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Escribir un árbol, plantar un hijo y tener un libro. Un diálogo sobre escritura creativa

“Mis criaturas nacen de un largo rechazo”

Alberto Echavarría: Hablé alguna vez contigo de cómo muchas veces los personajes “cobran vida” y te llevan por caminos insospechados, por terrenos donde tú mismo no te habías planteado adentrarte. Quizá en un relato es más difícil que ocurra, porque en los cuentos todo está más acotado y hay menos lugar para la dispersión, pero en una novela estoy seguro de que sucede. Es interesante, porque eso quiere decir que no todo está bajo control en el terreno creativo: hay ciertas cosas que ocurren y que no son muy explicables. Creo que por eso la escritura es un terreno apasionante. Cuando escribo cuentos normalmente suelo tener bastante claro a dónde y cómo quiero llegar, aunque a veces sí que me ha ocurrido eso de que un personaje evolucione de un modo inesperado. Una vez me di cuenta de que la protagonista de un cuento que estaba escribiendo, aparentemente frágil y muy inocente, a lo mejor no era tan inocente como yo creía. Albergaba cierta maldad. Era una chica con una discapacidad psíquica; cuando leí el texto me di cuenta de que mi personaje había actuado movido muchas veces por los celos, algo que yo inicialmente no pensé en absoluto. A pesar de ser alguien inocente y frágil, según fue avanzando la historia cobró una personalidad más compleja. Y es curioso, porque tiene una hermana que se llama Celia y luego pensé, “¡joder claro, Celia por los celos!”. Pero ¡te juro que no lo planeé! Quizá estaba en mi subconsciente, pero yo nunca pensé en llamarla así por los celos. Me di cuenta después. ¿No es alucinante? No sé si me estoy dispersando… A donde quería llegar es a que hay veces que los personajes no son tan controlables y pueden ser ellos los que controlen al autor.

Cristina Sánchez Andrade: Sí, claro que lo controlan. Yo lo tengo claro, pero en esto, como en todo, hay teorías. Nabokov, por ejemplo, opinaba que los personajes deben ser conducidos rígidamente como galeotes e ir donde el escritor ordene. Aunque habría que estar en el proceso de su escritura para saber si esto fue realmente así, ya me gustaría ver si a Lolita la tuvo siempre atada como un galeote. Dice Luis Landero que “lo bueno de escribir es andar camino. Uno tiene un plan, pero lo que no puede nunca prever son los continuos accidentes que le saldrán al paso (las pequeñas invenciones que hay en cada frase, los giros sintácticos que nos dicta la propia música del idioma, la elección de un ritmo, de una palabra, de un punto de vista, de las variantes que no se nos habían ocurrido en el momento de idear el proyecto)”. Yo creo simplemente que el personaje aparece en la cabeza y se impone. Sin saber cómo ni por qué, viene y se abre camino en nuestros cerebros. Lo que cuentas de tu personaje, la hermana de Celia, es muy interesante y sinceramente creo que el proceso es ese. Cuando el autor sabe demasiado sobre el argumento, porque lo tiene muy meditado, ocurre que tiene mucha prisa por contarlo y entonces la verdadera literatura se queda por el camino.

En mi caso, pongo siempre el ejemplo de una de mis novelas, ya me habrás oído hablar de ello. Una vez, yendo por una carretera, cerca de Guadalajara, vi una señal que decía Las Inviernas, que es un pueblo de la zona. Me quedé fascinada. Una semilla, un embrión minúsculo de novela y personajes empezó entonces a gestarse en mi cabeza. Las Inviernas. Lo normal habría sido no ver nada más que la señal. Pero yo ya buscaba sin buscar e inmediatamente vi tres cosas. Primero, el título de una novela. O más bien, el ojo de cerradura a la puerta de una novela. Segundo, vi dos mujeres de pueblo. Y tercero, vi un invierno. El invierno y la bruma gallega.

Esta historia, que a primera vista resulta difícil de creer, te resultará familiar como escritor. Porque la ficción está llena de momentos así. A todos nos suceden cosas rarísimas en el proceso de la escritura. El caso es que no fui yo quien escogió a las Inviernas sino ellas a mí. Ocurre como con los sueños, que tampoco los escogemos. Está claro que los sueños nacen del mismo substrato del inconsciente. Son el resultado de ese magma de vivencias, pensamientos, gente que hemos visto o recordado durante el día, temores, obsesiones, secretos. En este sentido, el inconsciente no está tan dormido como pensamos, sino que es dinámico, organiza y maneja las imágenes internas. Casi se podría decir que es nuestro destino, aquello que actúa a tus espaldas.

