Estaba más que harto con las últimas fricciones políticas del país. Todo presagiaba que ni siquiera la masiva llegada de millones de unidades de la vacuna iba a serenar el ambiente social de estas «fiestas del afecto», como las había bautizado el cursi del primer ministro, bunkerizado en Moncloa viendo series recomendadas por su segundo en una cuarentena forzada por haber almorzado días atrás con el contagiado jefe del Estado francés.
Meditaba sobre si sería capaz de encontrar a cinco personas allegadas a quienes invitar a la cueva para cenar consomé, pescado, turrón y cava y cantar unos cuantos villancicos. Me prometí buscarlas en el vecindario antes que en una red de contactos. Apunté en la agenda del móvil la fecha del 24 y las nueve de la noche, hora de Málaga, mi ciudad accidental, para no perderme este año el tradicional discurso navideño de Felipe VI. Los medios de comunicación, los tertulianos bien enterados y sobre todo dos destacadas figuras públicas bien informadas, la vicepresidenta primera y el vicepresidente segundo, anticipaban que el rey vigente haría alguna alusión a las vicisitudes del rey padre.
En esas estaba mientras saboreaba un kiwi, disfrutaba de un capítulo de la segunda temporada de El Ala Oeste de la Casa Blanca y reflexionaba sobre una peli, Martin Eden, que había visto la noche anterior con un grupo de hormigas humanas -sí, sí es posible, no es contradictorio en la realidad irreal que vivimos-, cuando oí el suave tono del teléfono y en la pantalla iluminada apareció un número que yo desconocía y que sin duda era extranjero.
Acostumbrado al silencio de la cueva tuve un sobresalto y estuve a punto de ignorar la llamada. Pero no sé bien lo que me decidió al final a aceptarla: «Bosco, soy Erick. Erick Gustafsson». Sinceramente no tenía ni idea de quién era el tal Erick o el tal Gustafsson. Farfullé algo en espanglish para decir que se había equivocado de número. Mi interlocutor alzó la voz para pedirme que no colgara pues tenía que anunciarme una noticia única, mundial, universal e increíble. Yo me mantuve callado unos cuantos segundos y le permití que se explayara en lo que parecía ser un correcto inglés con ligero acento escandinavo.
Claro que sí. Naturalmente que sí. Caí entonces en la cuenta. El tal Gustafsson era ese agradable y educado periodista -siempre hay excepciones- de la televisión pública sueca con quien había hecho buena amistad durante un viaje relámpago a mediados de los noventa a Gaza y Cisjordania. Mi empresa de entonces me había enviado a Jerusalén de prisa y corriendo, porque el corresponsal en la zona se encontraba de trabajo en otro lugar. Yo no era experto en nada y aún menos de esa zona. Gracias a Erick pude salvar mi honor e incluso recibir parabienes de mis superiores al regreso a Madrid sin equivocarme en diferenciar la parte judía de la árabe de la Ciudad Santa.
Mi colega sueco me contó en la charla telefónica que estaba recién jubilado. La televisión le había destinado a principios del presente siglo a Oriente Próximo donde entre otras cosas cubrió la guerra de Irak, la primavera árabe y la irresoluble tragedia palestina. «Vivo ahora en Tel Aviv, una maravillosa ciudad, en compañía de mi segunda mujer, una periodista de Haaretz aún en ejercicio, de mentalidad muy abierta y mucho más joven que yo». Recordé que cuando lo conocí en Ramala le calculé unos diez años menos que yo. Para ser sueco no era demasiado alto. Un alivio pues yo, que siempre he sido reacio a imitar a Nicolas Sarkozy y a no llevar alzas, soy más bien pequeñito.
El sueco se embaló en la charla. Me empezó a decir cosas increíbles sobre cómo había pensado en mí tras leer una de mis notas recientes en el blog con la que se había reído sobre Pilatos y un líder nacionalista catalán crucificado. No me acordaba del texto. Pensé que estaba borracho y estuve tentado de nuevo en cortar la comunicación. Él se debió de dar cuenta porque me pidió que no le colgara y que escuchara bien lo que me iba de nuevo a manifestar: lo de una noticia única, mundial, universal e increíble. «Mira, amigo, no puedo ser más explícito. No estoy autorizado a revelarte con detalle lo que está a punto de suceder. Créeme. Fíate de mí. Sí, lo sé, en esta profesión eso no es fácil».
