En la Piazza Dante de Grosseto, bajo la mirada de uno de los benefactores de la ciudad, el gran duque Leopoldo II de Habsburgo-Lorena (o Lorena a secas, como se les conoce en Toscana), se estaba desarrollando un espectáculo de sonido y danza de dudoso gusto protagonizado por una Salomé que amenazaba con ir quitándose todos sus velos uno a uno. En un extremo de la plaza, un grupo de paquistaníes, vestidos con su traje nacional, el elegantísimo shalwar kameez, esa camisa larga combinada con un pijama a juego, contemplaban de pie, con los brazos cruzados, en un gesto de sobria dignidad y atención, el show. Para ellos era un fin de jornada más, una jornada que probablemente había comenzado al alba, pero habían tenido el respeto y la autoestima de asearse y ponerse sus mejores galas. A M. y a mí la agresión de la megafonía y la dudosa calidad del baile terminó por estragarnos y decidimos apurar nuestras cervezas y tomar el camino hacia Prata. Grosseto, sin llegar los extremos salvajes de Livorno, fue otra ciudad italiana salvajemente golpeada por los bombarderos de la aviación aliada, por lo que sus largas avenidas y los edificios reconstruidos después de la guerra destilaban esa sensación que he sentido en otras ocasiones, en particular en algunas ciudades alemanas: la ruptura, la discontinuidad con lo que fueron antes de la contienda. Tal vez el tráfico y el planeamiento urbanístico son mucho más racionales, pero saltaba a la vista que se trataba ya de otra ciudad, con muchísima belleza desaparecida para siempre.
Grosseto empezó a tener importancia en el siglo IX por su condición de único puente fluvial entre Pisa y Roma. Entonces estaba situada en la orilla oriental del hoy prácticamente desaparecido Lago Prile, en la ribera derecha del río Ombrone, (ahora su curso se ha desplazado hacia el sur de la ciudad, marcando el límite meridional de la Maremma grossetana), por aquel entonces perfectamente navegable, lo que convertía a Grosseto en un virtual puerto de mar. En las alturas que rodeaban el Lago Prile estaban situadas dos antiguas ciudades de origen etrusco que ostentaban la condición episcopal, Vetulonia (entonces llamada Colonna) y Roselle. Ambas entrarían en decadencia y le terminarían cediendo el rango episcopal a Grosseto. Su bandería gibelina y su estrecha alianza con Siena propiciaron que Federico II Hohenstaufen, stupor mundi, se sintiese seguro y a gusto en ella. Allí pasó los inviernos entre 1243 y 1245, entre otras razones, además de las de seguridad, porque la suavidad del clima y los humedales y paúles en torno a la ciudad le permitían disfrutar sin tasa de una de sus pasiones: la caza con aves de presa, el aristocrático arte de la cetrería, una disciplina a la que, hombre renacentista avant la lettre, el emperador le dedicó un tratado: De arti venandi cum avibus. La estancia de Federico II fue determinante para el reconocimiento de los derechos del comune grossetano frente a la jurisdicción señorial de los Aldobrandeschi, verdaderos gerifaltes de la Maremma en aquella época. La posición estratégica de la ciudad en una disputada área entre Siena, Pisa, las tierras de los Aldobrandeschi y los territorios papales la convirtieron en uno de los centros más importantes de la administración imperial de la Toscana, que en aquellos tiempos era más extensa que la actual región que lleva su nombre. Federico II organizó allí dietas imperiales como la del año 1243, en la que le fue concedida a Gherardo di Gualfredo di Prata y sus descendientes el privilegio y todos los derechos feudales sobre Prata, su castillo y su comarca. Me acabo de dar cuenta de que paso mi estadía toscana en un feudo que aparece en un documento de la cancillería de Federico II, una de las bestias más feroces de mi bestiario mitológico. Habrá que seguir investigando, este lugar necesariamente tiene que tener un asiento en la summa dantesca.