Hay una tribu de indios norteamericanos, los indios naskap, que viven en la inhóspita y helada región comprendida entre la bahía de Hudson y el mar del Labrador, cerca de los esquimales de Alaska. Por lo visto, apenas tienen un sistema social, político o religioso, y solo realizan algunas ceremonias sencillas. Pues bien, según ellos, en el corazón de todo ser humano mora Mistap’eo, el gran hombre que envía los sueños. Este no se conforma solo con que los recibamos, sino que también quiere que los pongamos en práctica y saquemos conclusiones (para mí esto sería exactamente igual que escribir). También dicen que a Mistap’eo le gusta mucho que se dibujen o se pinten los motivos de los sueños, así que los naskapi tallan madera o hacen pequeñas bandejas de corteza con dichos motivos. A veces también hablan de sus sueños entre ellos, y si un hombre o una mujer han tenido un sueño muy impresionante, este espontáneamente se convierte en una canción.

En general, creo que la escritura trata de desenterrar ese territorio inexplorado de nosotros mismos (C. G. Jung lo llamaba “la sombra”) que nos da miedo. Porque escribimos para saber lo que no sabemos que sabemos; por eso a menudo nos sorprendemos de lo que hemos puesto y nos preguntamos de dónde lo hemos sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades tan extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe mucho más de lo que tú sabes.

AE: Suena un poco inquietante todo: es la escritura quien maneja a veces al autor, la sombra, saber lo que no sabemos que sabemos… ¿Crees que esto de escribir puede ser a veces un juguete un poco peligroso, una forma de sacar cosas que uno tiene dentro y a lo mejor ni siquiera sospecha? En ocasiones te escuché decir que escribir es enfrentarte a tus miedos, a tus propios fantasmas, y que, aunque no quieras hacerlo al final resulta inevitable que esos fantasmas salgan, porque en el fondo son esas las cosas que necesitas decir.

CSA: Hay un verso de Pablo Neruda que define todo esto muy bien: “Mis criaturas nacen de un largo rechazo”. Y sí, escribimos para sacarnos de encima a esos personajes, para exorcizarlos. En realidad, cuando vi la señal de Las Inviernas, esas dos mujeres, la bruma y el invierno gallegos, ya estaban en mí. Tenía un lío impresionante de historias maravillosas que había escuchado contar en casa, a mi abuela, y que no sabía cómo plasmar en un texto. Andaba dándole vueltas y no encontraba cómo. Entonces mi subconsciente dirigió mi atención hacia esa señal y me hizo pararme en medio de la carretera para que yo tuviera, al menos, un título y dos protagonistas. Para que empezara a escribir de una vez.

Y mira, se me ocurre otra historia parecida, que leí hace poco en una página de internet sobre biografías raras, te va a gustar porque tú también pintas. Salvador Dalí siempre estuvo interesado en el cuadro El Ángelus del pintor francés Jean-François Millet. Más que interesado, estaba obsesionado con este cuadro y por ello hizo múltiples reinterpretaciones (todas ellas maravillosas), escribió un ensayo titulado El mito trágico del Ángelus de Millet y en su libro Confesiones inconfesables afirmaba que El Ángelus se había convertido para él en la “obra pictórica más íntimamente turbadora, la más densa”.

Antes de profundizar en esta obsesión por el cuadro, te cuento algo también de la biografía de Dalí. Resulta que cuando era niño descubrió un dato familiar que marcó su vida y su identidad. Se enteró de que había tenido un hermano que murió a los tres años a causa de una meningitis (o de un problema intestinal, no queda claro). Se llamaba también Salvador y sus padres, que le llevaban regularmente a visitar la tumba, le contaron que él, en realidad, era la reencarnación de su hermano. De esta forma nació la obsesión del pintor por la muerte de los bebés. “Durante toda mi niñez y juventud viví con la idea de que era parte de mi hermano mayor. Es decir, en mi cuerpo y alma llevaba el cadáver adherido de este hermano muerto porque mis padres hablaban constantemente del otro Salvador”, afirmó alguna vez. Y también: “Yo nací doble, con un hermano de más, que tuve que matar para ocupar mi propio lugar, para obtener mi propio derecho a la muerte […]. Todas las excentricidades que he cometido, todas las incoherentes exhibiciones proceden de la trágica obsesión de mi vida. Siempre quise probarme que yo existía y no era mi hermano muerto. Como en el mito de Cástor y Pólux, matando a mi hermano, he ganado mi propia inmortalidad”.

