En esta segunda entrega, John J. Healey persiste en transitar por el camino ya andado en la primera (El samurái de Sevilla, La esfera de los libros, 2016), buscando una precisa equidistancia entre la historia y la fabulación. Construye un relato apasionante de aventuras, pero lo hace sustentado en unos personajes creados que se relacionan con otros históricos, a los que sitúa en sus contextos adecuados. No es fácil hacerlo y Healey vuelve a lograrlo en esta nueva obra. No es fácil porque –como el propio autor suele decir–, no se pretenda hacer historia, es preciso haberla estudiado y conocido muy bien para poder engarzar el relato sin que pierda un ápice de credibilidad. Eso es lo que el escritor neoyorkino ha logrado, una vez más, en esta obra. Al servicio de todo ello, el autor pone una escritura hecha con un estilo directo, de frases cortas, sin detenerse en descripciones –nunca excesivas– más que en aquellos casos en que resulta imprescindible, lo cual es un estímulo constante para el lector. Así va enhebrando las experiencias vividas por sus dos personajes centrales: el samurái Shiro, descendiente de Date Masamune, el poderoso daimio de Sendai, y su hija, Soledad-Masako, nacida de sus amores con una dama de la Casa Ducal de Medinaceli. Subyace en este entramado de aventuras y desventuras un asunto de superior importancia, un mensaje subliminal que el autor nos quiere dejar sin que interfiera la narración con ínfulas o moralinas. Se trata del complejo reto de la síntesis entre las culturas, especialmente cuando éstas son lejanas y se extiende sobre ellas la incomprensión y la intolerancia que suscita el desconocimiento. La hija del samurái de Sevilla, de John J. Healey (ya publicada en Estados Unidos y en Alemania), es una excelente novela de aventuras, pero es mucho más que eso: es también una llamada a la concordia, una apuesta por la interculturalidad y el entendimiento entre los hombres.