No somos conscientes de cuanto nuestras ideas pueden alterar el sentido con las que estas fueron originalmente concebidas cuando la humanidad, al tiempo, vuelve sobre ellas. Para algunas almas dotadas de un especial brillo su ingenio adelanta genuinas intuiciones que solo el porvenir logra plasmar en la historia; vemos persistir esta misma ley en el pensamiento de Descartes. En sus célebres meditaciones el filósofo francés aspira a conquistar un pensamiento claro sobre todas las cosas sin verse forzado a desplazar a Dios del reparto de las influencias humanas. Cree que al confiar en las facultades mundanas de libertad y conciencia la necesidad de Dios se impondrá por sí sola esquivando las discusiones teológicas más comprometidas de su tiempo.
Aunque su empeño aspira a no caer en sacos rotos su “pienso, luego existo” es la primera bofetada contra el prestigio de una Iglesia de Roma acosada por la rebelión de herejías humanistas: pensar a favor del hombre es pensar contra Dios. Nunca pudo sustraerse a esta primera sentencia. Encumbrando al hombre a las más altas esferas de la inteligencia y del gobierno interno abre la veda al tormento y la confusión existencial de una humanidad desorientada.
Aún hoy seguimos celebrando el atrevimiento de Descartes como la más genial de las contribuciones al pensamiento ilustrado, el racionalismo y el progresismo liberal; en fin, al hombre como medida última de todas las cosas. Sin embargo, la experiencia nos confirma que el hombre es un efecto que excede a sus causas; es decir, está desplazado de su propia raíz, necesita abrir distancia consigo mismo porque de otro modo no podrá estar seguro de su existencia ni de su valor. El asunto funciona igual al hecho de acercar lo suficiente nuestro rostro a un espejo; lejos de ganar profundidad en los detalles nos sacude la confusión de estar contemplando una mancha. Dios alcanza ser ese punto alejado en el firmamento (la perspectiva en el espejo) desde donde el hombre logra desplegar todas sus energías ¿y no es precisamente en el hecho muchas veces denostado de que Dios se nos presenta desconocido e indiferente, lo que favorece su conveniencia para nosotros? Siempre a la misma distancia entre la esperanza y la desesperación sortea cualquier reconciliación a la vez que garantiza el espacio con el que ensanchar los logros humanos.
En cambio, sin Dios el hombre se precipita en una nada que nadea bajo las profundidades de un mar inhóspito; ¿o acaso el mundo que precedió el confinamiento no recuerda a un fallido intento por satisfacer novedades (viajes, ejercicios espirituales, híper-consumismo) para así proporcionar sentido a una vida exprimida por el impulso de la secularización? La negación de Dios no trae consigo más libertad como habría esperado el barón de Holbach y el resto de sus iluminados acólitos, sino soledad y alineación.
Creíamos ingenuamente estar librando la batalla contra los enemigos de la libertad cuando en realidad estábamos cavando el pozo de nuestra propia explotación; “ahora uno se explota a sí mismo y cree que se está realizando”, nos recuerda Byung-Chul Han. De una manera muy específica el filósofo coreano nos advierte de cómo en el acto mismo de liberación irrumpe aquello que nos condena. La figura del youtuber es paradigmática a este respecto: la misma tecnología que extiende hasta límites insospechados su influencia en la red lo disuelve en el anonimato de una multitud sin interioridad, en una concentración de reacciones sin interrelaciones; aquello que lo diferencia (likes) resulta ser en definitiva lo mismo que lo estandariza; mientras más reconocido más desconocido.
A la soledad existencial con la que se le resuelve al hombre moderno un mundo sin Dios se le suma un híbrido de autoridad que acaba por suplantarlo; el cientifismo. El pensar contra Dios no disuelve la autoridad; tan solo la silencia. Cuando Descartes rompe con la ley natural de las cosas y conjura al hombre como primera verdad la ciencia deja de ser una actividad recreadora del discernimiento y la luz para constituirse en un hecho trascendental; es decir, deja de decirnos cómo están las cosas para decirnos cómo debemos de estar en las cosas. Nadie recurre al médico para que le diagnostique sus padecimientos sino para que le diga lo que tiene que hacer con ellos. La ciencia aspira a explicar el mundo, el cientifismo a arreglarlo.
¿Acaso no nos arrastra esta alteración en el orden de las cosas (prendida la mecha por Descartes) al estado actual de confinamiento en el que nos hallamos? La sociedad parece haberse convertido en un hospital de campaña donde las fuentes de legitimidad de la polis ya no son consagradas por el ejercicio público de los ciudadanos sino por la comunidad médica. Observen cómo los jefes de gobierno se hacen acompañar por batas blancas cada vez que se dirigen a su pueblo para ordenar nuevas medidas de aislamiento. La política ha suspendido el activo compromiso de unas instituciones encargadas de armonizar los legítimos intereses de los ciudadanos para, en cambio, someterse al dictamen de un ejército de fonendoscopios.
Ante la ausencia de una referencia definitiva sobre las cosas y su destino hemos dejado de recurrir al poder curativo de los médicos para hallar en ellos la salvación; pero salvarnos ¿de qué? De la soledad y falta de sentido de un mundo disminuido por el poder disolvente del pensamiento humanista. Recuerden la costumbre universalmente popularizada de aplaudir todas las tardes desde los balcones como reconocimiento al papel de los médicos y enfermeros durante la pandemia; ¿no se parece esto a una especie de culto religioso, casi de oración matutina, donde buscamos sacudirnos de la culpabilidad (somos potencialmente agentes contaminantes) con el fin de redimirnos ante una catástrofe inesperada?; y por otro lado, ¿no refleja el consecuente descontento de la comunidad médica ante esta “ritualización” de las formas (¡menos aplausos y más financiación!) la pesada carga de verse socialmente exaltados por lo que no son ni pueden llegar a ser?
La fragilidad con la que la ciencia (de la medicina) anhela sostenerse como entidad teológica se desvanece cuando la preocupación por la salud se ve distorsionada por su elemento salvífico. Paradójicamente detrás de la obsesiva preocupación por mantenernos vivos se esconde un rabioso desprecio a la vida misma ¿o es que al extremar la reducción de contagios no hemos puesto en tela de juicio la salud de la humanidad al descuidar la importancia del resto de enfermedades?
A estas alturas debería resultar evidente para el lector que la naturaleza del problema que afronta la humanidad no es sanitario; su razón se sostiene en la búsqueda desesperada por encontrarle sentido a una vida vuota. El mundo moderno se vanagloria de haber derribado la autoridad de Dios en favor de la voluntad individual y con ello la salud termina sacralizada por defecto. Sin embargo, nunca logró el hombre sustituir realmente las iglesias por hospitales, más bien ha hecho de los hospitales iglesias, y con ello ha puesto en serio peligro a la humanidad al consagrarnos a la caótica aspiración de querer mantenernos vivos a toda costa.