Bueno, pues volvamos al cuadro de Millet. Si recuerdas se trata de una escena muy sencilla. Un hombre y una mujer rezan el Ángelus con la mirada agachada. Han dejado de lado su labor de plantar patatas y todas las herramientas utilizadas para esta tarea (el rastrillo, la cesta, los sacos y la carretilla) están esparcidas a su alrededor. El cuadro no parece tener más misterio que dos labradores deteniendo su labor diaria para dedicar unos minutos a una oración.

Pero Dalí veía algo extraño en el cuadro, algo que le perturbaba, que le obsesionaba de manera irracional y que no tenía ni idea de lo que era. En varias entrevistas reconoció que ese cuadro, que conocía desde niño, le hacía sentir cosas que no podía definir, luces y sombras que le llevaban a ver más allá de lo que estaba pintado. Era como si quisiera decirle algo que no conseguía identificar. Hasta tal punto fue así que el cuadro, que nunca fue demasiado famoso, empezó a ser conocido y reconocido gracias a las reinterpretaciones de Dalí.

Llevado por la curiosidad, este comenzó a investigar el cuadro y descubrió algo que conectaba con su biografía. Un descendiente del pintor francés le confesó lo que la familia Millet había llevado en secreto durante generaciones: originalmente, donde aparece el cesto con patatas a los pies de los campesinos, no había un cesto, sino otra cosa. Por lo visto el cuadro había sido modificado por el propio Millet, aunque se desconocía el motivo que había llevado a cambiar la obra inicial.

Dalí, que ante semejante noticia fue incapaz de quedarse de brazos cruzados, solicitó un análisis con rayos X. Pues bien, bajo la capa de pintura de la cesta se podía ver una mancha con forma de ataúd infantil. De hecho, lo que el cuadro representaba realmente era una oración previa a un entierro no oficiado. En esa época, los niños que morían antes de ser bautizados no podían ser enterrados en los cementerios. La idea inicial de Millet al pintar El Ángelus era recrear la situación de dos padres enterrando a su hijo recién nacido. Pero una vez hecho esto, el pintor francés decidió cambiar la obra para evitar las críticas de la burguesía clasista. Estaban muy interesados en todo tipo de obras que representaran el mundo rural ya que para ellos simbolizaban los valores de la tradición en contraposición de la postura reaccionaria del sector obrero. Pero este cuadro les incomodaba y hubiera supuesto un problema para Millet que la crítica hacia su persona se extendiera entre sus potenciales compradores.

AE: Sí, son ideas que llegan a través de estímulos externos. Solo hay que saber encontrarlos. Y no es fácil. Porque en mi caso (no sé en el tuyo), esos estímulos llegan de la forma más inesperada. No se les puede invocar, son caprichosos y se presentan cuando ellos quieren, cuando menos se piensa. Y es interesante porque esto quiere decir que muchas de tus ideas en realidad ya existen, están dentro de ti, adormiladas en tu subconsciente, y que solo es necesario que algo las despierte para que tú puedas trabajar con ellas.

(…)

23

Intercambio de correos. Iceberg

De: alberto@alberto.com
Para: cristina@cristina.com
23 diciembre de 2016 a las 13:13 Asunto: Iceberg

Hola Cristina, ¿qué tal?
Te escribo para hacerte una consulta. Resulta que tengo un

cuento terminado del cual estoy razonablemente satisfecho, y en él dejé ocultas (o insinuadas) una serie de cosas. Efectivamente, el famoso Iceberg de Hemingway… Entonces envié mi texto a una serie de personas (como ahora no tengo taller me he buscado algunos lectores para que lean mis textos, y los mortifico de vez en cuando para saber si gusta o no gusta lo que escribo). Bueno, pues de cinco personas que lo han leído solo una ha pillado el texto al 100% (mi hermano, un gran lector, yo creo). El resto han dejado cabos sueltos.

Si a ti te ocurriera lo mismo, ¿cambiarías el texto y lo harías más explícito para que todo el mundo lo pille, o lo mantendrías aun sabiendo que el 70% de lectores (o tal vez más) pasará por encima de él sin pillarlo al 100%?