Erick me urgió a que me trasladara inmediatamente a Israel. ¿Y cómo?, pensé yo con todas las restricciones impuestas a causa del coronavirus. Me sugirió hacerme una de esas pruebas de pcr y volar hasta Tel Aviv dos días después. «Descuida. Te estaré esperando en el aeropuerto de Ben Gurión. No tendrás que someterte a los pesados interrogatorios aduaneros. Sólo presentar al funcionario de turno el resultado negativo de tu test. Tengo buenos contactos en el gobierno de Netanyahu gracias a mi esposa». Pero, por qué yo, le pregunté dos veces. ¿Por qué? «No lo sé, tío. Me pareces buena gente, un tipo legal y me divertí leyendo esa historia loca». Pensé para mí: no te obsesiones, aparca la lógica, no siempre hay una razón.
Dicho y hecho. Pagué 130 euros en una clínica privada de mi ciudad accidental. Solicité que me dieran los resultados cuanto antes porque tenía que viajar a Israel. Una enfermera me miró alucinada: «Caballero, nosotros encantados con que se haga el test y nos pague, pero me temo que va a tener dificultades para llegar hasta allí». Eso es problema mío, contesté seco. Al cabo de 24 horas me dieron el «negativo», compré un billete por internet y me subí a un avión en ruta Málaga-Madrid-Tel Aviv con una maleta de cabina y cuatro tapabocas quirúrgicos.
Qué maravilla, me dije a la llegada a Ben Gurión. Nada de aglomeraciones y apenas una magra fila de viajeros frente al mostrador de aduana. Observé que por la televisión transmitían imágenes del primer ministro Netanyahu arremangado mientras le ponían la vacuna anticovid-19 en su brazo derecho. Mostraba una cara de satisfacción. «Qué bien», exclamé ante el aduanero mientras revisaba mi pasaporte y me miraba varias veces al rostro con cierta desconfianza desde la cabina de doble cristal. Traté de ganármelo: «¿Qué vacuna le han puesto a Netanyahu? ¿La Sputnik?, ¿la Pfizer?». Recibí el silencio como respuesta. Cuando me selló el documento y me entregó el volante de ingreso, declaró: «No lo pierda porque no podrá salir a la vuelta. Afuera lo están esperando gente de la embajada sueca».
Y efectivamente así fue. En el vestíbulo me aguardaba mi amigo. No fue difícil reconocerlo. No había cambiado mucho y además el área estaba semivacía. A su lado se encontraba un hombre joven que sostenía un cartel con mi apellido. Erick tras el saludo, qué extraño gesto sin tocarnos, me lo presentó y dijo que se trataba de un chófer de la embajada de Suecia.
Emprendimos sin más demora viaje. «Bueno, esto parece como si fuera un secuestro o uno de esos estúpidos programas de televisión donde al concursante lo llevan a un lugar desconocido», afirmé sonriente. «Tienes razón, pero es que la noticia aún no se ha producido ni se ha confirmado tampoco lo que arrastrará», contestó también con una sonrisa. Me sentía a gusto con un individuo a quien no veía desde hacía 25 o más años y con quien, para ajustarme a la verdad, no había desarrollado una estrecha amistad. Qué paradojas comporta a veces la vida, pensé. Basta un gesto o dos palabras para retomar un contacto interrumpido hace mucho tiempo y, en cambio, una rutina diaria puede arruinar una relación o alimentar la desconfianza.
