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Mientras tanto#9 Boulez, el inaudito

#9 Boulez, el inaudito


 

I.

 

 

Se ha muerto Pierre Boulez con 90 años y en los obituarios de (casi todo) el mundo insisten en decir que revolucionó la música clásica. Si alguien espera encontrar algo de clásico en Le marteau sans maître, por decir algo, se va a llevar una buena decepción. Quizás por eso estas cosas que hacen los señores que mueven las manos y van vestidos de pingüino resulten tan alejadas y abstrusas: porque se nos dice que son clásicas, ensartándolas en un todo, como poco, discutible.

 

Este señor de clásico tenía poco, tan poco como meter en el mismo programa a Rameau y a Messiaen, como decir que había que prenderles fuego a todos los teatros de ópera del mundo.

 

No era un radical, sino un tipo al margen de las convenciones y de lo establecido: es imposible conocerle si se accede a su obra con la cuadrícula que nos ha venido dada. Fue un gran revolucionario, en todo caso, en la manera de ensayar y de concebir la música, se inventó unos conciertos «de alfombra» con el público sentado en el suelo y se interesó por la música electrónica, por la acústica y, en general, por la investigación y desarrollo de un lenguaje nuevo. Mató a Schoenberg bien matado en el «despiadado» obituario que le escribió en 1951, tal y como cuenta Alex Ross en el imprescindible El ruido eterno.

 

Llama poderosamente la atención que, tal y como lamentaba anoche Rupert Christiansen en un tuit, «su muerte no aparezca en el portal de noticias de la BBC y sí lo haga la muerte de un golfista»: algo hay de didáctico en los obituarios sobre Boulez, cuando debería ser tan familiar como, yo que sé, Barenboim. Tanto no: más.

 

Esto no es culpa de nadie, sino de todos los que han convertido a los vanguardistas y renovadores del siglo XX, en cualquiera de las artes, en piezas de museo a las que hay que admirar por motivos más cerebrales que emocionales. Quizás llevemos décadas sin habernos preocupado lo suficiente por explicar qué hay bajo la superficie, sin haber logrado enseñar a rascar bajo las apariencias de sonidos difíciles: Boulez se exasperaba con la altura institucional, hasta el punto de «exiliarse» de una Francia que tardó años en reconocerle que era imprescindible apoyar a locos como él en sus investigaciones y disquisiciones ensimismadas.

 

No se trata de enseñar serialismo a los niños de siete años, sino de preguntarse cuánto tiempo más podemos seguir llamando «formación musical» a tocar Frère Jacques con la flauta dulce.

 

 

II.

 

 

Hay una frontera musical que a mí, y calculo que a casi toda mi generación, nos costó horrores atravesar: la de todo el repertorio operístico, sinfónico y camerístico posterior a Puccini. Se pongan como se pongan, acceder a Berg, a Stravinsky o a Britten son misiones muy complicadas para el oído que no ha sido entrenado desde la más tierna infancia; y más cuando, en la muerte de gente como Boulez, nos tiran encima sesudísimas explicaciones críticas sobre su importancia tanto como intérprete como compositor.

 

Lo esencial, en cambio, podría quedar reducido a dos de las frases que Roger Nichols recoge en su obituario para The Guardian, enlazado más arriba: «Era más un hacedor que un pensador» y otra, genial: «Dijo que sería el primer compositor sin biografía».

 

Así, cuando digo «oído poco entrenado» no me refiero a la contemplación intelectual de sistemas y partituras; al desarrollo de una capacidad sobrehumana para discernir tonalidades y estructuras armónicas y rítmicas; me refiero a una especie de clic que de pronto se produce en la cabeza, y en el oído, y que derriba el muro de dificultad aparente que entraña todo aquello que no se puede taraear.

 

Las Illuminations de Britten, sobre textos de Rimbaud, fueron probablemente el primer puzzle que resolví en este sentido: el CD andaba rodando por casa desde hacía años sin que hubiese sonado nunca. Completo, al menos: era insoportable.

 

Sí había cierta familiaridad con Strauss, pero no con aquel inglés que parecía complicarnos la vida mucho más de lo necesario para contarnos no se sabe muy bien qué. Hasta que un día, Peter Grimes mediante, es como si todas las piezas hubieran encajado de golpe y se hubiese abierto una puerta que daba acceso a todo lo demás y, con ello, a percibir instintivamente nuevas capas en el repertorio anterior.

 

¿Saber? Saber es lo de menos, lo importante es entender, es sentir, es, como decía, hacer antes que pensar: en el fondo, que prevalezca la música sobre la biografía.

 

 

III.

 

 

Precisamente Messiaen, y su San Francisco de Asís, fue la obra elegida por Gerard Mortier para desembarcar en el Teatro Real de Madrid en 2011. Armó una superproducción en el Madrid Arena, tratando a la capital como si fuese la Trienal del Ruhr, que no tardó en suscitar los recelos económicos, logísticos y las maliciosas críticas que lo situaron en el ámbito de lo elitista, de lo sesudo, de lo alejado del gran público.

 

No obstante Mortier, en Dramaturgia de una pasión (Akal) detalla cómo siempre le había movido el empeño por crear proyectos de dirección artística globales, novedosos, con un sentido social e integrado en las ciudades y los espacios donde se pusiesen en pie: ese era el motivo, supongo, de meter una obra de semejante magnitud y complejidad en un espacio con un aforo superior a 20.000 localidades.

 

Con todo, lo que trascendió y transpiró su proyecto hasta su muerte fue la desesperación de un sector del público madrileño que se veía «obligado» a viajar a latitudes más cálidas para escuchar su Verdi o librarse del yugo de la ópera contemporánea o las puestas en escena «radicales». No lo «entendían» porque, aún entonces —y quizás esto solo cambiase con la muerte de Mortier— se confundían las formas (hay que reconocer que el proyecto no se logró explicar) con el fondo, que no era otro que buscar, con mayor o menor acierto, una ópera, un contexto musical apropiado para el siglo XXI.

 

Es decir, lo que proponía alguien como Mortier —fraguado en el siglo XX que a su vez habían fraguado los Boulez— era en última instancia dinamitar el muro del conocimiento, del «hay que saber para venir a escuchar música», para tratar de encontrar una sensibilidad pura e intuitiva en el público de nuestro tiempo, una que completase o relevase a la sensibilidad que envolvía a toda la música anterior. Esa música, y solo esa, es la clásica: lo que nos ha dejado Boulez es otra cosa. Otra que hay que empezar a descubrir, a ampliar y a remozar. Como él mismo decía recientemente, «yo ya he hecho lo que tenía que hacer en el siglo XX. Ahora, les toca a otros hacerlo en el siglo XXI.»

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