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Mientras tantoUn páramo de incienso y Cristos congelados

Un páramo de incienso y Cristos congelados [Una lectura de ‘El sillón’, de Carmen Pérez Cuello]

Sestear absorto y pálido   el blog de Jose de Montfort

 

Intento construir una casa donde quepa mi abuela

Carlos Catena

 

 

El sillón (Editorial Cántico, 2020), de la joven autora Carmen Pérez Cuello (Córdoba, 1999), es un poemario que trata de “crear un discurso / que hable de la línea que divide vida y muerte”. Pero no así en general, sino centrándose en un espacio liminal muy preciso: el de la abuela de la autora, a quien está dedicado el volumen.

No es, sin embargo, un libro lóbrego u obscuro, sino que en el propio límite encuentra su fecundidad. Así es que cuanto más se acerca a ese punto fronterizo (y vaporoso) más fuerza poética tiene. Se diría que contra el ensombrecimiento, las tinieblas alumbran. Y ese lindero, donde tratan de dialogar vida y muerte es el sillón de la abuela: “una cárcel automatizada”. Espacio suspendido desde el que la autora trata de “construir / un viaje hacia los restos de mi infancia y un / presente inventado que alimenta mi realidad”.

El libro se divide en tres partes, a las que les sirven de pórtico de entrada y salida un prólogo y un epílogo, gracias a los cuales Carmen Pérez establece un contexto perimetral (el verano más caluroso de la vida de la autora, que pasó en la Casa de su Abuela junto a sus padres) y dibuja una poética (la del discurso colectivo que es la familia, pero que comienza en lo personal).

La primera parte (“Dentro”) es una suerte de grito sordo, de lugar congelado, de espacio de imposible avance. La Casa de la Abuela se ha convertido en El Hogar Fantasma. Un universo de haces de luces dispersos, de brillos sagaces que dejan pistas sobre el pasado. Es la casa sin vida. Un lugar de dolor, en el que los rugidos del pasado llevan a la autora a, de alguna forma, re-encarnarse en su abuela, viéndose, pues, a sí misma a través de los ojos de una anciana que languidece; en primera persona, empero. Una gran ceguera que solo se calma gracias a la vocecita de su nieta.

En la segunda parte (“El otro lado”) es ya la autora la que cuida de su abuela, cuya voz continua presente, a intervalos, con sus delirios de fantasmas y negrura (“una mezcla entre pasado y miedo”). Sin embargo, resplandece aquí el apego (“una bienvenida”), se hace presente el cariño, el tacto, la conversación pausada; los gestos cotidianos que nos hablan de la continuidad de la vida. Y los cuidados.

En su tercera parte (“Visita”) volvemos a los espacios de la casa, a los enseres que caracterizan una vida (el bastón, unos vestidos, libros, cuadros, un Cristo en la cruz). Y la nieta que le sirve a la abuela de sujeción y centro de gravedad, que la sostiene en las pocas ganas desordenadas “que se precipitan, / entre el sillón y su cama”. Se establece aquí la genealogía familiar (abuela / madre / hija), pero también se concreta la sombra del abuelo, sobre el que la autora fabula. Es también importante en esta parte el nombre (Carmen), como camafeo, que nieta y abuela comparten. Y las palabras, que se cuelan entre las arrugas y las sonrisas del rostro de la abuela. Es la parte más feliz del poemario, aunque en ella se anuncie con claridad la muerte inminente (que rebota desde las dos partes anteriores). Y así es presagio y fulgor: adivinación de la huida y, al mismo tiempo, agradecida satisfacción silenciosa por el vínculo indestructible que existe entre nieta y abuela.

Sillón es un bello y emotivo poemario en el que Carmen Pérez reivindica la figura de su abuela para que los lectores la conozcan, y sepan de su tenacidad, de su lucha, de sus ojos más grandes que la inmensidad del mar. Así es un testimonio poético, personal, familiar, pero con afán de ser útil para la colectividad.

En estos momentos tan difíciles en los que nuestros mayores están sufriendo tanto y se hallan en severo riesgo (por ser población sensible a la enfermedad) de traspasar ese espacio liminal del que se habla en este poemario, es bueno que nos acordemos de ellos, que les demos cariño, que les hablemos. Que les escribamos.

No sea cosa que luego no tengamos ya tiempo.

 

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