Después de dejar atrás el aeropuerto y de que el chófer enfilara el coche en la autovía de Jerusalén, mi colega sueco consideró que era ya oportuno darme más detalles de lo que empezaba a ser algo más que una misteriosa aventura. «Mira, vamos a Belén. En menos de una hora estaremos allí. Sabes qué día es hoy, ¿verdad? Y qué sucede esta noche, ¿no es cierto?». «Sí, claro, esta noche es Nochebuena y según la tradición cristiana, el nacimiento del Niño Jesús», contesté sin creerme mucho lo que estaba saliendo de mi boca. En realidad, yo estaba bautizado, y por consiguiente era católico, pero había abandonado al final de la adolescencia la práctica religiosa y no me sentía creyente, pero tampoco ateo. Más bien, agnóstico.»Sí. Yo tampoco creo», remató el sueco, de educación luterana. «Pero debes ser testigo de lo que está sucediendo en estos momentos. O a punto de ocurrir. Parece como si fuéramos a asistir a una película cuyo argumento nada tiene que ver con la pandemia. O sí. ¡Quién sabe!».
Al llegar a Belén, pequeña ciudad de la Cisjordania palestina a pocos kilómetros de Jerusalén, miré el reloj del móvil. Marcaba las 22.45. La temperatura era suave, agradable y contrastaba con la estación del año y la fealdad de sus edificios. El tráfico rodado era escaso y en las aceras no se vislumbraban demasiados viandantes. La pandemia había llegado también hasta aquí y por consiguiente los malditos protocolos. «Esta noche es un poco especial y el toque de queda se ha retrasado a la una de la madrugada», comentó mi amigo. Apenas recordaba mi estancia de hacía tantísimos años más allá de visitar la Basílica de la Natividad y algún mercado.
El chófer, que no había despegado los labios desde que iniciamos el recorrido en Ben Gurión, atravesó calles del centro, pobremente iluminadas pese a las tibias luces de adornos navideños. Era obvio que sabía muy bien a dónde nos dirigíamos. Mi amigo no tuvo que darle ninguna instrucción.
Una vez en las afueras de la ciudad en la que supuestamente, según la tradición cristiana, nació el Hijo de Dios, atravesamos un largo descampado hasta llegar a un cobertizo. Allí se había congregado gente y distinguí varios camarógrafos y unos pocos periodistas locales. Era un lugar medio abandonado en cuyo frente alguien había colocado un gran plástico oscuro que unía los dos extremos de la entrada para proteger de los curiosos lo que estuviera ocurriendo en el interior. Se escuchaban voces desde dentro y traslucía la luminosidad de focos que seguramente habían sido instalados.
Los congregados del exterior permanecían expectantes y varios murmuraban en árabe algo que yo no era capaz de entender. Por primera vez, aprecié en Gustafsson nerviosismo y emoción cuando me dijo: «Es increíble, pero estamos asistiendo al nacimiento del ser que liberó el mundo con su sacrificio». Yo no daba crédito a lo que estaba escuchando. Poco antes de la medianoche, salió desde una de las esquinas una pequeña delegación oficial encabezada por el patriarca latino de Jerusalén, junto al custodio de Tierra Santa, el presidente de la Autoridad Palestina, el alcalde de Belén, dos ginecólogos, un par de enfermeras y dos monjes franciscanos. El detalle no es mío, sino de Erick, quien no había perdido facultades periodísticas e identificó a cada uno de ellos. Yo ni siquiera reconocí al líder palestino. Qué desastre. ¡Cuántas goteras empezaba a tener mi antaño buena memoria!
La puesta en escena era perfecta. Parecía como si todo hubiese sido ensayado días antes y cada uno de los protagonistas supieran de antemano el papel que tenían que desempeñar. Yo comencé a ponerme nervioso y a acribillar a mi colega con preguntas. «Calla y escucha», me respondió educadamente. Fue el anciano patriarca quien en árabe pronunció un breve discurso al término del cual mucha gente comenzó a gritar con asombro. Algunos se llevaban las manos a la cabeza, otros lloraban y unos pocos reían. No observé que hubiera una sola mujer. Los cámaras filmaban con atención el momento, sin duda histórico, mientras que los reporteros tomaban rápidas notas.