Es que esto es difícil… Yo recuerdo que una vez te pregunté en el taller y tú dijiste que era mejor quedarse corto que pasarse. Pero claro, si te quedas muy corto corres el riesgo de escribir para una minoría…

Alberto

De: cristina@cristina.com
Para: alberto@alberto.com
28 diciembre de 2016 a las 10:33 Asunto: RE: Iceberg

Hola Alberto, se me olvidó contestarte, estoy “succionada” con una traducción de 500 páginas (la biografía de Clarice Lispector) y ando como loca…
Yo creo que si nadie pilla lo que quieres contar es un problema. También te digo que eso es lo que pasa con cuentos de Hemingway, por ejemplo con el de “Colinas como elefantes blancos”, que si no tienes las claves no lo entiendes solo leyéndolo ni de broma… Ahora, mejor no pasarse con las explicaciones, eso sí. Yo buscaría una manera de aclararlo un poco, para ganarte a más lectores.

Espero que estés disfrutando de las fiestas y escribiendo mucho.

¡Un abrazo! Cristina

24

“Huele” a taller literario

AE: ¿Qué opinas de los talleres literarios? Esta pregunta puede parecerte de broma, porque tú los impartes desde hace años, pero me interesa saber tu opinión. La pregunta viene al caso porque desde un tiempo a esta parte he visto que bastante gente los critica. A veces leo por ahí en blogs o en artículos de literatura referencias peyorativas a los talleres literarios, como si fueran una plaga que se ha extendido por la ciudad. He leído algunas críticas literarias en las que se referían al autor diciendo que olía bastante a taller literario (o algo así, normalmente esto lo he visto en críticas dirigidas a autores noveles). ¿Crees que hay veces en las que un taller literario puede llegar a ser contraproducente para alguien que escribe? ¿Quizá porque se adquieren ciertos vicios o ciertas pautas respecto a la forma de escribir que terminan pareciendo impostadas y a la larga perjudican el texto?

CSA: Te contesto con un pequeño cuento de David Foster Wallace:

Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice: “Buen día muchachos, ¿cómo está el agua?”. Los dos peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno se voltea hacia el otro y pregunta: “¿Qué demonios es el agua?”.

Y es que, el talento, está claro, no se puede enseñar. A menudo, el que lo tiene, es incapaz de explicar en qué consiste, como esos dos peces que nadan perfectamente sin siquiera saber qué es el agua. Por otro lado, el escritor ¿nace o se hace? La pregunta, ya clásica, no ha tenido mejor respuesta que la dada en su día por Augusto Monterroso: “No recuerdo a ningún escritor que no haya nacido”.

Lo que pasa es que, solo con talento y sin técnica ni unas nociones básicas, tampoco se llega a ninguna parte.

Los talleres me parecen muy bien para el que tiene ganas de escribir y no sabe cómo empezar o simplemente, si ya lo hace, no tiene ni idea de si lo hace bien o no. En los talleres haces amigos con los mismos intereses y hablas de literatura (mucha gente en su vida cotidiana no tiene esta oportunidad). Eso creo que es lo más importante. Yo recuerdo que cuando hice mi primer taller, se me abrió un mundo: ¡había tantas cosas que se podían aprender!, y no solo con nuevas recomendaciones de lectura (que es sin duda como más se aprende). Después de unos meses, tuve la sensación de que no podía seguir ahí mucho tiempo porque la persona que impartía estos talleres en concreto pretendía que todos escribiéramos como a él le gustaba, que era básicamente como Faulkner y Juan Benet (que están muy bien, pero ¡no todo el mundo quiere ni es capaz de escribir como ellos!) y si no, te fulminaba y te hundía en la miseria con las críticas. Así que lo dejé y me puse a escribir por mi cuenta.

Con los amigos que había hecho, seguía viéndome y hacíamos encuentros para leernos los textos que íbamos escribiendo. Esto es importantísimo, ya lo hemos dicho. Tener a alguien que te saque de tu ensimismamiento es fundamental. A lo mejor tuve mala suerte con el profesor porque desde luego lo que debería hacerse en todo taller de escritura, y lo que yo intento hacer, es reconocer la voz y el estilo de cada uno e intentar que el alumno mejore, pero siempre en esa dirección, respetando la personalidad, los temas, intereses, en fin, el universo narrativo de cada uno.

Mi primera novela la escribí sin tener ni idea de nada y me salió de chiripa. Con las siguientes tuve más dificultad. Ahora me doy cuenta de que, si alguien me hubiera dirigido un poco, hubieran estado mil veces mejor. Creo que fue a partir del momento en que empecé a impartir clases de escritura, cuando yo misma mejoré. ¡Es que yo aprendo dando clases todos los días!

