Días atrás, se fugó de las autoridades del Estado de México un violador y asesino de mujeres. Poco después, fue re-aprehendido en la capital mexicana. Durante su fuga, de acuerdo con la información oficial, sufrió diversas lesiones. La historia resume el accionar de las autoridades: ineficacia, corrupción, negligencia.
Aquel criminal, para el que ahora el fiscal superior del Estado de México solicita prisión vitalicia, logró escapar al contar con la complicidad de los policías que le custodiaban. El caso resulta muy relevante porque el Estado de México, durante el periodo como gobernador del ahora candidato a la presidencia de República, Enrique Peña Nieto, presentó los mayores índices de violencia contra mujeres de todo el país.
Entre 2005 y 2010 los asesinatos contra mujeres se duplicaron en el Estado de México. En dicho periodo, una encuesta del gobierno federal señaló que 61 de cada 100 mujeres casadas sufría alguna forma de violencia, mientras la media nacional era de 47. La mitad de dicha violencia se concentraba en municipios de alta intensidad demográfica, pobreza y con perfil urbano o suburbano: Ecatepec, Nezahualcóyotl, Tlalnepantla, Toluca, Chimalhuacán, Naucalpan, Tultitlán e Ixtapaluca.
Para contrarrestar el problema, el gobierno del Estado de México acudió a una falsa solución: endurecer penas y proponer más reformas legales. El 8 de marzo de 2011, Día Internacional de la Mujer, el gobernador Peña Nieto del Partido Revolucionario Institucional envió al Congreso local una serie de iniciativas en materia de equidad de género.
Las reformas incluían modificaciones y adiciones al Código Penal, al Código de Procedimientos Penales, a la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia y a la Ley Orgánica del Poder Judicial del Estado de México. Al final, el “feminicidio” se constituyó como un agravante del “homicidio doloso”, y quien lo comete cargará con penas de 40 a 70 años de prisión y de 700 a 5 mil días de multa.
Con todo, este tipo de reformas pasa por alto que mayores penas y más leyes están lejos de solucionar los problemas. Sin embargo, el reformismo legal logra una alta aceptación en la opinión pública, sobre todo, mediante el impacto propagandístico que beneficia lo mismo al poder ejecutivo que al poder legislativo. En tal juego, los partidos logran la cuota de legitimidad que suelen requerir para la continuidad del propio sistema político. Mientras tanto, en los hechos, prolifera la ineficacia, la corrupción, la negligencia. En otras palabras, la a-legalidad en el Estado, los gobiernos y sus vínculos con la sociedad.
Como sucedió en otros estados del país, en particular, Chihuahua, la situación del Estado de México muestra un modelo de gobierno común (de influencia anglosajona) a diversos partidos políticos, cuyo funcionamiento es el siguiente: ante un problema de impacto grave, el gobierno en turno lo asume como un riesgo de gobernabilidad; en consecuencia, se dedica a “administrar” o “gestionar” dicho problema y a evitar que se convierta en una reivindicación social.
Para lograr lo anterior, elige privilegiar el reformismo jurídico por encima de acciones sustanciales o materiales de mejora a un estado de cosas (por ejemplo, políticas públicas de combate a la corrupción, transparencia, eficiencia, ahorro, productividad, etcétera). Algo imprescindible en un país que, como México, requiere transformaciones urgentes en materia de policía, seguridad pública, sistema judicial.
Aparte de desdeñar la existencia del sistema jurídico actual (que se considera obsoleto por sí y en sí), se trasladan recursos financieros y humanos a las relaciones públicas o políticas, y al gasto en imagen y propaganda. Mediante tales medidas se imponen las reformas correspondientes cuyos efectos, en la realidad, serán secundarios al paso del tiempo. Y, muchas veces, contribuirán a la maraña y la corrupción burocráticas del aparato gubernamental.
El tema del feminicidio en México, el trayecto de la denuncia originaria al concepto jurídico, y de allí a su tipificación legal, muestra el trayecto descendente de una práctica política que ha hecho del reformismo ya no un instrumento de cambio, sino un modo de connivencia con un sistema inercial que favorece la a-legalidad en la sociedad. Por encima de todo eso, permanece la impunidad casi absoluta de los delitos en todo el país.