I.
A cierta celebridad televisiva, del rango superior del petardeo madrileño y recientemente integrada en las filas de cierto partido político, le aburre Haendel. No lo digo yo, lo dice el hecho de que acudiese a ver Alcina al Teatro Real (patio de butacas, Abono A, zona Premium, entradas a doscientos euros) y se fuese tras el segundo intermedio: No antes, ni durante, sino después del segundo intermedio. Era la última oportunidad provechosa de la noche para ser vista.
Ella se fue, y con ella no pocos señores y señoras («Querida, disculpa que no me levante a darte un beso pero el quiropráctico que me recomendaste me ha dejado baldado») a los que la vida más allá de Rigoletto se les hace, como poco, ardua —nótese el bis ofrecido por el barítono Leo Nucci esta misma semana en la primera de ¡dieciséis funciones!—. Alguna otra estrella televisiva hizo lo propio (irse, no ofrecer un bis) tras publicitar en las redes sociales que estaba disfrutando la función, foto del programa de mano en ristre.
Oigo barbaridades en las dos pausas, copa de vino enhiesta, como que «a mí el barroco que me lo actualicen, pero La Traviata que ni me la toquen». Yo he recorrido mil kilómetros en un par de días, adelante y atrás, para aprovechar una entrada de último de minuto y darle una merecida oportunidad a David Alden, director de escena, y a Christopher Moulds, director musical.
Lo que haya sido el espectáculo, o haya dejado de ser, es relativamente irrelevante. En un teatro de las dimensiones del Real se supone que hay ciertos estándares por debajo de los cuales nunca se va a caer. Eso es así: Los cantantes serán de lo más granado; la producción funcionará y solo habrá que fijarse en lo que se cuenta en escena sin reparar en telones que se caen y focos que no funcionan; y, siendo como era el caso de una ópera barroca, la orquesta y dirección musical serán una buena degustación de lo que debería ser en puridad.
—Cariño, si te aburres, mira al director, que se mueve mucho —dice alguien que tengo sentado detrás, en la primera pausa.
II.
Hay algo mágico en el arte de sobretitular ópera, que se da en las comedias. Mientras que directores de escena, cantantes y directores musicales —si se quiere— tienen una enorme responsabilidad, nosotros, los traductores metidos a músicos, tenemos casi todo hecho: función número 40 como sobretitulador, cuarta de abono para la Ópera de Oviedo tras el periplo madrileño. El público que viene a gozar, el más inexperto y por lo tanto el que menos veces ha escuchado Las bodas de Figaro.
Ríen con las bofetadas, pero dejan escapar, también y sobre todo, un murmullo de aprobación sonriente cuando pulsas el botón que lanza un sobretítulo determinado. Se ríen con los chistes que has traducido, y eso no tiene precio. ¿Mil sonrisas?
Una foto publicada por Alejandro Carantoña (@alexcarantona) el 21 de Nov de 2015 a la(s) 5:19 PST
III.
Leo que Dmitri Tcherniakov ha perdido un juicio en Francia contra los herederos de Francis Poulenc. Han logrado paralizar la comercialización del DVD de sus Diálogos de Carmelitas del compositor, debido al atropello que, según ellos, ha cometido al poner en escena ese operón.
Tcherniakov decidió despojarla de toda simbología católica, y de hecho cambió el final de la ópera. No es la primera vez: en su silbadísimo Don Giovanni de Aix-en-Provence el comendador lo mataba del susto; y tuvo los santísimos redaños de abrir la temporada de La Scala con una Traviata en la que Alfredo amasaba una pizza (¡olé!) durante una de sus arias más importantes del segundo acto. Casi lo matan.
El revuelto en Francia, donde son muy dados a escribir sesudos editoriales sobre la libertad de expresión, ha sido fantástico. Es, probablemente, la primera causa judicial perdida por motivos artísticos en el terreno de la ópera, esto es, campo abonado para reflexionar sobre los límites a los que un director de escena puede y debe llegar. Ojalá a Mozart le salga algún vástago y se organice la misma con batuteros como Currentzis o, con Wagner, con alguno como Barenboim. Eso sí sería un debate que obligaría a hilar fino.
El caso es que, recientemente, la Ópera de París ha optado por abrir su temporada con un sonadísimo Moses und Aron de Schönberg que viajará al Teatro Real de Madrid en 2016, y lo ha dirigido Romeo Castellucci. El italiano está considerado un enfant terrible por hacer cosas como tirarle caca a Cristo, pero todas las crónicas y entrevistas jamás escritas sobre su persona coinciden en que uno va con miedo a su encuentro, y acaba por descubrir a un tipo amable y cercano.
Es decir, posiblemente decisiones como las de Tcherniakov repugnen a algunos, no interesen a otros y encanten a los restantes, pero sin duda tienen una razón de ser. Es muy complicado creer que alguien se tira al fango de montar una ópera porque sí, en una tarde, cuando todo lo que conlleva es tan rematadamente denso y complejo.
Curiosamente, los directores conservadores que tanto placen al público clásico son los que tienen más fama de divos; y los enfants terribles, por su lado, de gente simpática y afable. Cosas.