Lo de que “huele” a taller literario me hace pensar en Flannery O’Connor. Sus maravillosos cuentos siguen siempre el mismo patrón, ya lo hemos comentado, que es de taller de escritura. Y es que, también te iba a comentar, esto de los talleres no es algo nuevo. Lo será –relativamente– en España, pero en Estados Unidos por ejemplo, llevan muchísimo tiempo impartiendo Escritura creativa en la Universidad. O’Connor fue a una de las escuelas de escritura más prestigiosas, la de Iowa. Es verdad que son cuentos que funcionan muy bien, un orden cerrado, que diría Cortázar, y en este caso esa técnica es fundamental. Ahora, sin el talento de esta autora, no habría nada. Te quiero decir con esto que, si hay un escritor que vale y encima aprende la técnica en un taller, universidad, o donde sea, probablemente el resultado será muy bueno.

AE: Por mi parte yo sí que tengo que decir que si no me hubieran convencido en su momento para apuntarme a un taller literario (que al final terminó siendo el tuyo), no hubiera seguido escribiendo. Eso seguro. Fue en tu taller cuando sentí que tenía que seguir, seguramente porque empecé a ver que adquiría conocimientos que me hacían mejorar. Aparte, descubrí lecturas, autores, pude contrastar opiniones con los compañeros, y creo que según pasaron los años aprendí a desarrollar cierto sentido crítico sobre lo que escribía y lo que leía. Entonces a mí no se me ocurriría pensar en los talleres literarios como algo nocivo. Ahora bien, supongo que también depende de cómo te los tomes, y de quién te los imparta.

CSA: Pues me alegro de que así fuera. Además, yo recuerdo que te di la enhorabuena al principio y que te animé mucho a que siguieras escribiendo (cosa que no hago con todo el mundo, pero que cuando lo hago, ¡lo hago de verdad!), como también te animé después de ¿fueron cuatro años? a que volaras libre.

AE: Esto es una historia curiosa, porque al principio yo iba a dejar el taller, me apunté poco convencido. Recuerdo que el primer día de clase te dije que había escrito una historia de 300 páginas y te sorprendió mucho (ahora lo pienso y aún no sé cómo lo hice). Cuando llevaba un mes o así en el taller un día dije, “pero ¿qué hago aquí? Me largo”. Y ya estaba decidido a dejar el taller, cuando de repente me enviaste un correo animándome a seguir escribiendo. Y es gracioso, porque contigo no había hablado para nada de este tema. No te dije que pensaba dejar el taller. Hubo una conexión extraña, porque si no me llegas a enviar ese correo me habría ido, eso seguro, y casi con toda seguridad me hubiera olvidado para siempre de esto de escribir.

CSA: ¡Pues menos mal que te envié el correo! Pero mira, dominar el lenguaje no implica necesariamente que se sepa escribir. Mucha gente se cree que por haber leído mucho o ser culto, es capaz de escribir una novela. No tiene nada que ver. En los talleres me encuentro con mucha gente muy preparada que no tiene el menor talento para la escritura. Cuando leen por primera vez en alto algo que han escrito y se dan cuenta de que, entre el resto de la gente, su texto no suscita la reacción esperada, se sorprenden mucho. El que es humilde y receptivo agradece mucho los consejos o las mínimas reglas que se pueden explicar. A otros les sienta fatal.

AE: Es que son dos cosas completamente diferentes: una cosa es ser culto, dominar la gramática, tener un vocabulario envidiable, haber leído mucho… y otra es tener la capacidad de escribir ficción. Yo creo que todas esas características que estábamos hablando (ser culto, dominar la gramática, etcétera) ayudan a escribir ficción, pero por sí solas no son cualidades suficientes. Hace falta algo más, algo que no tengo muy claro lo que es, pero que a lo mejor tiene que ver con la manera de ver el mundo (al menos yo lo veo así), con la forma de mirar. La mirada, algo de lo que ya hemos hablado. Siempre me acuerdo de cuando leímos en el taller en voz alta El gran cuaderno, de la escritora húngara Agota Kristof…

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Estos fragmentos corresponden al libro Escribir un árbol, plantar un hijo y tener un libro, de Cristina Sánchez Andrade y Alberto Echavarría, que acaba de publicar la editorial Triacastela.

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