Según nos de la gana.
Entonces escuchó de nuevo una variante del gemido de antes, aquello que algún día que no verán nuestros nietos terminará por convertirse en risa
—Eso tú: yo soy un tiburón –dijo una voz como rayada desde debajo de las piedras sucias, y en efecto el cangrejo tuvo tiempo de ver, antes de refugiarse a toda prisa bajo su piedra, a un ojo de tiburón, opaco y criminal. Pues el tiburón podrá disfrazarse de alfombra, como era el caso, pero hasta el momento nunca ha podido disimular su mirada de muñeca muerta que sirve para poner en guardia al resto del mundo, y el día que pueda, igual que cuando escuchemos su risa hecha de tos, será terrible.
El tiburón Alfombra podía haber derribado la piedra de Cangrejo con un solo topetazo del morro –el tiburón Toro lo habría hecho, de compensarle el esfuerzo- pero algo le llamaba con más fuerza que el olor de la sangre, que mueve a los tiburones de un lado a otro del mar, y siguió su camino hacia la asamblea.
Cangrejo miró en torno y vio en principio el valle tranquilo y medio en penumbra en que había transcurrido su vida. Las nubes de tiburones en lo alto lo oscurecían un poco más, a lo que ayudaba el que afuera, en la superficie, se estuviese preparando una tormenta.
En la asamblea participaban también unos cuantos tiburones Alfombra, y de vez en cuando partían, como heraldos, para recorrer los bajos del mar, husmeando y rivalizando con los peces Piedra y quién sabe si no calculando ya dónde pondrían las futuras fronteras cuando terminase la asamblea. Pues toda frontera ha de tener asidero en tierra, hasta los mares y el cielo se agarran a la tierra y parten desde ahí. “Es muy probable”, pensó, “que entonces, en la discusión de dónde poner la valla, empiece una pelea”.
Cangrejo se enfrentaba a lo que tantos seres anónimos en situaciones parecidas antes que él. Se asomó un poco más fuera de la piedra y vio a los tiburones en lo alto, parecía que ahora se iban alineando como en legiones, a la vez que comenzaban como a tararear himnos y cosas. Hasta los tiburones Alfombra que, con su camuflaje y todo, nadaban ahora con un aspecto más marcial.
Sí, pensó Cangrejo con la sencillez de los héroes: tendría que hacerlo él.
Y, no sin un pequeño suspiro por no tener de quién despedirse, emprendió el camino.