«¡¿Qué pasa, Erick?! ¡Por Dios, ¿qué ha dicho este venerable señor?! ¡No he entendido ni una sola palabra!», le imploré agarrándole la manga. El sueco, sin perder la compostura, contestó: «No seas impaciente. Te vas a enterar ahora mismo y entender por qué te invité a venir para ser testigo de un suceso único, mundial, universal, extraordinario…». No le dio tiempo a terminar la frase. Uno de los franciscanos, en un cuidado inglés, anunció que había nacido un bebé fruto de la unión del carpintero José y de María, virgen. Jamás entendí de niño cómo ella podía haber engendrado un ser en su vientre y seguir siendo virgen. Las más de las veces que se lo preguntaba a mi profe de religión me ganaba un cachete: «Calla, descreído. Es materia de fe». «Como lo del Dios trino, ¿verdad?», inquiría yo asustado. «Eso es, como el misterio de la Santísima Trinidad. No tienes que entenderlo, sino creerlo y aceptarlo. De lo contrario no serás nunca un buen católico y te condenarás al fuego eterno».
El franciscano, que me pareció ser italiano, soltó entonces la bomba: «Es niña y no niño. El fruto de la unión entre José y María ha sido una preciosa niña de tres kilos y medio que llevará el nombre de Magdalena».
Hubo un largo silencio en el gentío. Los rostros eran de asombro, de incredulidad y hasta de desesperación y algo de pánico. Parecía como si estuviéramos asistiendo a una representación teatral pues al poco cayó la tela plástica que cubría el interior y allí pudimos ver un escenario con un aturdido José junto a una cama de hospital donde se encontraba tumbada María, con una expresión de miedo y fatiga, protegiendo sobre su pecho a la Hija de Dios, a Magdalena, tres kilos y medio, ajena a lo que se nos venía encima. Qué año éste. Íbamos de sorpresa en sorpresa.
En apenas diez minutos hice una reflexión casi cinematográfica de lo que podría ocurrir a partir de ahora. La cristiandad tendría que reescribir la historia, redactar lo que se denominaría el Novísimo Testamento. ¿Sería Magdalena prendida, procesada, condenada y crucificada? ¿Y cómo? ¿Ejecutada en la silla eléctrica o en una cruz? ¿Quiénes serían sus colaboradores, los propagadores de su Evangelio? ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿Cómo se llamarían? ¿Apóstoles o Apóstolas? Presagiaba que el feminismo radical exigiría que los doce asistentes fueran féminas y que se aceptara a partir de ahora el vocablo «apóstolas». Y naturalmente, el movimiento Me Too propondría una mujer como papisa y que el sacro colegio pontificio estuviera dominado por cardenalas por delante de cardenales.
¿Y qué pasaría con el arte religioso? ¿Habría que hacer réplicas distintas a La Piedad de Miguel Ángel o La Última Cena de Leonardo da Vinci? ¿Quién haría de hombre de conducta licenciosa? ¿Un político corrupto? ¿Un pedófilo? ¿Un proxeneta? Pintores y escultores de esta era postmoderna se frotarían las manos ante lo que se avecinaba. Se iniciaba una etapa artística nueva, potencialmente rica, en la que la imagen principal sería Magdalena, la Hija de Dios, que entregaría su vida para la salvación de la humanidad.
¿Qué problema causaría a la Iglesia católica, donde en la enseñanza de un nuevo catecismo predominaría la figura femenina por encima de la masculina? El matriarcado religioso triunfaría finalmente. ¿No había habido un Papa, Juan Pablo I, el famoso Pontífice de los 33 días del que se sospechó haber podido ser envenenado por miembros de la Curia, quien habló de que Dios era por encima de todo madre causando estupor entre los católicos más conservadores?
En esas estaba, en medio de mis cavilaciones extrañas, cuando me desperté en mi cama empapado en sudor y pidiendo auxilio a Dios, a Alá, a Buda y a quien fuera necesario.
Me había sobrepasado con el alcohol y los tranquilizantes. La siesta había durado más de cuatro horas. Miré el reloj del móvil. Eran las 8.57. Me acordé entonces que era Nochebuena y que Felipe VI iba a pronunciar el tradicional mensaje navideño. Corrí al salón y encendí la tele a tiempo. Allí estaba él, cada vez más encanecido y el rostro afilado. «Buenas noches, Señor. Vaya papeleta tiene con lo de su padre. Ánimo y suerte».
Feliz Navidad para todos y un Año Nuevo mejor que el que termina.