Ce toit tranquille,
où marchent des colombes,
Entre les pins palpite, entre les tombes;
Midi le juste y compose de feux
La mer, la mer, toujours recommencée!
Ô récompense après une pensée
Qu’un long regard sur le calme des dieux!
Paul Valéry, Le cimetière marin
Visitar un cementerio es una invitación a meditar sobre la muerte. Contemplar los sepulcros suele despertar en mí un profundo rechazo de la ilusión de inmortalidad del alma. La belleza desgarradora de algunos cementerios me reconcilia con la muerte y el cese que comporta de la oposición entre existencia y conciencia. El poema de Valéry que da título a este fragmento habla de un cementerio en la Costa Azul, el Cimetière de Saint Charles en Sète; la visita a otro cementerio marino, el Cimetière du Vieux-Château de Menton, en particular su sección rusa, inspira estas líneas. M. me trajo hasta aquí por varias razones, para empezar porque es un lugar bellísimo y quería que lo conociera; en segundo lugar, para que pudiéramos visitar La Fontana Rosa, la villa de Blasco Ibáñez en Menton, centro de operaciones de su exilio dorado o rosado en la Costa Azul, cuyo poso literario fue un libro titulado Historias de la Costa Azul. Pero, conociéndome bien, me trajo a Menton porque sabía muy bien que me iba a chiflar su cementerio. Fue una revelación absoluta. Nada más llegar, comenzamos a toparnos con lápidas con caracteres cirílicos. La colonia rusa de Menton empezó a configurarse en las décadas centrales del siglo XIX, cuando miembros de la aristocracia y de las clases altas rusas llegaron aquí atraídos por el clima paradisíaco de la zona para curar sus afecciones pulmonares, sobre todo tuberculosis, siguiendo el modelo de otras aristocracias europeas que acudían a la Costa Azul para pasar los inviernos. Los sanatorios de la zona se llenaron de pacientes rusos e incluso la Société russe de bienfaisance fundó uno llamado La Maison Russe y se ocupaba de las pompas fúnebres de los fallecidos en este cementerio del Vieux-Château, cuya sección rusa fue fundada en 1880. La relación de la Rusia de los zares con la Costa Azul se había visto reforzada cuando el Reino de Piamonte-Cerdeña cedió una base en la cercana Villefranque-sur-mer a la marina imperial rusa. En el punto más alto del cementerio está una pequeña capilla ortodoxa: Notre-Dame-des-Affligés, construida en la década de 1880 como mausoleo de los príncipes Troubetskoy.
Tras el vendaval de 1917 muchas familias de rusos blancos se exiliaron en esta zona en la que tantas de ellas tenían conexiones familiares. Naturalmente, eligieron este cementerio como lugar donde sus restos pudieran reposar. Muchos de ellos tal vez consideraban este lugar de descanso como provisional, hasta que Dios todopoderoso y el diapasón de la Historia les permitiera regresar a la santa tierra de Rusia para el descanso eterno. Ese fue el caso del último ministro de marina del Zar Nicolás II, el almirante Ivan Grigorovitch, quien falleció en 1930 en el exilio en Menton. Cumpliendo el voto que expresó en vida, en 2005 sus restos mortales fueron trasladadas a la cripta familiar del cementerio de San Nicolás en el Monasterio de Alexander Nevski en San Petersburgo con la presencia de sus nietos y de los comandantes de las flotas del Mar Negro y del Báltico todos los honores militares, incluida la bandera rusa (que ahora es la misma que la de la Rusia Zarista) sobre la urna que contenía sus cenizas. No me consta si se entonó el Dios salve al Zar, pero no me extrañaría.
Una lápida nos cuenta otra historia conmovedora, la de dos cónyuges, Ernst y Hélène, que fallecieron el mismo día, él de la tuberculosis que no pudo superar, ella quitándose la vida por dolor y desesperación. En la tumba, esta conmovedora inscripción: “Surtout ne nous plaignez pas. Notre voeu le plus cher était d’être réunis pour l’éternité et nous le sommes”. Mirando el mar desde este cementerio marino está la bellísima tumba de una princesa polaca, Janina Jelowickich Lewandowska, quien falleció a los veintisiete años al no poder superar la tuberculosis. Llama la atención en este panteón la estatua que representa a la joven en trance de remontar el vuelo. Esa joven de piedra ─leo por alguna parte que hay una estatua gemela de esta en el cementerio viejo de Varsovia─ parece estar meditando sobre los versos de Píndaro que encabezan el poema de Valéry: ¡Oh alma mía, no aspires a la vida inmortal,/ pero agota toda la extensión de lo posible. Y, de nuevo, frente al mar: ¡El mar, el mar siempre recomenzado!/ ¡Qué regalo después de un pensamiento/ ver moroso la calma de los dioses!